Читать бесплатно книгу «Los cuatro jinetes del apocalipsis» Висенте Бласко-Ибаньеса полностью онлайн — MyBook
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Pero á pesar de su arrepentimiento, Desnoyers tuvo que esforzarse mucho para obtener de él un arreglo. Cuando le habló de regularizar la situación de los fugitivos, facilitando los trámites necesarios para el matrimonio, no le dejó continuar. «Haz lo que quieras, pero no me hables de ellos.» Pasaron muchos meses. Un día, el francés se acercó con cierto misterio. «Elena tiene un hijo, y le llaman Julio como á usted.»

–Y tú, grandísimo inútil—gritó el estanciero—, y la vaca floja de tu mujer vivís tranquilamente, sin darme un nieto… ¡Ah, gabacho! Por eso los alemanes acabarán montándose sobre vosotros. Ya ves: ese bandido tiene un hijo, y tú, después de cuatro años de matrimonio… nada. Necesito un nieto, ¿lo entiendes?

Y para consolarse de esta falta de niños en su hogar, se iba al rancho del capataz Celedonio, donde una banda de pequeños mestizos se agrupaban, temerosos y esperanzados, en torno del patrón viejo.

De pronto murió la china. La pobre Misiá Petrona se fué discretamente, como había vivido, procurando en su última hora evitar toda contrariedad al esposo, pidiéndole perdón con la mirada por las molestias que podía causarle su muerte. Elena se presentó en la estancia para ver el cadáver de su madre, y Desnoyers, que llevaba más de un año sosteniendo á los fugitivos á espaldas del suegro, aprovechó la ocasión para vencer el enojo de éste.

–La perdono—dijo el estanciero después de una larga resistencia—. Lo hago por la pobre finada y por ti. Que se quede en la estancia y que venga con ella el gringo sinvergüenza.

Nada de trato. El alemán sería un empleado á las órdenes de Desnoyers, y la pareja viviría en el edificio de la Administración, como si no perteneciese á la familia. Jamás dirigiría la palabra á Karl.

Pero apenas lo vió llegar, le habló para tratarle de «usted», dándole órdenes rudamente, lo mismo que á un extraño. Después pasó siempre junto á él como si no lo conociese. Al encontrar en su casa á Elena acompañando á la hermana mayor, también seguía adelante. En vano «la romántica», transfigurada por la maternidad, aprovechaba todas las ocasiones para colocar delante de él á su pequeño y repetía sonoramente su nombre: «Julio… Julio.»

–Un hijo del gringo cantor, blanco como cabrito desollado y con pelo de zanahoria, quieren que sea nieto mío… Prefiero á los de Celedonio.

Y para mayor protesta, entraba en la vivienda del capataz, repartiendo á la chiquillería puñados de pesos.

A los siete años de efectuado su matrimonio, la esposa de Desnoyers sintió que iba á ser madre. Su hermana tenía ya tres hijos. Pero ¿qué valían éstos para Madariaga, comparados con el nieto que iba á llegar? «Será varón—dijo con firmeza—, porque yo lo necesito así. Se llamará Julio, y quiero que se parezca á mi pobre finada.» Desde la muerte de su esposa, que ya no la llamaba «la china», sintió algo semejante á un amor póstumo por aquella pobre mujer que tanto le había aguantado durante su existencia, siempre tímida y silenciosa. «Mi pobre finada» surgía á cada instante en las conversaciones del estanciero, con la obsesión de un remordimiento.

Sus deseos se cumplieron. Luisa dió á luz un varón, que recibió el nombre de Julio, y aunque no mostraba en sus rasgos fisonómicos, todavía abocetados, una gran semejanza con su abuela, tenía el cabello y los ojos negros y la tez de un moreno pálido. ¡Bien venido!… Este era un nieto.

Y con la generosidad de la alegría, permitió que el alemán entrase en su casa para asistir á la fiesta del bautizo.

Cuando Julio Desnoyers tuvo cuatro años, el abuelo lo paseó á caballo por toda la estancia, colocándolo en el delantero de la silla. Iba de rancho en rancho para mostrarlo al populacho cobrizo, como un anciano monarca que presenta á su heredero. Más adelante, cuando el nieto pudo hablar sueltamente, se entretuvo conversando con él horas enteras á la sombra de los eucaliptos. Empezaba á marcarse en el viejo cierta decadencia mental. Aún no chocheaba, pero su agresividad iba tomando un carácter pueril. Hasta en las mayores expansiones de cariño se valía de la contradicción, buscando molestar á sus allegados.

