Lacey estaba en medio de su trabajo de tasación cuando, al otro lado del escaparate, Taryn movió por fin su enorme furgoneta y se abrió la visión hacia la tienda de Tom al otro lado de las calles adoquinadas. Los banderines con tela de cuadros y temática de Pascua habían sido sustituidos por banderines con temática estival, y Tom había renovado su escaparate de macarrones para que ahora representara la escena de una isla tropical. Los macarrones de limón formaban la arena, rodeados por un mar de azules diferentes —turquesa (con sabor a algodón de azúcar), celeste (con sabor a chicle), azul oscuro (con sabor a arándano) y azul marino (con sabor a frambuesa azul). Unos montoncitos altos de macarrones de chocolate, macarrones de café y macarrones de cacahuete formaban la corteza de las palmeras, y las hojas se habían formado con mazapán; otro material elaborado a partir de alimentos que Tom trabajaba de forma muy diestra. La muestra del escaparate impresionante y ni que decir tiene que parecía deliciosa, y siempre atraía a una cantidad enorme de emocionados espectadores turistas.
Mirando a través del escaparate hacia el mostrador, Lacey veía a Tom tras él, que estaba ocupado deleitando a sus clientes con sus demostraciones teatralizadas.
Hundió la barbilla en el puño y soltó un suspiro evocador. Hasta el momento, las cosas iban de maravilla con Tom. Estaban «quedando», palabra que había elegido Tom y no ella, de manera oficial. Durante su discusión sobre cómo «definir la relación», Lacey había propuesto la razón de que era un término inadecuado e infantil para dos adultos creciditos que se aventuraban en un viaje romántico juntos, pero Tom remarcó que como ella no trabajaba para Merriam-Webster, en realidad no le tocaba decidir sobre terminología. Ella había cedido en este punto concreto, pero puso límites a las palabras «novia» y «novio». Todavía estaban por decidir los términos con los que se referirían el uno al otro y normalmente usaban «cariño» por defecto.
De repente, Tom la miró y la saludó con la mano. Lacey reaccionó de golpe, se le encendieron las mejillas al darse cuenta de que la había pillado mirándolo como una niña de instituto enamoradilla.
El saludó de Tom pasó a una señal para que entrara y, de golpe, Lacey se dio cuenta de la hora que era. Las once y diez. ¡La hora del té! ¡Y llegaba diez minutes tarde para su tentempié diario!
–Vamos, Chester —dijo rápidamente, mientras el pecho se le llenaba de emoción—. Es el momento de visitar a Tom.
Prácticamente salió corriendo de la tienda, no sin antes acordarse de girar el cartel de «Abierto» para que se leyera «Vuelvo en 10 minutos» y cerrar la puerta con llave. Después cruzó dando saltitos la calle adoquinada hacia la pastelería, el corazón le hacía pum-pum-pum a ritmo con sus saltitos y su emoción por ver a Tom iba en aumento.
Justo cuando Lacey llegó a la puerta de la pastelería, el grupo de veraneantes chinos a los que Tom había estado entreteniendo hacía unos instantes empezó a salir en masa. Todos llevaban cogida en la mano una bolsa de papel increíblemente grande llena hasta los topes de golosinas con olores deliciosos, mientras charlaban y soltaban risitas entre ellos. Lacey aguantó la puerta pacientemente, esperando a que salieran en fila y ellos inclinaban la cabeza educadamente para agradecérselo.
Cuando por fin el camino estuvo libre, Lacey entró.
–Hola, cariño —dijo Tom, una gran sonrisa iluminaba su hermosa cara de tonalidad dorada, haciendo que aparecieran unas líneas de la risa al lado de sus chispeantes ojos verdes.
–Ya veo que tus seguidores acaban de irse —bromeó Lacey mientras se acercaba al mostrador—. Y compraron montones de mercancía.
–Ya me conoces —respondió Tom, con un movimiento de cejas—. Soy el primer chef de pastelería del mundo con un club de fans.
