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Fiona Grace
MUERTE Y UN PERRO

LA MUERTE Y UN PERRO

(Un misterio cozy de Lacey Doyle ― Libro dos)

FIONA GRACE
Fiona Grace

La escritora debutante Fiona Grace es la autora de la serie UN MISTERIO COZY DE LACEY DOYLE, que incluye ASESINATO EN LA MANSIÓN (Libro 1), LA MUERTE Y UN PERRO (Libro 2), CRIMEN EN LA CAFETERÍA (Libro 3), ENOJADO EN UNA VISITA (Libro 4) y MUERTO CON UN BESO (Libro 5). Fiona también es la autora de la serie UN MISTERIO COZY EN EL VIÑEDO DE LA TOSCANA.

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LIBROS ESCRITOS POR FIONA GRACE

MISTERIOS COZY DE LACEY DOYLE

ASESINATO EN LA MANSIÓN (Libro #1)

LA MUERTE Y UN PERRO (Libro #2)

CRIMEN EN LA CAFETERÍA (Libro #3)

CAPÍTULO UNO

La campanilla de encima de la puerta tintineó. Lacey levantó la vista y vio que un señor mayor había entrado a su tienda de antigüedades. Llevaba una vestimenta de provinciano inglés, que hubiera parecido rara en la antigua casa de Lacey, la ciudad de Nueva York, pero aquí en la ciudad costera de Wilfordshire, Inglaterra, era uno más en el barrio. Lo único es que Lacey no lo reconocía, como hacía ahora con la mayoría de los habitantes de la pequeña ciudad. Su expresión perpleja hizo que se preguntara si estaba perdido.

Al darse cuenta de que podría necesitar ayuda, tapó rápidamente el altavoz del teléfono que sujetaba —a media conversación con la RSPCA— y se dirigió hacia él desde el mostrador:

–En un segundo estoy con usted. Tengo que terminar esta llamada.

El hombre parecía no oírla. Estaba concentrado en una estantería llena de figuritas de cristal glaseado.

Lacey sabía que tendría que darse prisa con su conversación con la RSPCA para poder atender al cliente con apariencia de estar confundido, así que quitó la manó del altavoz:

–Lo siento. ¿Podría repetirme lo que estaba diciendo?

La voz al otro lado era de hombre, y parecía agotado mientras suspiraba.

–Lo que le estaba diciendo, Señora Doyle, es que no puedo dar detalles de miembros del personal. Es por razones de seguridad. Estoy seguro de que lo entiende.

Lacey ya había oído todo esto antes. La primera vez que llamó a la RSPCA fue para adoptar oficialmente a Chester, el perro pastor inglés que más o menos venía con la tienda de antigüedades que ella arrendaba (sus anteriores propietarios, que habían arrendado la tienda antes que ella, habían muerto en un trágico accidente y Chester volvió deambulando hasta su casa). Pero ella se llevó la sorpresa de su vida cuando la mujer que estaba al otro lado de la línea le había preguntado si era pariente de Frank Doyle —el padre que la había abandonado cuando ella tenía siete años. Se cortó la conexión en su llamada y, desde entonces, ella había llamado cada día para encontrar a la mujer con la que había hablado. Pero resultaba que ahora todas las llamadas iban a una central de llamadas situada en la ciudad más cercana de Exeter, y Lacey nunca pudo localizar a la mujer que de algún modo había conocido a su padre por el nombre.

Lacey apretó con fuerza el auricular y se esforzó por mantener la voz estable.

–Sí, entiendo que no pueda decirme su nombre. Pero ¿no puede por lo menos pasarme con ella?

–No, señora —respondió la joven—. Aparte del hecho de que no sé quién es esa mujer, tenemos un sistema de centro de llamadas. Las llamadas se reparten de forma aleatoria. Lo único que yo puedo hacer, y que ya he hecho, es poner una nota con sus detalles. —Empezaba a parecer que estaba fuera de quicio.

–Pero ¿y si ella no ve la nota?

–Esa es una posibilidad muy real. Tenemos un montón de miembros del personal que trabajan voluntariamente según las necesidades. Puede que la persona con la que habló ni siquiera haya estado en la oficina desde la primera llamada.

Lacey ya había oído también esas palabras, de las numerosas llamadas que había hecho, pero cada vez deseaba y rezaba para que el resultado fuera diferente. Parecía que el personal del centro de llamadas empezaba a estar bastante molesta con ella.