–¡Ven aquí, profeta falso!—decía á su nieto—. Tú eres un gabacho.

Julio protestaba como si le insultasen. Su madre le había enseñado que era argentino, y su padre le recomendaba que añadiese español, para dar gusto al abuelo.

–Bueno; pues si no eres gabacho—continuaba el estanciero—, grita: «¡Abajo Napoleón!»

Y miraba en torno de él para ver si estaba cerca Desnoyers, creyendo causarle con esto una gran molestia. Pero el yerno seguía adelante, encogiéndose de hombros.

–¡Abajo Napoleón!—decía Julio.

Y presentaba la mano inmediatamente, mientras el abuelo buscaba sus bolsillos.

Los hijos de Karl, que ya eran cuatro, y se movían en torno del abuelo como un coro humilde mantenido á distancia, contemplaban con envidia estas dádivas. Para agradarle, un día en que le vieron solo se acercaron resueltamente, gritando al unísono: «¡Abajo Napoleón!»

–¡Gringos atrevidos!—bramó el viejo—. Eso se lo habrá enseñado á ustedes el sinvergüenza de su padre. Si lo vuelven á repetir, los corro á rebencazos… ¡Insultar así á un grande hombre!

Esta descendencia rubia la toleraba, pero sin permitirle ninguna intimidad. Desnoyers y su esposa tomaban la defensa de sus sobrinos, tachándole de injusto. Y para desahogar los comentarios de su antipatía buscaba á Celedonio, el mejor de los oyentes, pues contestaba á todo: «Sí, patrón.» «Así será, patrón.»

–Ellos no tienen culpa alguna—decía el viejo—, pero yo no puedo quererlos. Además, ¡tan semejantes á su padre, tan blancos, con el pelo de zanahoria deshilachada, y los dos mayores llevando anteojos lo mismo que si fuesen escribanos!… No parecen gentes con esos vidrios: parecen tiburones.

Madariaga no había visto nunca tiburones, pero se los imaginaba, sin saber por qué, con unos ojos redondos de vidrio, como fondos de botella.

A la edad de ocho años, Julio era un jinete. «¡A caballo peoncito!», ordenaba el abuelo. Y salían á galope por los campos, pasando como centellas entre los millares y millares de reses cornudas. El «peoncito», orgulloso de su título, obedecía en todo al maestro. Y así aprendió á tirar el lazo á los toros, dejándolos aprisionados y vencidos, á hacer saltar las vallas de alambre á su pequeño caballo, á salvar de un bote un hoyo profundo, á deslizarse por las barrancas, no sin rodar muchas veces debajo de su montura.

–¡Ah, gaucho fino!—decía el abuelo, orgulloso de estas hazañas—. Toma cinco pesos para que le regales un pañuelo á una china.

El viejo, en su creciente embrollamiento mental, no se daba cuenta exacta de la relación entre las pasiones y los años. Y el infantil jinete, al guardarse el dinero, se preguntaba qué china era aquella y por qué razón debía hacerle un regalo.

Desnoyers tuvo que arrancar á su hijo de las enseñanzas del abuelo. Era inútil que hiciese venir maestros para Julio ó que intentase enviarlo á la escuela de la estancia. Madariaga raptaba á su nieto, escapándose juntos á correr el campo. El padre acabó por instalar al niño en un gran colegio de la capital cuando ya había pasado de los once años. Entonces, el viejo fijó su atención en la hermana de Julio, que sólo tenía tres años, llevándola, como al otro, de rancho en rancho sobre el delantero de su montura. Todos llamaban Chichí á la hija de Chicha, pero el abuelo le dió el título de «peoncito», como á su hermano. Y Chichí, que se criaba vigorosa y rústica, desayunándose con carne y hablando en sueños del asado, siguió fácilmente las aficiones del viejo. Iba vestida como un muchacho, montaba lo mismo que los hombres, y para merecer el título de «gaucho fino» conferido por el abuelo, llevaba un cuchillo en la trasera del cinturón. Los dos corrían el campo de sol á sol. Madariaga parecía seguir como una bandera la trenza ondulante de la amazona. Esta, á los nueve años, echaba ya con habilidad su lazo á las reses.

Lo que más irritaba al estanciero era que la familia le recordase su vejez. Los consejos de Desnoyers para que permaneciese tranquilo en casa los acogía como insultos. Así como avanzaba en años, era más agresivo y temerario, extremando su actividad, como si con ella quisiera espantar á la muerte. Sólo admitía ayuda de su travieso «peoncito». Cuando al ir á montar acudían los hijos de Karl, que eran ya unos grandullones, para tenerle el estribo, los repelía con bufidos de indignación.

