Читать бесплатно книгу «Los cuatro jinetes del apocalipsis» Висенте Бласко-Ибаньеса полностью онлайн — MyBook
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El viejo era el único que le hacía frente para mantener el caprichoso sistema del palo seguido de la dádiva. Le sublevaba el orden minucioso y mecánico, siempre igual, sin algo de arbitrariedad extravagante, de tiranía bonachona. Con frecuencia, se presentaban á Desnoyers algunos de los peones mestizos á los que suponía la malicia pública en íntimo parentesco con el estanciero. «Patroncito: dice el patrón viejo que me dé cinco pesos.» El patroncito respondía negativamente, y poco después se presentaba Madariaga, iracundo de gesto, pero midiendo las palabras, en consideración á que su yerno era tan serio como él.

–Mucho te quiero, hijo, pero aquí nadie manda mas que yo… ¡Ah, gabacho! Eres igual á todos los de tu tierra: centavo que pilláis va á la media, y no ve más la luz del sol aunque os crucifiquen… ¿Dije cinco pesos? Le darás diez. Lo mando yo, y basta.

El francés pagaba, encogiéndose de hombros, mientras su suegro, satisfecho del triunfo, huía á Buenos Aires. Era bueno hacer constar que la estancia pertenecía aún al gallego Madariaga.

De uno de sus viajes volvió con un acompañante: un joven alemán, que, según él, lo sabía todo y servía para todo. Su yerno trabajaba demasiado. Karl Hartrott le ayudaría en la contabilidad. Y Desnoyers lo aceptó, sintiendo á los pocos días una naciente estimación por el nuevo empleado.

Que perteneciesen á dos naciones enemigas nada significaba. En todas partes hay buenas gentes, y este Karl era un subordinado digno de aprecio. Se mantenía á distancia de sus iguales y era inflexible y duro con los inferiores. Todas sus facultades parecía concentrarlas en el servicio y la admiración de los que estaban por encima de él. Apenas desplegaba los labios Madariaga, el alemán movía la cabeza apoyando por adelantado sus palabras. Si decía algo gracioso, su risa era de una escandalosa sonoridad. Con Desnoyers se mostraba taciturno y aplicado, trabajando sin reparar en horas. Apenas le veía entrar en la Administración, saltaba de su asiento irguiéndose con militar rigidez. Todo estaba dispuesto á hacerlo. Por cuenta propia, espiaba al personal, delatando sus descuidos y defectos. Este servicio no entusiasmaba á su jefe inmediato, pero lo agradecía como una muestra de interés por el establecimiento.

El viejo estanciero alababa su adquisición como un triunfo, pretendiendo que su yerno la celebrase igualmente.

–Un mozo muy útil, ¿no es cierto?… Estos gringos de la Alemania sirven bien, saben muchas cosas y cuestan poco. Luego, ¡tan disciplinados! ¡tan humilditos!… Yo siento decírtelo, porque eres gabacho; pero os habéis echado malos enemigos. Son gente dura de pelar.

Desnoyers contestaba con un gesto de indiferencia. Su patria estaba lejos y también la del alemán. ¡A saber si volverían á ella!… Allí eran argentinos, y debían pensar en las cosas inmediatas, sin preocuparse del pasado.

–Además, ¡tienen tan poco orgullo!—continuó Madariaga con tono irónico—. Cualquier gringo de éstos, cuando es dependiente en la capital, barre la tienda, hace la comida, lleva la contabilidad, vende á los parroquianos, escribe á máquina, traduce de cuatro á cinco lenguas, y acompaña, si es preciso, á la amiga del amo como si fuese una gran señora… todo por veinticinco pesos al mes. ¡Quién puede luchar con una gente así! Tú, gabacho, eres como yo… muy serio, y te morirías de hambre antes de pasar por ciertas cosas. Por eso te digo que resultan temibles.

El estanciero, después de una corta reflexión, añadió:

–Tal vez no son tan buenos como parecen. Hay que ver cómo tratan á los que están debajo de ellos. Puede que se hagan los simples sin serlo, y cuando sonríen al recibir una patada, dicen para sus adentros: «Espera que llegue la mía, y te devolveré tres.»

Luego pareció arrepentirse de sus palabras.

–De todos modos, este Karl es un pobre mozo, un infeliz, que apenas digo yo algo, abre la boca como si fuese á tragar moscas. El asegura que es de gran familia, pero ¡vaya usted á saber de estos gringos!… Todos los muertos de hambre, al venir á América, la echamos de hijos de príncipes.

