22:20 horas, Hora del Este
Condado de Fairfax, Virginia
Suburbios de Washington, DC
—¿Qué piensas, cariño?
Luke Stone susurró las palabras. Probablemente nadie podría escucharlas, aparte de él.
Estaba sentado en el largo sofá blanco de su nueva sala de estar, sosteniendo a su bebé de cuatro meses, Gunner, en su regazo. Gunner era un bebé grande y pesado. Llevaba un pañal y una camiseta azul que decía “El mejor bebé del mundo”.
Se había quedado dormido en los brazos de Luke hacía un rato. Su barriguita subía y bajaba y roncaba suavemente mientras dormía. ¿Se suponía que los bebés roncaban? Luke no lo sabía, pero de alguna manera el sonido era reconfortante. Más aún, era hermoso.
Ahora Luke sostenía a Gunner en la penumbra y miraba alrededor de la habitación, tratando de encontrarle sentido a la casa.
El lugar era un regalo de los padres de Becca, Audrey y Lance. Eso, por sí solo, era difícil de tragar. Nunca podría permitirse este lugar con su sueldo de funcionario, aunque era mucho más alto que el del Ejército. Becca no trabajaba en absoluto. Entre los dos, aunque Becca estuviera trabajando, no podrían permitirse esta casa. Y eso le hizo darse cuenta a Luke de cuánto dinero realmente tenía la familia de Becca.
Sabía que eran ricos, pero Luke había crecido sin dinero, no sabía lo que era ser rico. Él y Becca habían estado viviendo en la cabaña de su familia, que daba a la Bahía de Chesapeake, en la costa oriental. Para Luke, aquella cabaña de cien años, a pesar de que estaba a una hora y media de viaje de su trabajo, era un sitio espectacular para vivir. Luke estaba acostumbrado a dormir en el suelo duro, o no dormir en absoluto.
Pero, ¿este lugar?
Echó un vistazo alrededor de la casa. Era una casa moderna, con ventanas de suelo a techo, como sacada de una revista de arquitectura. Era como una caja de cristal. Cuando llegara el invierno, cuando nevara, podía imaginarse que sería como uno de esos viejos globos de nieve que la gente solía tener cuando era un niño. Se imaginó las próximas Navidades: simplemente sentado en esta impresionante sala de estar a doble altura, el árbol en la esquina, la chimenea encendida, la nieve cayendo a su alrededor.
Y eso era solo la sala de estar. Sin mencionar la cocina rústica de gran tamaño, con la isla en el medio y el refrigerador gigante de doble puerta, con el congelador en la parte inferior. Sin mencionar la cama de matrimonio y el baño principal. Sin mencionar el resto del lugar. Sin mencionar que esta casa estaba a unos doce minutos en coche de la oficina.
Desde donde Luke estaba sentado en el sofá, podía ver las grandes ventanas, orientadas al sur y al oeste. La casa estaba asentada sobre una pequeña colina ondulada de hierba. La altura extendía sus vistas. La casa estaba en un barrio tranquilo de otras casas grandes, alejadas de la calle. No había estacionamiento en la calle. En este vecindario, las personas estacionaban en sus propios caminos o garajes.
Ellos no habían conocido a muchos de sus vecinos todavía, pero Luke se imaginaba que eran abogados, médicos, tal vez personas con puestos de trabajo de alto nivel en grandes empresas. Tenía sentimientos encontrados al respecto. No por la gente, sino por el lugar.
Por un lado, él no tenía confianza con Audrey y Lance.
A los padres de Becca nunca les había gustado Luke. Siempre lo habían dejado claro. Incluso después de que Gunner naciera, dejaron de mala gana que él y Becca vivieran en la cabaña. Audrey era especialmente una experta en hacer comentarios sarcásticos y maniobras de socavación.
La imaginó en su mente: había algo en ella que le recordaba a un cuervo. Tenía los ojos hundidos, con iris tan oscuros que parecían casi negros. Tenía una nariz afilada, como un pico. Era de huesos pequeños y cuerpo delgado. Y siempre flotaba cerca, como un presagio de malas noticias.
