Читать книгу «La muerte y un perro» онлайн полностью📖 — Фионы Грейс — MyBook.

–Tendré que comprobar lo ocupada que estoy con la tienda —respondió evasiva—. La subasta lleva más trabajo del que esperaba.

–Claro —dijo Tom, que no parecía para nada haber leído entre líneas. Pillar las sutilezas y el subtexto no era uno de los puntos fuertes de Tom, y esa era otra de las cosas que le gustaban de él. Se tomaba todo lo que ella decía al pie de la letra. A diferencia de su madre y su hermana, que la observaban con lupa y analizaban cada palabra que decía, con Tom no había comentarios ni críticas. Era lo que aparentaba.

Justo entonces, repicó la campanita que había encima de la puerta de la pastelería, y Tom echó un vistazo por encima del hombro de Lacey. Ella observó cómo la expresión de él se convertía en una mueca antes de volverla a mirar a los ojos.

–Fantástico —murmuró entre dientes—. Ya pensaba en cuándo me tocaría que vinieran a visitarme Tararí y Tarará. Me tendrás que disculpar.

Se levantó y rodeó el mostrador para salir de detrás de él.

Curiosa por ver quién podía provocar una reacción tan visceral en Tom —un hombre que era notoriamente fácil de tratar y agradable—, Lacey giró en su taburete.

Los clientes que habían entrado en la pastelería eran un hombre y una mujer, y parecía que habían salido del plató de Dallas. El hombre llevaba un traje de color azul cielo con un sombrero de vaquero. La mujer —mucho más joven, observó Lacey irónicamente, pues esta parecía ser la preferencia de la mayoría de hombres de mediana edad— llevaba un dos piezas de color rosa fucsia, tan chillón que bastaba para provocarle dolor de cabeza a Lacey, y que no combinaba en absoluto con su pelo amarillo a lo Dolly Parton.

–Nos gustaría probar algunas muestras —ladró el hombre. Era americano y su brusquedad parecía muy fuera de lugar en la pequeña y pintoresca pastelería de Tom.

«Por Dios, espero no sonarle así a Tom», pensó Lacey un poco tímida.

–Por supuesto —respondió Tom educadamente, su acento británico parecía haberse identificado en respuesta—. ¿Qué les gustaría probar? Tenemos pastas y…

–Puaj, Buck, no —le dijo la mujer a su marido, tirándole del brazo del que lo tenía agarrado—. Ya sabes que me hincho con el trigo. Pídele otra cosa diferente.

Lacey no pudo evitar levantar una ceja ante aquella extraña pareja. ¿La mujer era incapaz de hacer sus propias preguntas?

–¿Tienes chocolate? —el hombre, al que ella se había referido como Buck, preguntó. o, más bien exigió, puesto que su tono era muy grosero.

–Así es —dijo Tom, manteniendo la calma como podía ante Bocachancla y la lapa de su mujer.

Les mostró su vitrina de bombones e hizo un gesto con la mano. Buck cogió uno con su puño seboso y se lo metió directo en la boca.

Casi de inmediato, lo escupió. El montoncito pegajoso y medio masticado salpicó en el suelo.

Chester, que había estado muy tranquilo a los pies de Lacey, saltó de repente y se lanzó a por él.

–Chester. No —le advirtió Lacey, con la voz firme y autoritaria que él sabía perfectamente bien que debía obedecer—. Veneno.

El perro pastor inglés la miró a ella y, a continuación, miró con pena el bombón antes de volver a su posición a los pies de ella con la expresión de un niño al que han reñido.

–¡Ugh, Buck, hay un perro aquí! —gimió la mujer rubia—. Esto es muy poco higiénico.

–La higiene es el menor de sus problemas —se mofó Buck, mirando a Tom, el cual ahora tenía una expresión ligeramente mortificada—. ¡Tu chocolate sabe a basura!

–El chocolate americano y el chocolate inglés son diferentes —dijo Lacey, que sentía la necesidad de intervenir en defensa de Tom.

–¡No me digas! —respondió Buck—. ¡Esto sabe a mierda! ¿Y la reina come esta porquería? Necesita cosas buenas importadas de América, si queréis saber mi opinión.

