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CAPÍTULO DOS

Zoe abrió la puerta de su apartamento con un suspiro de alivio. Este era su refugio, el lugar donde podía relajarse y dejar de intentar ser la persona que todos los demás aceptaban.

Escuchó un suave maullido desde la cocina mientras encendía las luces, y Zoe se dirigió directamente hacia allí después de depositar sus llaves en la mesa lateral.

–Hola, Euler ―dijo, agachándose para acariciar a uno de sus gatos detrás de las orejas―. ¿Dónde está Pitágoras?

Euler, un gato atigrado gris, sólo maulló de nuevo en respuesta, mirando hacia el armario donde Zoe guardaba las bolsas y latas de comida para gatos.

Zoe no necesitaba un traductor para entender eso. Los gatos eran bastante simples. La única interacción que realmente anhelaban era la comida y alguna caricia ocasional.

Tomó una nueva lata del armario y la abrió, metiendo el contenido con una cuchara en un tazón de comida. Su gato birmano, Pitágoras, pronto captó el olor y apareció frente a ella acercándose desde otra parte de su casa.

Zoe los vio comer por un momento, preguntándose si ellos deseaban tener otro humano para cuidarlos. Que ella viviera sola significaba que solamente cuando ella llegaba a casa eran alimentados, sin importar la hora que fuera. Sin duda, apreciarían tener un horario más regular, pero si tenían hambre siempre estaban los ratones del vecindario para cazar. Y ahora que los estaba mirando con detenimiento, se dio cuenta de que Pitágoras había engordado algún kilito últimamente. Podría hacer una dieta.

De todas formas, no era que Zoe estuviera a punto de casarse, ni por los gatos ni por cualquier otra razón. Ella nunca había tenido una relación seria. Por la forma en que la habían criado, casi que se había resignado al hecho de que estaba destinada a morir sola.

Su madre había sido estrictamente religiosa, y eso significaba intolerante. Zoe nunca había podido encontrar en la Biblia un lugar donde dijera que había que comunicarse como todo el mundo y pensar en acertijos lingüísticos en lugar de fórmulas matemáticas, pero su madre lo había leído allí de todos modos. Estaba convencida de que algo estaba mal con su hija, que ella tenía algo pecaminoso.

La mano de Zoe se desvió hasta su clavícula, trazando la línea donde una vez había colgado un crucifijo en una cadena de plata. Durante muchos años de su niñez y adolescencia, no había sido capaz de quitárselo sin ser acusada de blasfemia, ni siquiera para ducharse o dormir.

No había muchas cosas que pudiera hacer sin ser acusada de ser la hija del diablo.

–Zoe ―solía decirle su madre, agitando un dedo y frunciendo los labios―. Deja ya esa lógica demoníaca. El diablo está en ti, niña. Tienes que echarlo fuera.

Aparentemente, la lógica demoníaca era la matemática, especialmente cuando estaba presente en una niña de seis años.

Una y otra vez, su madre sacaba a relucir lo diferente que era. Cuando Zoe no socializaba con los niños de su edad en el jardín de infancia o en la escuela. Cuando no elegía ninguna actividad después de la escuela, excepto cuando era para estudiar matemáticas y ciencias, e incluso entonces no formaba grupos ni hacía amigos. Cuando entendía las proporciones en la cocina después de ver a su madre hornear cosas sólo una vez.

Muy rápidamente, Zoe había aprendido a reprimir su instinto natural para los números. Cuando sabía las respuestas a las preguntas que la gente hacía sin siquiera pensarlas dos segundos, se mantenía callada. Cuando averiguaba cuál de los niños de su clase había robado las llaves de la maestra y las había escondido, y dónde debían estar escondidas, todo gracias a la proximidad y las pistas dejadas, tampoco había dicho una palabra.

En muchos sentidos, no había cambiado mucho desde que era esa asustada niña de seis años, desesperada por complacer a su madre que había dejado de decir cada pequeña cosa extraña que le venía a la mente y empezó a fingir ser normal.

Zoe sacudió la cabeza, volviendo su atención al presente. Eso había sido hacía más de veinticinco años. No valía la pena seguir pensando en ello.