–Pero si era una voluntaria, ¿eso no significa que podría no haber vuelto nunca para otro turno?

–Claro. Es una posibilidad. Pero no sé lo quiere que haga yo al respecto.

Lacey ya había intentado convencer lo suficiente por hoy. Suspiró y admitió la derrota:

–Vale, de acuerdo, gracias de todos modos.

Colgó el teléfono, con el corazón encogido. Pero no iba a obsesionarse con eso. Sus intentos por encontrar información sobre su padre dar dos pasos hacia delante y uno y medio hacia atrás, y ella se estaba acostumbrando a los callejones sin salida y a las decepciones. Además, tenía un cliente al que atender y su querida tienda siempre tenía prioridad sobre todo lo demás en la mente de Lacey.

Desde que los dos detectives de la policía, Karl Turner y Beth Lewis, habían publicado una noticia para decir que ella no tenía nada que ver con el asesinato de Iris Archer —y que, de hecho, les había ayudado a resolver el caso— la tienda de Lacey se había recuperado bien. Ahora era próspera, con un flujo regular de clientes diarios compuesto de gente de la ciudad y de turistas. Ahora Lacey tenía los ingresos suficientes para comprar Crag Cottage (algo que estaba en proceso de negociar con Ivan Parry, su actual propietario), e incluso tenía los ingresos suficientes para pagar a Gina, su vecina de al lado y amiga íntima, por horas de trabajo semipermanente. No es que Lacey se tomara la molestia durante el turno libre de Gina —lo usaba para aprender de subastas. Había disfrutado mucho de la que había llevado a cabo para las pertenencias de Iris Archer, iba a organizar una cada mes. Mañana iba a comenzar la siguiente subasta de Lacey, y estaba rebosante de emoción por ello.

Salió de detrás del mostrador —Chester levantó la cabeza para ofrecerle su habitual relincho— y se acercó al anciano. Era un extraño, ninguno de sus clientes habituales, y estaba mirando atentamente a la estantería donde estaban expuestas las bailarinas de cristal.

Lacey se apartó sus oscuros rizos de la cara, salió de detrás del mostrador y se dirigió hacia el anciano.

–¿Está buscando algo en concreto? —preguntó mientras se acercaba a él.

El hombre dio un salto.

–¡Dios mío, me ha asustado!

–Lo siento —dijo Lacey al ver su audífono por primera vez, y se recordó a sí misma a acercarse sigilosamente por detrás a la gente mayor en el futuro—. Solo me preguntaba si buscaba alguna cosa en concreto o solo estaba leyendo con atención.

El hombre volvió a mirar a las figuras, con una sonrisita en los labios.

–Es una historia curiosa —dijo—. Es el cumpleaños de mi difunta esposa. Vine al pueblo a tomar un té con pastas, como una especie de ceremonia conmemorativa, ¿sabe? Pero al pasar por su tienda, sentí la necesidad de entrar. —Señaló a las figuritas—. Ellas fueron lo primero que vi. —Sonrió a Lacey con complicidad—. Mi esposa era bailarina.

Lacey le devolvió la sonrisa, conmovida por la aflicción de la historia.

–¡Qué bonito!

–Fue por allá en los setenta —continuó el anciano, alargando su mano temblorosa y cogiendo un modelo de la estantería—. Estaba con la Royal Ballet Society. De hecho, fue su primera bailarina sin…

Justo entonces, el ruido de una furgoneta grande, que pasaba demasiado rápido por encima del badén regulador de velocidad directamente fuera de la tienda, cortó el final de la frase del anciano. El posterior bum que hizo al impactar al otro lado del badén le hizo dar un gran salto, y la figurita salió volando de sus manos. Se estrelló contra el entarimado de madera del suelo. El brazo de la bailarina se partió de inmediato y se coló debajo del mueble de estanterías.

–¡Oh, Dios mío! —exclamó el hombre—. ¡Lo siento mucho!

–No se preocupe —lo tranquilizó Lacey, con la mirada fija al otro lado del escaparate hacia la furgoneta blanca, que había frenado sobre el bordillo y había parado en seco. Ahora su motor estaba al ralentí y echaba humo por el tubo de escape—. No es culpa suya. Creo que el conductor no vio el badén. ¡Seguro que su furgoneta ha sufrido daños!