A éste lo había tuteado Madariaga desde el primer instante, no por agradecimiento, como á Desnoyers, sino para hacerle sentir su inferioridad. Lo había introducido igualmente en su casa, pero únicamente para que diese lecciones de piano á la hija menor. «La romántica» ya no se colocaba al atardecer en la puerta contemplando el sol poniente. Karl, una vez terminado su trabajo en la Administración, venía á la casa del estanciero, sentándose al lado de Elena, que tecleaba con una tenacidad digna de mejor suerte. A última hora, el alemán, acompañándose en el piano, cantaba fragmentos de Wágner, que hacían dormitar á Madariaga en un sillón con el fuerte cigarro paraguayo adherido á los labios.

Elena contemplaba mientras tanto con creciente interés al gringo cantor. No era el caballero de los ensueños esperado por la dama blanca. Era casi un sirviente, un inmigrante rubio tirando á rojo, carnudo, algo pesado y con ojos bovinos que reflejaban un eterno miedo á desagradar á sus jefes. Pero, día por día, iba encontrando en él algo que modificaba sus primeras impresiones: la blancura femenil de Karl más allá de la cara y las manos tostadas por el sol; la creciente marcialidad de sus bigotes; la soltura con que montaba á caballo; su aire trovadoresco al entonar con una voz de tenor algo sorda romanzas voluptuosas con palabras que ella no podía entender.

Una noche, á la hora de la cena, no pudo contenerse, y habló con la vehemencia febril del que ha hecho un gran descubrimiento:

–Papá: Karl es noble. Pertenece á una gran familia.

El estanciero hizo un gesto de indiferencia. Otras cosas le preocupaban en aquellos días. Pero durante la velada sintió la necesidad de descargar en alguien la cólera interna que le venía royendo desde su último viaje á Buenos Aires, é interrumpió al cantor.

–Oye, gringo: ¿qué es eso de tu nobleza y demás macanas que le has contado á la niña?

Karl abandonó el piano para erguirse y responder. Bajo la influencia del canto reciente, había en su actitud algo que recordaba á Lohengrin en el momento de revelar el secreto de su vida. Su padre había sido el general von Hartrott, uno de los caudillos secundarios de la guerra del 70. El emperador lo había recompensado ennobleciéndolo. Uno de sus tíos era consejero íntimo del rey de Prusia. Sus hermanos mayores figuraban en la oficialidad de los regimientos privilegiados. El había arrastrado sable como teniente.

Madariaga le interrumpió, fatigado de tanta grandeza. «Mentiras… macanas… aire.» ¡Hablarle á él de noblezas de gringos!… Había salido muy joven de Europa para sumirse en las revueltas democracias de América, y aunque la nobleza le parecía algo anacrónico é incomprensible, se imaginaba que la única auténtica y respetable era la de su país. A los gringos les concedía el primer lugar para la invención de máquinas, para los barcos, para la cría de animales de precio, pero todos los condes y marqueses de la gringuería le parecían falsificados.

–Todo farsas—volvió á repetir—. Ni en tu país hay nobleza, ni tenéis todos juntos cinco pesos. Si los tuvierais, no vendríais aquí á comer ni enviaríais las mujeres que enviáis, que son… tú sabes lo que son tan bien como yo.

Con asombro de Desnoyers, el alemán acogió esta rociada humildemente, asintiendo con movimientos de cabeza á las últimas palabras del patrón.

–Si fuesen verdad—continuó Madariaga implacablemente—todas esas macanas de títulos, sables y uniformes, ¿por qué has venido aquí? ¿Qué diablos has hecho en tu tierra para tener que marcharte?

Ahora Karl bajó la frente, confuso y balbuceando. «Papá… papá», suplicó Elena. ¡Pobrecito! ¡Cómo le humillaban porque era pobre!… Y sintió un hondo agradecimiento hacia su cuñado al ver que rompía su mutismo para defender al alemán.

–¡Pero si yo aprecio á este mozo!—dijo Madariaga excusándose—. Son los de su tierra los que me dan rabia.

Cuando, pasados algunos días, hizo Desnoyers un viaje á Buenos Aires, se explicó la cólera del viejo. Durante varios meses había sido el protector de una tiple de origen alemán olvidada en América por una compañía de opereta italiana. Ella le recomendó á Karl, compatriota desgraciado que, luego de rodar por varias naciones de América y ejercer diversos oficios, vivía al lado suyo en clase de caballero cantor. Madariaga había gastado alegremente muchos miles de pesos. Un entusiasmo juvenil le acompañó en esta nueva existencia de placeres urbanos, hasta que, al descubrir la segunda vida que llevaba la alemana en sus ausencias y cómo reía de él con los parásitos de su séquito, montó en cólera, despidiéndose para siempre, con acompañamiento de golpes y fractura de muebles.

