Riley miró por la ventana de la habitación donde Derrick Caldwell moriría pronto. Estaba sentada al lado de Gail Bassett, la madre de Kelly Sue Bassett, la víctima final de Caldwell. El hombre había matado a cinco mujeres antes de su captura.
Le había costado aceptar la invitación de Gail a la ejecución. Solo había visto una ejecución, en ese entonces como testigo voluntario, sentada entre periodistas, abogados, agentes, asesores espirituales y el presidente del jurado. Ahora ella y Gail estaban entre los nueve parientes de las mujeres que Caldwell había asesinado, todos hacinados en un espacio reducido, sentados en sillas plásticas.
Gail, una pequeña mujer de sesenta años de edad con un rostro delicado, se había mantenido en contacto con Riley a lo largo de los años. Su esposo había muerto antes de la ejecución, y le había escrito a Riley que no tenía a nadie que la acompañara en ese momento. Así que Riley había accedido a asistir.
La cámara de muerte estaba justo al otro lado de la ventana. Los únicos muebles de la habitación eran la camilla de ejecución, una mesa en forma de cruz. Una cortina plástica azul colgaba en la cabecera de la camilla. Riley sabía que las vías intravenosas y los químicos letales estaban detrás de esa cortina.
Un teléfono rojo en la pared conectaba con la oficina del gobernador. Solo sonaría en caso de una decisión de clemencia. Nadie esperaba que eso sucediera esta vez. Un reloj que colgaba encima de la puerta de la habitación era la única otra decoración visible.
En Virginia, los delincuentes condenados podían elegir entre la silla eléctrica y la inyección letal. Casi siempre escogían la segunda opción. Si el prisionero no escogía nada, asignaban la inyección.
A Riley le sorprendió el hecho que Caldwell no había optado por la silla eléctrica. Era un monstruo impenitente que parecía estar esperando su muerte con los brazos abiertos.
Eran las 8:55 cuando se abrió la puerta. Riley oyó unos murmullos en la sala cuando varios miembros del equipo de ejecución metieron a Caldwell en la cámara. Dos guardias lo flanqueaban, cada uno agarrando un brazo, y otro lo seguía. Un hombre bien vestido entró de último, era el director de la prisión.
Caldwell vestía un pantalón azul, una camisa azul y unas sandalias sin calcetines. Estaba esposado y encadenado. Riley no lo había visto en años. En su corto tiempo como asesino en serie había tenido el cabello largo y rebelde y una barba desgreñada, un look bohemio apropiado para un artista callejero. Ahora estaba bien afeitado y se veía bastante ordinario.
Aunque no luchó, se veía asustado.
“Qué bueno”, pensó Riley.
Miró la camilla y alejó la mirada de nuevo. Parecía estar tratando de no mirar la cortina plástica azul. Por un momento, miró fijamente por la ventana de la sala de observación. De pronto parecía estar más tranquilo y más sereno.
“Ojalá pudiera vernos”, murmuró Gail.
No podía verlos debido a un vidrio de visión unilateral; Riley no compartía el deseo de Gail. Caldwell ya la había mirado mucho para su gusto. Para capturarlo, había ido de encubierto. Había pretendido ser un turista en el paseo marítimo de la playa Dunes y lo había contratado para dibujar su retrato. La había adulado mucho mientras trabajaba, diciéndole que era la mujer más hermosa que había dibujado en mucho tiempo.
Supo en ese entonces que era su próxima víctima potencial. Esa noche había sido la carnada, dejándolo acecharla por la playa. Cuando había intentado atacarla, los agentes de respaldo no tuvieron problemas para atraparlo.
Su captura había sido bastante sosa. El descubrimiento de que había descuartizado y guardado a sus víctimas en un congelador había sido otra cosa. Estar junto en frente y haber visto el momento exacto en el que habían abierto el congelador fue uno de los momentos más desgarradores de la carrera de Riley. Aún sentía compasión por los familiares de las víctimas, Gail entre ellas, por tener que identificar a sus esposas, hijas y hermanas descuartizadas...
“Demasiado bellas como para vivir”, había dicho el asesino.
A Riley le asustó mucho el hecho de que él la había visto a ella de esa manera. Ella nunca se había considerado hermosa y los hombres, incluso su ex marido, Ryan, rara vez le decían que lo era. Caldwell era una excepción cruel y horrible.