Ella miró por su ventana al horizonte de Bethesda, siempre lo hacía en la precisa dirección de Washington, DC. Había descubierto la forma correcta de mirar hacia allí el día que firmó el contrato de arrendamiento, observando varios puntos de referencia locales que se alineaban para mostrarle la dirección de la brújula. No era nada político o patriótico; sólo le gustaba la forma en que se alineaban creando una línea perfecta en el mapa.

Ya estaba oscuro, e incluso las luces de los otros edificios alrededor del suyo se estaban apagando, una a una. Era tarde, lo suficientemente tarde como para que terminar sus tareas y se fuera a dormir.

Zoe encendió su computadora portátil y rápidamente tecleó su contraseña, abriendo su casilla de correo electrónico para comprobar si había alguna novedad. La última tarea de su día. Había unos cuantos que podía borrar rápidamente, la mayoría eran mensajes sobre ofertas de marcas que nunca había comprado y estafas de supuestos príncipes nigerianos.

Borrar el correo basura le dejó otros cuantos más que podía leer y luego descartar, misivas que no necesitaban respuesta. Actualizaciones de las redes sociales, que rara vez visitaba, y boletines de noticias de sitios web que seguía.

Uno de ellos era un poco más interesante. Un mensaje a través de su perfil de citas online. Era un mensaje corto pero dulce… un tipo invitándola para una cita. Zoe hizo clic en su página y examinó sus fotografías. Rápidamente evaluó su altura real, y se sorprendió gratamente al encontrar que coincidía con lo que había escrito en sus datos. Tal vez era alguien más bien honesto.

El siguiente correo era aún más intrigante, pero de todas formas, Zoe sintió la necesidad de posponer su lectura. Era de su mentora y exprofesora, la Dra. Francesca Applewhite. Podía predecir lo que la doctora le iba a preguntar antes de leerlo, y no le iba a gustar.

Zoe suspiró y lo abrió de todos modos, resignada a la necesidad de ponerle un fin al asunto. La Dra. Applewhite era brillante, la clase de matemática que ella siempre había soñado ser, hasta que se dio cuenta de que podía usar su talento siendo agente. Francesca también era la única persona que sabía la verdad sobre la forma en la que funcionaba su mente, entendía la sinestesia que convertía las pistas en números visuales y en hechos en su cabeza. La única persona que le caía bien y en la que confiaba para hablar sobre ello.

En realidad, la Dra. Applewhite fue quien la puso en contacto con el FBI en primer lugar. Ella le debía mucho. Pero no era por eso por lo que ella estaba reacia a leer su mensaje.

«Hola Zoe», decía el correo electrónico. «Sólo quería preguntarte si te has contactado con la terapeuta que te sugerí. ¿Has podido programar una sesión? Hazme saber si necesitas ayuda».

Zoe suspiró. No había contactado con la terapeuta, y no sabía si realmente lo iba a hacer. Cerró el correo electrónico sin responder, relegándolo a una de las tareas de mañana.

Euler saltó a su regazo, obviamente satisfecho con su cena, y empezó a ronronear. Zoe lo acarició de nuevo, mirando su pantalla, decidiendo.

Pitágoras soltó un maullido indignado por ser relegado, y Zoe lo miró con una sonrisa afectuosa. No era exactamente una señal, pero fue suficiente para empujarla a la acción. Volvió al mensaje anterior, del sitio de citas, y escribió una respuesta antes de que pudiera cambiar de opinión.

«Me encantaría conocerte. ¿Cuándo te queda bien? Z».

***

―Después de ti ―dijo él, sonriendo y haciendo un gesto señalando la panera.

Zoe también le sonrió y cogió un trozo de pan, su mente calculó automáticamente el ancho y la profundidad de cada trozo para escoger uno que estuviera en algún lugar de la gama media. No quería parecer demasiado codiciosa.

–Entonces, ¿en qué trabajas, John? ―preguntó Zoe. Era bastante fácil iniciar la conversación de esta manera. Había tenido suficientes citas para saber que esta era una forma estándar. Además, siempre era una buena idea asegurarse de que tenía un buen ingreso.