¡La última aventura de su historia!… Desnoyers adivinó esta voluntad de renunciamiento al oir que por primera vez confesaba sus años. No pensaba volver á la capital. ¡Todo mentira! La existencia en el campo, rodeado de la familia y haciendo mucho bien á los pobres, era lo único cierto. Y el terrible centauro se expresaba con una ternura idílica, con una firme virtud de sesenta y cinco años, insensibles ya á la tentación.

Después de su escena con Karl, había aumentado el sueldo de éste, apelando como siempre á la generosidad para reparar sus violencias. Lo que no podía olvidar era lo de su nobleza, que le daba motivo para nuevas bromas. Aquel relato glorioso había traído á su memoria los árboles genealógicos de los reproductores de la estancia. El alemán era un pedigrée, y con este apodo le designó en adelante.

Sentado, en las noches veraniegas, bajo un cobertizo de la casa, se extasiaba patriarcalmente contemplando á su familia en torno de él. La calma nocturna se iba poblando de zumbidos de insectos y cloqueos de ranas. De los lejanos ranchos venían los cantares de los peones que preparaban su cena. Era la época de la siega, y grandes bandas de emigrantes se alojaban en la estancia para el trabajo extraordinario.

Madariaga había conocido días tristes de guerras y violencias. Se acordaba de los últimos años de la tiranía de Rosas, presenciados por él al llegar al país. Enumeraba las diversas revoluciones nacionales y provinciales en las que había tomado parte, por no ser menos que sus vecinos, y á las que designaba con el título de «puebladas». Pero todo esto había desaparecido y no volvería á repetirse. Los tiempos eran de paz, de trabajo y abundancia.

–Fíjate, gabacho—decía, espantando con los chorros de humo de su cigarro á los mosquitos que volteaban en torno de él—. Yo soy español, tú francés, Karl es alemán, mis niñas argentinas, el cocinero ruso, su ayudante griego, el peón de cuadra inglés, las chinas de la cocina, unas son del país, otras gallegas ó italianas, y entre los peones los hay de todas castas y leyes… ¡Y todos vivimos en paz! En Europa tal vez nos habríamos golpeado á estas horas; pero aquí todos amigos.

Y se deleitaba escuchando las músicas de los trabajadores: lamentos de canciones italianas con acompañamiento de acordeón, guitarreos españoles y criollos apoyando á unas voces bravías que cantaban el amor y la muerte.

–Esto es el arca de Noé—afirmó el estanciero.

Quería decir la torre de Babel, según pensó Desnoyers, pero para el viejo era lo mismo.

–Yo creo—continuó—que vivimos así porque en esta parte del mundo no hay reyes y los ejércitos son pocos, y los hombres sólo piensan en pasarlo lo mejor posible gracias á su trabajo. Pero también creo que vivimos en paz porque hay abundancia y á todos les llega su parte… ¡La que se armaría si las raciones fuesen menos que las personas!

Volvió á quedar en reflexivo silencio, para añadir poco después:

–Sea por lo que sea, hay que reconocer que aquí se vive más tranquilo que en el otro mundo. Los hombres se aprecían por lo que valen y se juntan sin pensar en si proceden de una tierra ó de otra. Los mozos no van en rebaño á matar á otros mozos que no conocen, y cuyo delito es haber nacido en el pueblo de enfrente… El hombre es una mala bestia en todas partes, lo reconozco; pero aquí come, tiene tierra de sobra para tenderse, y es bueno, con la bondad de un perro harto. Allá son demasiados, viven en montón, estorbándose unos á otros, la pitanza es escasa y se vuelven rabiosos con facilidad. ¡Viva la paz, gabacho, y la existencia tranquila! Donde uno se encuentre bien y no corra el peligro de que lo maten por cosas que no entiende, allí está su verdadera tierra.

Y como un eco de las reflexiones del rústico personaje, Karl, sentado en el salón ante el piano, entonaba á media voz un himno de Beethoven. «Cantemos la alegría de la vida; cantemos la libertad. Nunca mientas y traiciones á tu semejante, aunque te ofrezcan por ello el mayor trono de la tierra.»