Se preguntaba qué significaba que un monstruo patológico la había considerado una mujer perfectamente hermosa. ¿Había reconocido algo dentro de ella que era tan monstruoso como él? Había tenido pesadillas sobre sus ojos admiradores, sus palabras melosas y su congelador lleno de partes durante unos años después de su juicio y condena.
El equipo de ejecución colocó a Caldwell en la camilla de ejecución, le quitó las esposas, grilletes y sandalias y lo sujetaron con unas correas de cuero, dos por el pecho, dos para sostener sus piernas, dos alrededor de sus tobillos y dos alrededor de sus muñecas. Sus pies descalzos daban a la ventana. Era difícil ver su rostro.
De repente, las cortinas se cerraron sobre las ventanas del observatorio. Riley entendió que esto era ocultar la fase de la ejecución donde algo pudiera salir mal, que al equipo le cuestora encontrar una vena adecuada, por ejemplo. Aún así, le pareció peculiar. Las personas en ambos observatorios estaban a punto de ver a Caldwell morir, pero no tenían permitido presenciar la inserción mundana de las agujas. Las cortinas se mecían un poco, aparentemente por los movimientos de los miembros del equipo que estaban del otro lado.
Cuando abrieron las cortinas de nuevo, las vías intravenosas estaban en su lugar, pasando de los brazos del prisionero por huecos en las cortinas plásticas. Algunos miembros del equipo de ejecución se habían colocado detrás de las cortinas, donde administrarían las drogas letales.
Un hombre sostenía el auricular del teléfono rojo, listo para contestar una llamada que seguramente nunca llegaría. Otro le hablaba a Caldwell, sus palabras un sonido apenas audible debido al mal sistema de sonido. Le estaba preguntando a Caldwell si tenía unas palabras finales.
En cambio, la respuesta de Caldwell se escuchó bastante bien.
“¿Está aquí la agente Paige?”, preguntó.
Sus palabras impactaron a Riley.
El funcionario no respondió. No tenía derecho a saber la respuesta a esa pregunta.
Después de un silencio tenso, Caldwell habló de nuevo.
“Díganle a la agente Paige que hubiese deseado poder plasmar su belleza con mi arte”.
Aunque Riley no podía ver su rostro claramente, pensó haberlo oído soltar una risita.
“Eso es todo”, dijo. “Estoy listo”.
Riley estaba llena de rabia, horror y confusión. Esto era lo último que había esperado. Derrick Caldwell había elegido hablar de ella en sus momentos finales. Y era incapaz de hacer algo al respecto por estar sentada detrás de este vidrio irrompible.
Lo hizo comparecer ante la justicia pero, a la final, logró vengarse de una forma enfermiza.
Sintió la pequeña mano de Gail sosteniendo la suya.
“Dios mío”, pensó Riley. “Me está consolando”.
Riley trató de controlar sus náuseas.
Caldwell dijo una cosa más.
“¿Lo sentiré cuando comience?”.
Tampoco recibió respuesta a esa pregunta. Riley podía ver el líquido moverse por los tubos transparentes de las vías. Caldwell respiró profundamente y aparentemente se quedó dormido. Su pie izquierdo tembló un par de veces, y luego se quedó inmóvil.
Después de un momento, uno de los guardias pellizcó ambos pies, sin obtener una reacción. Parecía un gesto bastante peculiar, pero Riley entendió que el guardia estaba asegurándose que el sedante estuviera funcionando y que Caldwell estaba totalmente inconsciente.
El guardia les dijo algo inaudible a las personas que se encontraban detrás de la cortina. Riley vio líquido moverse por las vías de nuevo. Sabía que esta segunda droga detendría sus pulmones. En poco tiempo, una tercera droga detendría su corazón.
Riley se encontró pensando en lo que estaba viendo mientras la respiración de Caldwell se hacía más lenta. ¿Cómo era diferente esto de las veces que ella misma había usado fuerza letal? Ella había matado a varios asesinos en el cumplimiento de su deber.
Pero esto no era nada como esas otras muertes. En comparación, era extrañamente controlada, limpia, clínica, inmaculada. No parecía correcta. Irracionalmente, Riley se encontró pensando...