–Soy abogado ―dijo John, tomando su propia porción de pan. El trozo más grande. Debería tener unas 300 calorías. Estaría bastante lleno antes de que llegara el plato principal. ―Mayoritariamente trato con disputas de propiedad, así que no hay mucha diferencia entre tu trabajo y el mío.

Zoe reflexionó cuál era el salario promedio de un abogado de propiedad en su área y asintió en silencio, los cálculos le pasaron por la cabeza. Entre los dos probablemente podrían llegar al valor para una hipoteca de una propiedad de tres habitaciones, y eso era sólo el comienzo. Tendrían lugar para un cuarto de bebé. Con un margen suficiente para avanzar en sus carreras con el tiempo.

Él también tenía una cara era casi simétrica. Era curioso como eso aparecía últimamente. Sólo había un detalle, una cierta forma de sonreír que levantaba su mejilla derecha mientras la izquierda se mantenía más o menos en posición. Una sonrisa torcida. Había algo encantador en ella, quizás por la asimetría. Contó el número correcto de dientes perfectamente rectos y blancos que brillaban entre sus labios.

–Entonces, ¿qué hay de tu familia? ¿Algún hermano? ―le preguntó John, su tono vacilaba un poco.

Zoe se dio cuenta de que se esperaba que ella al menos hiciera algún tipo de comentario sobre su trabajo, y se despertó mentalmente.

–Sólo yo ―dijo―. Me crio mi madre. No somos muy unidas.

John levantó una ceja por un segundo antes de asentir con la cabeza.

–Oh, eso apesta. Mi familia es muy unida. Nos reunimos para hacer comidas familiares al menos una vez al mes.

Los ojos de Zoe se posaron sobre su esbelto físico, y decidió que debía comer bien en esas cenas. Eso sí, claramente iba al gimnasio. ¿Cuánto podría levantar en el banquillo? Tal vez 90 kilos, a juzgar por los músculos de los brazos que se dejaban ver bajo su camisa de rayas azules.

Hubo un silencio entre ellos por unos momentos. Zoe tomó un trozo de pan y se lo metió en la boca, y luego lo masticó tan rápido como pudo para liberar su boca de nuevo. La gente no hablaba mientras comía, al menos no en una sociedad educada, así que para ella eso servía como una especie de excusa.

–¿Sólo eres tú y tus padres? ―preguntó Zoe, mientras el bocado bajaba por su garganta, era grueso y pegajoso. «No», pensó ella. «Debe tener dos hermanos, por lo menos».

–Tengo un hermano mayor y una hermana ―dijo John―. Sólo nos llevamos cuatro años entre nosotros, así que nos llevamos bastante bien.

Detrás de él, sobre su hombro, Zoe vio a su camarera de metro y medio luchando con una pesada bandeja de bebidas. Dos botellas de vino repartidas en siete vasos, todas destinadas a una mesa ruidosa al final de una fila de mesas de dos. Todos de la misma edad. Debían ser amigos de la universidad, teniendo una reunión.

–Eso debe ser agradable ―dijo Zoe vagamente. Realmente no pensó que hubiera sido agradable tener hermanos mayores. No tenía ni idea de cómo debía ser. Era una experiencia totalmente diferente a la que ella había tenido.

–Yo diría que sí.

Las respuestas de John se estaban volviendo más distantes. Ya no le hacía más preguntas. Y ni siquiera habían llegado al plato principal todavía.

Fue con cierto alivio que Zoe vio a la camarera traer dos platos, equilibrados expertamente en su brazo, con el peso distribuido uniformemente entre el codo y la palma.

–Oh, nuestra comida está aquí ―dijo, sólo para distraerlo.

John miró a su alrededor, moviéndose con una gracia ágil que ciertamente demostraba su compromiso con el gimnasio. Era un hombre bastante apropiado. Guapo, encantador, con un buen trabajo. Zoe trató de centrarse en él, de aplicarse. Mientras estuvieran comiendo debería ser más fácil. Ella miraba fijamente la comida en su plato, eran 27 guisantes, un filete de exactamente cinco centímetros de grosor y trataba de no dejar que nada la distrajera de lo que él decía.

Aun así, ella se percató de los incómodos silencios tanto como él.