¡La paz!… A los pocos días se acordó Desnoyers con amargura de estas ilusiones del viejo. Fué la guerra, una guerra doméstica, lo que estalló en el idílico escenario de la estancia. «Patroncito, corra, que el patrón viejo ha pelado cuchillo y quiere matar al alemán.» Y Desnoyers había corrido fuera de su escritorio, avisado por las voces de un peón. Madariaga perseguía cuchillo en mano á Karl, atropellando á todos los que intentaban cerrarle el paso. Únicamente él pudo detenerlo, arrebatándole el arma.

–¡Ese pedigrée sinvergüenza!—vociferaba el viejo con la boca lívida, agitándose entre los brazos de su yerno—. Todos los muertos de hambre creen que no hay mas que llegar á esta casa para llevarse mis hijas y mis pesos… ¡Suéltame te digo! ¡Suéltame para que lo mate!

Y con el deseo de verse libre, daba sus excusas á Desnoyers. A él lo había aceptado como yerno porque era de su gusto, modesto, honrado y… serio. ¡Pero ese pedigrée cantor, con todas sus soberbias!… ¡Un hombre que él había sacado… no quería decir de dónde! Y el francés, tan enterado como él de sus primeras relaciones con Karl, fingió no entenderle.

Como el alemán había huído, el estanciero acabó por dejarse empujar hasta su casa. Hablaba de dar una paliza á «la romántica» y otra á la china, por no enterarse de las cosas. Había sorprendido á su hija agarrada de las manos con el gringo en un bosquecillo cercano y cambiando un beso.

–¡Viene por mis pesos!—aullaba—. Quiere hacer la América pronto á costa del gallego, y para esto, tanta humildad y tanto canto y tanta nobleza. ¡Embustero!… ¡Músico!

Y repitió con insistencia lo de «¡músico!», como si fuese la concreción de todos sus desprecios.

Desnoyers, firme y sobrio en palabras, dió un desenlace al conflicto. «La romántica», abrazada á su madre, se refugió en los altos de la casa. El cuñado había protegido su retirada, pero á pesar de esto, la sensible Elena gimió entre lágrimas pensando en el alemán: «¡Pobrecito! ¡Todos contra él!» Mientras tanto, la esposa de Desnoyers retenía al padre en su despacho, apelando á toda su influencia de hija juiciosa. El francés fué en busca de Karl, mal repuesto aún de la terrible sorpresa, y le dió un caballo para que se trasladase inmediatamente á la estación de ferrocarril más próxima.

Se alejó de la estancia, pero no permaneció solo mucho tiempo. Transcurridos unos días, «la romántica» se marchó detrás de él… Iseo «la de las blancas manos» fué en busca del caballero Tristán.

La desesperación de Madariaga no se mostró violenta y atronadora, como esperaba su yerno. Por primera vez le vió éste llorar. Su vejez robusta y alegre desapareció de golpe. En una hora parecía haber vivido diez años. Como un niño, arrugado y trémulo, se abrazó á Desnoyers, mojándole el cuello con sus lágrimas.

–¡Se la ha llevado! ¡El hijo de una gran pulga… se la ha llevado!

Esta vez no hizo pesar la responsabilidad sobre su china. Lloró junto á ella, y como si pretendiese consolarla con una confesión pública, dijo repetidas veces:

–Por mis pecados… Todo ha sido por mis grandísimos pecados.

Empezó para Desnoyers una época de dificultades y conflictos. Los fugitivos le buscaron en una de sus visitas á la capital, implorando su protección. «La romántica» lloraba, afirmando que sólo su cuñado, «el hombre más caballero del mundo», podía salvarla. Karl le miró como un perro fiel que se confía á su amo. Estas entrevistas se repitieron en todos sus viajes. Luego, al volver á la estancia, encontraba al viejo malhumorado, silencioso, mirando con fijeza ante él, como si contemplase algo invisible para los demás, y diciendo de pronto: «Es un castigo: el castigo de mis pecados.» El recuerdo de sus primeras relaciones con el alemán, antes de llevarlo á la estancia, le atormentaba como un remordimiento. Algunas tardes hacía ensillar un caballo, partiendo á todo galope hacia el pueblo más próximo. Ya no iba en busca de ranchos hospitalarios. Necesitaba pasar un rato en la iglesia, hablar á solas con las imágenes, que estaban allí sólo para él, ya que era él quien había pagado las facturas de adquisición… «Por mi culpa, por mi grandísima culpa.»

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