“No debí haberlo dejado llegar a este punto”.
Sabía que no tenía razón, que había llevado a cabo la captura de Caldwell con profesionalismo. Pero aún así pensó...
“Debí haberlo matado yo misma”.
Gail sostuvo la mano de Riley por diez largos minutos. Finalmente, el funcionario que estaba al lado de Riley dijo algo que Riley no pudo escuchar.
El director salió de detrás de la cortina y habló en una voz bastante clara como para ser entendida por todos los testigos.
“La pena de muerte fue ejecutada con éxito a las 9:07 a.m.”.
Luego las cortinas se cerraron de nuevo. Los testigos ya habían visto lo que habían venido a ver. Los guardias entraron en el observatorio e instaron a todos a irse lo más pronto posible.
Gail tomó la mano de Riley de nuevo a lo que todos salieron al pasillo.
“Siento que dijo lo que dijo”, le dijo Gail.
Riley se sobresaltó. ¿Cómo podría Gail preocuparse por los sentimientos de Riley en un momento como este, cuando por fin había comparecido ante la justicia el asesino de su propia hija?
“¿Cómo te sientes, Gail?”, preguntó mientras caminaban rápidamente hacia la salida.
Gail caminó en silencio por un momento. Tenía una expresión vacía en su rostro.
“Está hecho”, dijo finalmente, su voz fría y entumecida. “Está hecho”.
Salieron del edificio a la luz del día. Riley pudo ver dos muchedumbres al otro lado de la calle, cada una fuertemente controlada por la policía. En un lado había un grupo que estaba de acuerdo con la ejecución, tenían carteles odiosos, algunos soeces y obscenos. Estaban llenos de júbilo, y era comprensible. Del otro lado estaban los que abogaban en contra de la pena de muerte, también con sus propios carteles. Habían pasado toda la noche aquí celebrando una vigilia. Estaban mucho más tranquilos.
Riley no sintió compasión por ninguno de los dos grupos. Estas personas estaban aquí por ellos mismos, para hacer un espectáculo público de su indignación y rectitud, actuando en aras de su propia autocomplacencia. En su opinión, no tenían por qué estar aquí—no estaban entre aquellos cuyo dolor y aflicción era demasiado real.
Había una multitud de reporteros entre la entrada y las muchedumbres con camiones de prensa cerca. Mientras Riley caminaba entre ellos, una mujer corrió hasta ella con un micrófono y un camarógrafo detrás de ella.
“¿Agente Paige? “¿Eres la agente Paige?”, preguntó.
Riley no respondió. Ella intentó pasar a la reportera.
La reportera la siguió tenazmente. “Nos enteramos que Caldwell la mencionó en sus últimas palabras. ¿Algún comentario?”.
Otros reporteros se acercaron a ella, haciendo la misma pregunta. Riley apretó los dientes y siguió por la multitud. Por fin logró liberarse de ellos.
Se encontró pensando en Meredith y Bill mientras se apresuraba para llegar a su carro. Ambos la habían implorado a tomar un nuevo caso. Y estaba evitando darles una respuesta.
“¿Por qué?”, se preguntó.
Se acababa de escapar de los reporteros. ¿Estaba tratando de escapar de Bill y Meredith también? ¿Estaba tratando de escapar de quién era realmente y de todo lo que tenía que hacer?
*
Riley estaba feliz de estar en casa. La muerte que había presenciado esa mañana la había dejado con una sensación de vacío y el viaje de regreso a Fredericksburg había sido cansón. Pero cuando abrió la puerta de su casa adosada, algo no parecía estar bien.
Había demasiado silencio. April ya debería haber regresado de la escuela. ¿Dónde estaba Gabriela? Riley entró en la cocina y la encontró vacía. Encontró una nota sobre la mesa de la cocina.
“Me voy a la tienda”, decía. Gabriela había ido a la tienda.
Riley agarró el espaldar de una silla cuando se vio inmersa en una ola de pánico. April había sido secuestrada de la casa de su padre en otra ocasión en la que Gabriela había ido a la tienda.
Oscuridad, un atisbo de una llama.
Riley se dio la vuelta y corrió al pie de las escaleras.
“April”, gritó.
No hubo respuesta.