De alguna manera, Tom consiguió mantener la calma, aunque Lacey ya echaba suficiente humo por los dos.

Aquel hombre tan bruto y la tonta desgraciada que tenía por esposa se dieron la vuelta rápido y salieron de la tienda, y Tom fue a buscar un trapo para limpiar la suciedad del chocolate escupido que habían dejado allí.

–Qué maleducados han sido —dijo Lacey incrédula, mientras Tom limpiaba.

–Se alojan en el B’n’B de Carol —explicó él, alzando la vista hacia ella desde su posición apoyado en rodillas y manos, mientras pasaba el trapo en círculos por las baldosas—. Me dijo que son horribles. El hombre, Buck, devuelve toda la comida que pide a la cocina. Eso sí, después de haberse comido la mitad. La mujer no para de quejarse de que los champús y los jabones le provocan sarpullidos, pero cada vez que Carol le suministra algo nuevo, los originales han desaparecido misteriosamente.

–Bah —dijo Lacey, metiéndose el último trocito de cruasán en la boca—. En ese caso, debería sentirme afortunada. Dudo que tengan algún interés en las antigüedades.

Tom dio una palmadita sobre el mostrador.

–Toca madera, Lacey. No quieras atraer la mala suerte.

Lacey estaba a punto de decir que no creía en esa superstición, pero entonces pensó en el anciano y la bailarina de antes, y decidió que era mejor no tentar a la suerte. Dio una palmadita al mostrador.

–Ya está. La mala suerte se ha roto oficialmente. Ahora, más vale que me vaya. Aún me quedan montones de cosas para tasar antes de la subasta de mañana.

La campanita de encima de la puerta tintineó y, cuando Lacey miró hacia allí, vio un grupo grande de niñas que entraban como un rayo. Llevaban vestidos de fiesta y sombreros. Entre ellos, una niña rubia pequeña y gordita vestida de princesa, que llevaba un globo de helio, gritaba a nadie en particular:

–¡Es mi cumpleaños!

Lacey se giró hacia Tom con una sonrisita en los labios.

–Parece que se te avecina trabajo.

Él parecía aturdido y más que un poco ansioso.

Lacey bajó del taburete con un saltito, le dio un besito en los labios a Tom y lo dejó a merced de un grupito de niñas de ocho años.

*

De vuelta en su tienda, Lacey se puso a tasar los últimos artículos de la marina para la subasta del día siguiente.

Estaba especialmente emocionada con un sextante que había conseguido del sitio más inverosímil de todos: una tienda de caridad. Solo había ido allí a comprar la consola de juegos retro que habían exhibido en el escaparate —algo que ella sabía que a su sobrino Frankie, obsesionado con los ordenadores, le encantaría— cuando lo vio. ¡Un sextante de principios del siglo diecinueve, con estuche de madera de caoba, mango de ébano y con doble marco! Estaba allí en la estantería, entre las novedades en tazas y unos cuantos modelos de osos de peluche monísimos hasta rabiar.

Lacey casi no podía creer lo que veía. A fin de cuentas, era una principiante en antigüedades. Un hallazgo así debía de haber sido una ilusión. Pero cuando se acercó deprisa a inspeccionarlo, en la parte inferior de su base grabadas las palabras «Bate, Poultry, Londres», lo cual le confirmó que tenía en sus manos un auténtico y raro Robert Brettell Bate!

Lacey llamó a Percy de inmediato, pues sabía que él era la única persona en el mundo que estaría tan emocionada como ella. Tenía razón. El hombre parecía como si hubieran llegado todas las navidades antes de tiempo.

–¿Qué vas a hacer con él? —preguntó—. Tendrás que celebrar una subasta. Un artículo raro como este no puede ponerse en eBay. Merece una ceremonia.

Mientras Lacey estaba sorprendida de que alguien de la edad de Percy supiera qué era eBay, su mente se había enganchado a la palabra subasta. ¿Lo podría hacer? ¿Celebrar otra tan seguida de la primera? Antes había tenido el valor de los muebles de una hacienda victoriana entera. No podía celebrara una subasta solo para este artículo. Además, le parecía inmoral comprar una antigüedad rara de una tienda de caridad, sabiendo su verdadero valor.