Se agachó y estiró el brazo debajo del mueble de estanterías, hasta que rozó el trocito de cristal dentado con las puntas de los dedos. Sacó el brazo —que hará estaba cubierto por una fina capa de polvo— y se puso de nuevo de pie, a la vez que veía por la ventana a la conductora de la furgoneta bajando de un salto de la cabina al suelo adoquinado.

–Esto tiene que ser una broma… —murmuró Lacey mirando a la culpable, a la que ahora podía identificar, con los ojos entrecerrados—. Taryn.

Taryn era la propietaria de la tienda de ropa de al lado. Era una mujer clasista y mezquina, a la que Lacey le había otorgado el título de La mujer menos preferida de Wilfordshire. Siempre estaba intentando fastidiar a Lacey, para echarla de la ciudad. Taryn había hecho todo lo que estaba en su poder para frustrar todos los intentos de Lacey de empezar un negocio aquí en Wilfordshire, ¡hasta llegar a hacer agujeros con una taladradora en la pared de su propia tienda para fastidiarla! Y aunque la mujer había pedido una tregua después de que su empleado de mantenimiento hubiera llevado las cosas un poco demasiado lejos y lo hubieran pillado merodeando fuera de la casita de campo de Lacey una noche, Lacey no estaba muy segura de poder volver a confiar en ella. Taryn jugaba sucio. Seguramente este era otro de sus trucos. Para empezar, era imposible que no supiera que el badén estaba allí —¡se veía desde el escaparate de su propia tienda, por el amor de Dios! Así que lo había pasado demasiado rápido a propósito. Después, para colmo de males, la había aparcado justo delante de Lacey’s, en lugar de delante de su propia tienda, bien para tapar la vista o para que los humos salieran en su dirección.

–Lo siento mucho —repitió el hombre, atrayendo la atención de Lacey de nuevo al momento. Todavía sostenía la figurita, que ahora tenía un solo brazo—. Por favor. Permítame que le pague los daños.

–Ni hablar —le dijo Lacey con firmeza—. Usted no hizo nada malo. —Desvió lentamente sus ojos entrecerrados por encima del hombro hacia el otro lado del escaparate. Clavó la mirada en Taryn y siguió a la mujer mientras ella se dirigía tan campante a la parte trasera de la furgoneta como si no le preocupara nada en absoluto. Lacey estaba aún más enfadada con la propietaria de la tienda de ropa—. Si alguien tiene la culpa, esa es la conductora. —Apretó los puños—. ¡Casi parece que lo haya hecho a propósito! ¡Ay!

Lacey notó algo puntiagudo en la mano. Había apretado el brazo de la bailarina con tanta fuerza que le había hecho un corte en la piel.

–¡Oh! —exclamó el hombre al ver la brillante gota de sangre que crecía en su mano. Este cogió el brazo que la había lastimado con los dedos a modo de pinza, como si retirara algo que de algún modo pudiera sanar la herida—. ¿Se encuentra bien?

–Por favor, ¿me disculpa un segundo? —dijo Lacey.

Se dirigió hacia la puerta —dejando al hombre con una expresión perpleja, sujetando una bailarina rota en una mano y un brazo sin cuerpo en la otra— y salió a la calle. Fue nadando justo hasta su archienemiga en el barrio.

–¡Lacey! —sonrió Taryn, mientras levantaba con dificultad la puerta trasera de la furgoneta—. Supongo que no te importa que haya aparcado aquí. Tengo que descargar la mercancía de la nueva temporada. ¿No es el verano tu estación favorita para la ropa?

–No me importa en absoluto que aparques ahí —dijo Lacey—. Pero lo que sí me importa es que pases tan rápido por encima del badén regulador de velocidad. Sabes que el badén está justo delante de mi tienda. A mi cliente casi le da un ataque de corazón con el ruido.

Entonces se dio cuenta de que Taryn también había aparcado de tal manera que su voluminosa furgoneta le tapaba a Lacey la vista hacia la pastelería de Tom que estaba al otro lado de la calle. ¡Eso sí que estaba hecho a propósito!

–Entendido —dijo Taryn con una alegría fingida—. Me aseguraré de conducir más despacio cuando tenga que traer la mercancía de otoño. Oye, tienes que pasarte cuando lo haya colocado todo. Renueva tu armario. Date un capricho. Te lo mereces. —Recorrió con la mirada la ropa de Lacey—. Y ya toca.

–Me lo pensaré —dijo Lacey con un tono monótono, haciendo una sonrisa falsa como la de Taryn.

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