–¿Creen ustedes que ya no puedo sostenerme?… Aún tengo vida para rato, y los que aguardan que muera para agarrar mis pesos se llevan chasco.

El alemán y su esposa, mantenidos aparte en la vida de la estancia, tenían que sufrir en silencio estas alusiones. Karl, necesitado de protección, vivía á la sombra del francés, aprovechando toda oportunidad para abrumarle con sus elogios. Jamás podría agradecer bastante lo que hacía por él. Era su único defensor. Deseaba una ocasión para mostrarle su gratitud: morir por él, si era preciso. La esposa admiraba á su cuñado con grandes extremos de entusiasmo: «El caballero más cumplido de la tierra.» Y Desnoyers agradecía en silencio esta adhesión, reconociendo que el alemán era un excelente compañero. Como disponía en absoluto de la fortuna de la familia, ayudaba generosamente á Karl sin que el viejo se enterase. El fué quien tomó la iniciativa para que pudiesen realizar la mayor de sus ilusiones. El alemán soñaba con una visita á su país. ¡Tantos años en América!… Desnoyers, por lo mismo que no sentía deseos de volver á Europa, quiso facilitar este anhelo de sus cuñados, y dió á Karl los medios para que hiciese el viaje con toda su familia. El viejo no quiso saber quién costeaba los gastos. «Que se vayan—dijo con alegría—y que no vuelvan nunca.»

La ausencia no fué larga. Gastaron en tres meses lo que llevaban para un año. Karl, que había hecho saber á sus parientes la gran fortuna que significaba su matrimonio, quiso presentarse como un millonario, en pleno goce de sus riquezas. Elena volvió transfigurada, hablando con orgullo de sus parientes: del barón, coronel de húsares, del comandante de la Guardia, del consejero de la corte, declarando que todos los pueblos resultaban despreciables al lado de la patria de su esposo. Hasta tomó cierto aire de protección al alabar á Desnoyers, un hombre bueno, ciertamente, pero «sin nacimiento», «sin raza», y además francés. Karl, en cambio, manifestaba la misma adhesión de antes, permaneciendo en sumisa modestia detrás de su cuñado. Este tenía las llaves de la caja y era su única defensa ante el terrible viejo… Había dejado sus dos hijos mayores en un colegio de Alemania. Años después, fueron saliendo con igual destino los otros nietos del estanciero, que éste consideraba antipáticos é inoportunos, «con pelos de zanahoria y ojos de tiburón».

El viejo se veía ahora solo. Le habían arrebatado su segundo «peoncito». La severa Chicha no podía tolerar que su hija se criase como un muchacho, cabalgando á todas horas y repitiendo las palabras gruesas del abuelo. Estaba en un colegio de la capital, y las monjas educadoras tenían que batallar grandemente para vencer las rebeliones y malicias de su bravía alumna.

Al volver á la estancia Julio y Chichí durante las vacaciones, el abuelo concentraba su predilección en el primero, como si la niña sólo hubiese sido un sustituto. Desnoyers se quejaba de la conducta un tanto desordenada de su hijo. Ya no estaba en el colegio. Su vida era la de un estudiante de familia rica que remedia la parsimonia de sus padres con toda clase de préstamos imprudentes. Pero Madariaga salía en defensa de su nieto. «¡Ah, gaucho fino!…» Al verlo en la estancia, admiraba su gentileza de buen mozo. Le tentaba los brazos para convencerse de su fuerza; le hacía relatar sus peleas nocturnas, como valeroso campeón de una de las bandas de muchachos licenciosos, llamados patotas en el argot de la capital. Sentía deseos de ir á Buenos Aires para admirar de cerca esta vida alegre. Pero ¡ay! él no tenía diez y seis años como su nieto. Ya había pasado de los ochenta.

–¡Ven acá, profeta falso! Cuéntame cuántos hijos tienes… ¡Porque tú debes tener muchos hijos!

–¡Papá!—protestaba Chicha, que siempre andaba cerca, temiendo las malas enseñanzas del abuelo.

–¡Déjate de moler!—gritaba éste, irritado—. Yo sé lo que me digo.