–Ya lo sé —dijo Lacey, cuando se le ocurrió una idea—. Usaré el sextante como cebo, como la principal atracción de una subasta general. Después, con las ganancias que haga con su venta, puedo volver a la tienda de caridad.

Esto solucionaría dos dilemas: la desagradable sensación de comprar algo por debajo de su verdadero valor en una tienda de caridad y qué hacer con él una vez lo tuviera.

Y así es cómo se había formado todo el plan. Lacey compró el sextante (y la consola, que se dejó con la emoción y casi se le olvida volverla a recoger), decidió el tema naval y, a continuación, se puso a trabajar para hacer la selección para la subasta e hizo correr la noticia.

El ruido de la campana de encima de la puerta sacó a Lacey de su ensimismamiento. Al alzar la vista, vio a su vecina Gina, de pelo canoso y ataviada con su chaqueta de punto, entrando tranquilamente acompañada por Boudicca, su border collie.

–¿Qué estás haciendo aquí? preguntó Lacey. Pensaba que habíamos quedado para comer.

–¡Así es! —respondió Gina, señalando al gran reloj de latón y hierro forjado que estaba colgado en la pared.

Lacey miró hacia allí. Junto con todo lo que había en el «rincón nórdico», el reloj estaba entre sus atractivos preferidos de la tienda. Era una antigüedad (evidentemente) y parecía que podría haber estado pegado a la fachada de un hospicio para pobres de la época victoriana.

–¡Oh! —exclamó Lacey, cuando por fin se dio cuenta de la hora—. Es la una y media. ¿Ya? El día me ha pasado volando.

Era la primera vez que las dos amigas habían planeado cerrar la tienda durante una hora y comer en condiciones. Y por «planear», lo que realmente sucedió es que Gina había atiborrado de vino a Lacey una noche y no dio su brazo a torcer hasta que esta cedió y aceptó. Era cierto que la mayoría de habitantes y visitantes de la ciudad de Wilfordshire pasaba la hora de comer en una cafetería o en un pub de todos modos, y que era muy improbable que el cierre de una hora afectara las ventas de Lacey, pero ahora que Lacey se había enterado de que era un lunes festivo a nivel nacional, empezaba a darle vueltas.

–Tal vez no sea una buena idea, después de todo —dijo Lacey.

Gina se llevó las manos a las caderas.

–¿Por qué? ¿Qué excusa se te ha ocurrido esta vez?

–Bueno, no me había dado cuenta de que hoy era un día festivo. Hay mucha más gente de la habitual por aquí.

–Mucha más gente, pero no muchos más clientes —dijo Gina—. Porque todos y cada uno de ellos estará sentado en un café, pub o bar en diez minutos, ¡igual que deberíamos estar nosotros! Vamos, Lacey. Ya hablamos de eso. ¡nadie compra antigüedades a la hora de comer!

–Pero ¿y si algunos son europeos? —dijo Lacey—. Ya sabes que en el continente lo hacen todo más tarde. Si cenan a las nueve o a las diez de la noche, entonces ¿a qué hora almuerzan? ¡Seguramente a la una no!

Gina la cogió por los hombros.

–Tienes razón. Pero, en cambio, pasan la hora del almuerzo haciendo la siesta. Si hay turistas europeos, durante la próxima hora estarán durmiendo. Para ponerlo en palabras que tú entiendas ¡«no comprando en una tienda de antigüedades»!

–Vale, está bien. Así que los europeos estarán durmiendo. Pero ¿y si vienen de bastante más lejos y sus relojes biológicos aún no están sincronizados, no tienen hambre para comer y les apetece comprar antigüedades?

Gina cruzó los brazos.

–Gina —dijo, en un tono maternal—. Necesitas un descanso. Vas a acabar agotada si pasas todos los minutos del día entre estas cuatro paredes, por muy ingeniosamente decorada que esté la tienda.

Lacey torció los labios. Después colocó el sextante sobre el mostrador y se dirigió hacia el taller.

–Tienes razón. ¿Qué daño puede hacer una hora en realidad?

Estas fueron unas palabras de las que Lacey pronto se arrepentiría.

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