Hoy parecía estar de un humor especialmente jovial, pensó Lacey, y no es que nunca pareciera otra cosa que alegre. Tom era una de esas personas que parecía ir sin preocupaciones por la vida impasible por las presiones habituales que nos quitan lo mejor de nosotros mismos. Esta era una de las cosas que Lacey adoraba de él. Era muy diferente a David, que se estresaba por las molestias más insignificantes.
Llegó al mostrador y Tom estiró los brazos para darle un beso por encima de él. Lacey se dejó perder en el instante, y no se apartó hasta que Chester empezó a mostrar su descontento con un gemido por ser ignorado.
–Lo siento, amigo —dijo Tom. Salió de detrás del mostrador y le ofreció una sorpresa de algarroba sin azúcar—. Aquí tienes. Tu favorito.
Chester cogió las sorpresas de la mano de Tom con un lamido, después soltó un largo suspiro de satisfacción y se tumbó en suelo para echar una cabezadita.
–Bueno, ¿qué té hay hoy en el menú? —preguntó Lacey, mientras cogía su taburete habitual del mostrador.
–Té de achicoria —dijo Tom.
Se fue hacia la cocina, que estaba al fondo.
–Nunca lo he probado —respondió Lacey en voz alta.
–No tiene cafeína —respondió Tom gritando por encima del ruido del grifo y los golpes de las puertas de los armarios—. Y si bebes mucho, tiene un ligero efecto laxante.
Lacey rio.
–Gracias por avisar —exclamó Lacey.
Sus palabras coincidieron con el tintineo y el repiqueteo de la porcelana, y el burbujeo de la tetera al hervir.
A continuación, Tom reapareció con una bandeja para el té. Encima había platos, tazas, platillos, un azucarero y una tetera de porcelana.
Colocó la bandeja entre ellos. Como toda la vajilla de Tom, los artículos no pegaban para nada entre ellos, lo único que los unía era la temática británica, como si hubiera conseguido cada uno de ellos del mercadillo de diferentes ancianas patrióticas. La taza de Lacey tenía una fotografía de la difunta Princesa Diana. Su plato tenía un fragmento de Beatrix Potter escrito en una delicada cursiva junto a una imagen de acuarela de la icónica pata de Aylesbury, Jemima, la pata del charco, con su sombreo y su chal. La tetera tenía forma de elefante indio con una decoración estridente, con las palabras «Piccadilly Circus» impresas en su silla de montar de color rojo brillante y oro. Naturalmente, su tronco hacía de pitorro.
Mientras el té se iba haciendo dentro de la tetera, Tom usó unas pinzas de plata para escoger unos cruasanes del mostrador, que colocó en unos bonitos platos floreados. Le acercó a Lacey el suyo, seguido de un bote de su mermelada de albaricoque favorita. Después sirvió a los dos una taza del té ya hecho, se sentó en su taburete, cogió la taza y dijo:
–Salud.
–Con una sonrisa, Lacey chocó la suya con la de él.
–Salud.
Mientras sorbían al unísono, Lacey tuvo un flash repentino de déjà vu. No uno de verdad, como cuando estás seguro de haber vivido ya este momento exacto, sino el déjà vu que se produce por la repetición, por la rutina, por hacer lo mismo día sí y día también. Tenía la sensación de que ya habían hecho esto porque lo habían hecho; ayer y anteayer y el día antes. Como propietarios de una tienda, Lacey y Tom a menudo invertían horas extras y trabajaban semanas de siete días. La rutina y el ritmo habían llegado de una manera muy natural. Pero era más que eso. Tom le había dado de manera automática su cruasán favorito, el de almendra tostado, con mermelada de albaricoque. Ni siquiera hizo falta que le preguntara lo que quería.