La paternidad figuraba inevitablemente en todas sus fantasías amorosas. Estaba casi ciego, y el agonizar de sus ojos iba acompañado de un creciente desarreglo mental. Su locura senil tomaba un carácter lúbrico, expresándose con un lenguaje que escandalizaba ó hacía reir á todos los de la estancia.

–¡Ah, ladrón, y qué lindo eres!—decía mirando al nieto con sus ojos que sólo veían pálidas sombras—. El vivo retrato de mi pobre finada… Diviértete, que tu abuelo está aquí con sus pesos. Si sólo hubieses de contar con lo que te regale tu padre, vivirías como un ermitaño. El gabacho es de los de puño duro: con él no hay farra posible. Pero yo pienso en ti, peoncito. Gasta y triunfa, que para eso tu tatica ha juntado plata.

Cuando los nietos se marchaban de la estancia, entretenía su soledad yendo de rancho en rancho. Una mestiza ya madura hacía hervir en el fogón el agua para su mate. El viejo pensaba confusamente que bien podía ser hija suya. Otra de quince años le ofrecía la calabacita de amargo líquido, con su canuto de plata para sorber. Una nieta tal vez, aunque él no estaba seguro. Y así pasaba las tardes, inmóvil y silencioso, tomando mate tras mate, rodeado de familias que le contemplaban con admiración y miedo.

Cada vez que subía á caballo para estas correrías, su hija mayor protestaba. «¡A los ochenta y cuatro años! ¿No era mejor que se quedase tranquilamente en casa? Cualquier día iban á lamentar una desgracia…» Y la desgracia vino. El caballo del patrón volvió un anochecer con paso tardo y sin jinete. El viejo había rodado en una cuesta, y cuando lo recogieron estaba muerto… Así terminó el centauro, como había vivido siempre, con el rebenque colgando de la muñeca y las piernas arqueadas por la curva de la montura.

Su testamento lo guardaba un escribano español de Buenos Aires casi tan viejo como él. La familia sintió miedo al contemplar el voluminoso documento. ¿Qué disposiciones terribles habría dictado Madariaga? La lectura de la primera parte tranquilizó á Karl y Elena. El viejo mejoraba considerablemente á la esposa de Desnoyers; pero aun así, quedaba una parte enorme para «la romántica» y los suyos. «Hago esto—decía—en memoria de mi pobre finada y para que no hablen las gentes.» Venían á continuación ochenta y seis legados, que formaban otros tantos capítulos del volumen testamentario. Ochenta y cinco individuos subidos de color—hombres y mujeres—, que vivían en la estancia largos años como puesteros y arrendatarios, recibían la última munificencia paternal del viejo. Al frente de ellos figuraba Celedonio, que en vida de Madariaga se había enriquecido ya sin otro trabajo que escucharle, repitiendo: «Así será, patrón.» Más de un millón de pesos representaban estas mandas en tierras y reses. El que completaba el número de los beneficiados era Julio Desnoyers. El abuelo hacía mención especial de él, legándole un campo «para que atendiera á sus gastos particulares, supliendo lo que no le diese su padre».

–¡Pero eso representa centenares de miles de pesos!—protestó Karl, que se había hecho más exigente al convencerse de que su esposa no estaba olvidada en el testamento.

Los días que siguieron á esta lectura resultaron penosos para la familia. Elena y los suyos miraban al otro grupo como si acabasen de despertar, contemplándolo bajo una nueva luz, con aspecto distinto. Olvidaban lo que iban á recibir, para ver únicamente las mejoras de los parientes.

Desnoyers, benévolo y conciliador, tenía un plan. Experto en la administración de estos bienes enormes, sabía que un reparto entre los herederos iba á duplicar los gastos sin aumentar los productos. Calculaba además las complicaciones y desembolsos de una partición judicial de nueve estancias considerables, centenares de miles de reses, depósitos en los Bancos, casas en las ciudades y deudas por cobrar. ¿No era mejor seguir como hasta entonces?… ¿No habían vivido en la santa paz de una familia unida?…

El alemán, al escuchar su proposición, se irguió con orgullo. No; cada uno á lo suyo. Cada cual que viviese en su esfera. El quería establecerse en Europa, disponiendo libremente de los bienes. Necesitaba volver á «su mundo».

Desnoyers le miró frente á frente, viendo á un Karl desconocido, un Karl cuya existencia no había sospechado nunca cuando vivía bajo su protección, tímido y servil. También el francés creyó contemplar lo que le rodeaba bajo una nueva luz.

–Está bien—dijo—. Cada uno que se lleve lo suyo. Me parece justo.

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