Al final, él se ofreció a pagar todo, la parte de ella eran unos 38 dólares, y Zoe aceptó con gratitud. Olvidó que debía negarse al menos una vez, para darle la oportunidad de insistir, pero lo recordó cuando vio el ligero bajón en las comisuras de su boca mientras ofrecía su tarjeta de crédito a la camarera.

–Bueno, ha sido una gran noche ―dijo John, mirando alrededor y abrochando la chaqueta de su traje mientras se ponía de pie―. Este es un restaurante encantador.

–La comida fue maravillosa ―murmuró Zoe, levantándose aunque hubiera preferido que se hubieran quedado sentados más tiempo.

–Fue un placer conocerte, Zoe ―dijo y le ofreció su mano para que la estrechara. Cuando ella la tomó, él se inclinó y la besó en la mejilla lo más brevemente posible, antes de alejarse de nuevo.

No se ofreció a acompañarla a su coche, o a llevarla a casa. No hubo abrazo, ni petición de volver a verla. John era bastante agradable, tenía una sonrisa torcida y gestos cuidadosos, pero el mensaje era claro.

–Tú también, John ―dijo Zoe, permitiéndole salir del restaurante delante de ella mientras ella recogía su bolso, para que no hubiera ninguna pequeña charla incómoda camino al estacionamiento.

En la privacidad de su coche, Zoe se desplomó en el asiento del conductor y enterró su cabeza entre sus manos. Estúpida, estúpida, estúpida. Estabas tan preocupada por la longitud del paso de los distintos miembros del personal que no podías ni siquiera concentrarte en el encantador, guapo y extremadamente apropiado hombre con el que tenías la cita.

Las cosas se estaban saliendo de control. Zoe era consciente de ello en el fondo de su corazón, y tal vez lo estaba desde hace tiempo. Apenas podía concentrarse en las señales sociales sin que los cálculos y la exploración de los patrones la distrajeran. Ya era bastante malo que ella no pudiera entender todas las señales cuando las escuchaba o las veía, pero no notarlas en absoluto era aún peor.

–Qué bicho raro eres ―murmuró para sí misma, sabiendo que era la única persona que lo escucharía. Eso la hizo querer reír y llorar al mismo tiempo.

Durante todo el viaje a casa, Zoe repasó en su mente los eventos de la noche. Diecisiete pausas incómodas. Veinte ocasiones, al menos, en las que John debe haber querido que ella mostrara más interés. Quién sabe en cuántas ella ni siquiera se había dado cuenta. Una cena gratis no es suficiente para compensar el sentirse como el tipo de paria que iba a morir sola.

Con sus gatos, por supuesto.

Ni siquiera Euler y Pitágoras, maullando e intentando competir por el derecho a saltar en su regazo en el sofá podían hacerla sentir mejor. Ella los subió y los calmó, no se sorprendió en absoluto cuando ambos perdieron inmediatamente el interés y empezaron a merodear por la parte trasera del sofá.

Abrió el correo electrónico de la Dra. Applewhite una vez más, mirando el número que le había enviado de la terapeuta.

No se pierde nada, ¿verdad?

Zoe introdujo el número en su teléfono un dígito a la vez, aunque lo había memorizado de un vistazo. Sintió que su respiración se aceleraba cuando su dedo se posicionó vacilante sobre el botón verde de llamada, pero de todas formas lo forzó a bajar y llevó el teléfono hasta su oreja.

Ring-ring-ring.

Ring-ring-ring.

–Hola ―dijo una voz femenina al otro lado de la línea.

–Hola ―empezó Zoe, pero se cortó inmediatamente mientras la voz continuaba.

–Se ha comunicado con el consultorio de la Dra. Lauren Monk. Disculpe, pero no estamos en horario de oficina.

Zoe gimió internamente. Buzón de voz.

–Si desea reservar una cita, cambiar una cita concertada, o dejar un mensaje, por favor hágalo después de la se…

Zoe se quitó el celular de la oreja como si estuviera en llamas, y canceló la llamada. En el medio del silencio, Pitágoras maulló con fuerza, y luego saltó del brazo del sofá a su hombro.

Ella iba a tener que hacer una cita, y la iba a tener que hacer pronto. Se lo prometió a sí misma. Pero no estaría mal demorar un día más, ¿verdad?

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