Esto tendría que haber complacido a Lacey pero, en su lugar, la inquietaba. Pues así habían sido las cosas con David al principio. Aprendiendo lo que pedía cada uno de ellos. Haciéndose pequeños favores el uno al otro. Pequeños momentos de rutina y ritmo que la hacían sentir como si ellos fueran unas piezas de un puzzle que encajaban a la perfección. Era joven y tonta y había cometido el error de pensar que siempre sería así. Pero solo mientras estuvieron en modo luna de miel. Más adelante desapareció, en un año o dos, y para entonces ya estaba atrapada en el matrimonio.
¿Eso era lo único que era su relación con Tom? ¿Un tiempo en modo luna de miel que acabaría por desaparecer?
–¿En qué piensas? —preguntó Tom, y la voz de él se metió en su ansiosa reflexión.
Lacey por poco escupe el té.
–En nada.
Tom levantó una ceja.
–¿En nada? ¿Tan grande ha sido el impacto de la achicoria en tu mente que la ha vaciado de todos tus pensamientos?
–¡Ah, te refieres a la achicoria! —exclamó, sonrojándose.
Tom parecía aún más divertido.
–Sí. ¿Sobre qué otra cosa te iba a preguntar?
Lacey dejó la taza de Diana en el platillo con torpeza, haciendo un fuerte traqueteo.
–Está bien. Sabe un poco a regaliz. Un ocho de diez.
Tom silbó.
–Guau. Qué piropo. Pero no basta para destronar al Assam.
Su pánico momentáneo de que Tom tuviera habilidades para leer la mente se apagaron y Lacey dirigió su atención al desayuno, degustando los sabores de la mermelada de albaricoque casera combinada con almendras tostadas y la deliciosa masa mantecosa. Pero ni la sabrosa comida podía evitar que su mente se desviara a la conversación con David. Era la primera vez que oía su voz desde que salió de su antiguo apartamento en Upper East Side hecho una furia con la declaración de despedida «¡Tendrás noticias de mi abogado!» y, al escuchar su voz de nuevo, algo le recordó que hacía menos de un mes era una mujer casada relativamente feliz, con un trabajo estable y unos ingresos y una familia cerca en la ciudad en la que había vivido toda su vida. Sin ni siquiera saber que lo estaba haciendo, había bloqueado su vida pasada en Nueva York con un sólido muro en su mente. Era una estrategia de afrontamiento que había desarrollado de niña para superar la repentina desaparición de su padre. Evidentemente, oír la voz de David había hecho temblar los cimientos de ese muro.
–Deberíamos irnos de vacaciones —dijo Tom de repente.
Una vez más, Lacey casi escupió su comida, pero Tom no se hubiese dado cuenta, pues continuaba hablando.
–Cuando vuelva de mi curso de focaccia, deberíamos hacer vacaciones en casa. Los dos hemos estado trabajando mucho, nos lo merecemos. Podemos ir a mi ciudad natal en Devon y te enseñaré todos los lugares que me encantaban de niño.
Si Tom le hubiera sugerido esto justo antes de la llamada con David, seguramente Lacey hubiera aceptado la oferta sin dudarlo. Pero, de repente, la idea de hacer planes a largo plazo con su nuevo novio —aunque solo fuera para dentro de una semana— parecía precipitada. Evidentemente, Tom no tenía ninguna razón para no estar seguro con su vida. Pero Lacey se había divorciado no hacía mucho. Ella había entrado en un mundo, el de él, de relativa estabilidad en un momento en el que literalmente todos y cada uno de los trocitos del de ella se habían desmoronado –desde su trabajo, a su hogar, su país ¡e incluso su estatus en cuanto a relación! Había pasado de hacer de canguro de su sobrino, Frankie, mientras su hermana, Naomi, se metía en otra cita desastrosa, a espantar ovejas de su césped delantero; de que Saskia, su jefa en una compañía de diseño de interiores de Nueva York le ladrara a hacer excursiones en busca de antigüedades en el Mayfair de Londres con su peculiar vecina ataviada con su chaqueta de punto y acompañadas por dos perros pastores. Eran muchos cambios de golpe, y ella no estaba del todo segura de dónde tenía la cabeza.
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