Riley corrió por las escaleras. Los dormitorios estaban vacíos. No había nadie en su pequeña oficina.
El corazón de Riley latía con fuerza, sin importar que su mente le estaba diciendo que era una tonta. Su cuerpo no estaba escuchando a su mente.
Corrió al piso inferior y luego a la cubierta trasera.
“April”, gritó.
Pero nadie jugaba en el patio de al lado y no había niños a la vista.
Logró controlarse para no dejar escapar otro grito. No quería que los vecinos se convencieran de que estaba realmente loca. No tan pronto.
Buscó en su bolsillo, sacó su teléfono celular y le envió un mensaje de texto a su hija.
No recibió ninguna respuesta.
Riley entró en su casa y se sentó en el sofá. Sujetaba su cabeza con sus manos.
Estaba de nuevo en el sótano de poca altura, acostada sobre la suciedad en la oscuridad.
Pero la luz se estaba moviendo hacia ella. Podía ver su rostro cruel en el resplandor de las llamas. Pero no sabía si el asesino venía por ella o por April.
Riley se obligó a separar la visión de su realidad.
“Peterson está muerto”, se dijo enfáticamente. “Nunca nos volverá a torturar”.
Se sentó en el sofá y trató de concentrarse en el aquí y en el ahora. Estaba aquí en su nueva casa, en su nueva vida. Gabriela había ido a la tienda. April seguramente estaba en algún sitio cercano.
Su respiración se volvió más lenta, pero no pudo obligarse a ponerse de pie. Tenía miedo que iría al patio y gritaría de nuevo.
Después de lo pareció ser mucho tiempo, Riley oyó la puerta principal abrirse.
April entró por la puerta, cantando.
Ahora Riley pudo ponerse de pie. “¿Dónde coño andabas?”.
April se veía sobresaltada.
“¿Cuál es tu problema, Mamá?”.
“¿Dónde andabas? ¿Por qué no respondiste mi mensaje de texto?”.
“Disculpa, tenía el celular en silencio. Estaba en casa de Cece, Mamá. Al otro lado de la calle. Cuando nos bajamos del autobús escolar, su mamá nos ofreció helado”.
“¿Y cómo iba a saber dónde andabas?”.
“No creía que llegarías a casa antes que yo”.
Riley se oyó a sí misma gritar, pero no pudo contenerse. “No me importa lo que creas. No estabas pensando. Siempre tienes que dejarme saber…”.
Las lágrimas que corrían por las mejillas de April finalmente la detuvieron.
Riley recuperó el aliento, corrió hacia April y la abrazó. Al principio, el cuerpo de April estaba rígido por su rabia, pero Riley la sintió relajarse poco a poco. Entró en cuenta que ella también estaba llorando.
“Lo siento”, dijo Riley. “Lo siento. Es solo que hemos pasado por tantas… tantas cosas terribles”.
“Pero ya todo acabó”, dijo April. “Mamá, ya todo acabó”.
Ambas se sentaron en el sofá. Era un sofá nuevo, lo había comprado luego de mudarse a esta casa. Lo había comprado para su nueva vida.
“Sé que todo acabó”, dijo Riley. “Sé que Peterson está muerto. Estoy tratando de acostumbrarme a eso”.
“Mamá, todo está mucho mejor ahora. No tienes que preocuparte por mí todo el tiempo. Y no soy una chiquilla. Tengo quince años”.
“Y eres muy inteligente”, dijo Riley. “Lo sé. Tengo que seguir recordándomelo. Te amo, April”, dijo. “Por eso es que me porto tan loca a veces”.
“Yo también te amo, Mamá”, dijo April. “No te preocupes tanto”.
Riley estaba encantada de ver a su hija sonreír de nuevo. April había sido secuestrada, había sido la prisionera de Peterson y había sido amenazada con esa llama. Parecía que ya era una adolescente absolutamente normal de nuevo, aún si su madre no había recuperado su estabilidad.
Aún así, Riley no podía dejar de preguntarse si todavía había memorias oscuras en algún lugar de la mente de April que estaban a punto de estallar.
En cuanto a sí misma, sabía que tenía que hablar con alguien sobre sus propios miedos y pesadillas recurrentes. Y tenía que hacerlo lo más pronto posible.
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