Pero entonces el Equipo de Respuesta Especial llevó a cabo un par de operaciones de alto perfil y Audrey y Lance conocieron al legendario Don Morris, pionero de operaciones especiales y director del Equipo de Respuesta Especial.
De repente, sintieron que él y Becca necesitaban una casa mejor y más cerca de su trabajo. Y así fue como llegaron aquí.
Sacudió la cabeza por la velocidad de los acontecimientos. Era conocido en su carrera por sus repentinos reflejos y su inmediata respuesta, pero la compra de esta casa había sucedido tan rápido que casi le hizo perder la cabeza.
Dos personas que le habían detestado intensamente durante años ahora le acababan de ofrecer el mayor regalo que alguien le había hecho.
Se detuvo y escuchó el silencio. Respiró hondo, casi al mismo ritmo que su hijo pequeño. No. Eso no era cierto, este niño era el mejor regalo que le habían dado. La casa no era nada comparada con esto.
Sobre la mesa frente a él, su teléfono se encendió. Lo miró fijamente, la luz azul arrojaba sombras locas en la penumbra. El teléfono estaba en silencio porque el timbre estaba apagado. No quería molestar al bebé, ni a la mamá, que estaba disfrutando de un poco de sueño bien merecido y muy necesario en el dormitorio.
Miró la hora: eran las diez pasadas. Eso solo podía significar un par de cosas. O un viejo amigo militar estaba borracho marcando, se habían equivocado de número, o… Miró el teléfono hasta que se detuvo y se oscureció.
Un momento después, comenzó de nuevo.
Suspiró y miró el número. Por supuesto, era del trabajo.
Él cogió el teléfono.
–¿Hola?
Lo dijo con la voz más baja de estoy dormido, ¿por qué me molestas? de que fue capaz.
La voz femenina de Trudy Wellington habló. La imaginó: joven, hermosa, inteligente, con el cabello castaño cayendo sobre sus hombros.
–¿Luke?
–Sí.
Su tono era profesional. Lo que casi había sucedido entre ellos y de lo que nunca hablaron, parecía alejarse en su espejo retrovisor. Eso era probablemente lo mejor.
–Luke, tenemos una crisis. Don está reuniendo al equipo habitual. Yo ya estoy aquí. Swann, Murphy y Ed Newsam están de camino.
–¿Ahora? —Él hizo la pregunta, aunque sabía la respuesta.
–Sí, ahora.
–¿Puede esperar? —preguntó Luke.
–Más bien no.
–Hmmm.
–¿Luke? Trae tu mochila de supervivencia.
Él puso los ojos en blanco. Estaban teniendo problemas para conciliar el trabajo y la vida familiar. No por primera vez, se preguntó si lo que hacía para ganarse la vida no era compatible con el hogar feliz que él y Becca estaban tratando de construir por sí mismos.
–¿A dónde vamos? —dijo.
–Clasificado. Lo averiguarás en la reunión.
El asintió. —De acuerdo.
Colgó el teléfono y respiró hondo.
Alzó al bebé en sus brazos, se puso de pie y caminó por el pasillo hasta el dormitorio principal. Estaba oscuro, pero podía ver lo suficientemente bien. Becca dormitaba en la gran cama de matrimonio. Se agachó y colocó al bebé a su lado, solo tocando su piel. En su medio sueño, hizo un pequeño sonido de placer. Ella puso una mano suavemente sobre el bebé.
Los miró a los dos por un momento; mamá y bebé. Una ola de amor tan intensa que nunca podría describir se apoderó de él. Apenas podía entenderlo él mismo, imagina explicárselo a otra persona. Estaba más allá de las palabras.
Eran su vida.
Pero también tenía que irse.
23:05 horas, Hora del Este
Sede del Equipo de Respuesta Especial
McLean, Virginia
—¿Por qué estamos aquí? —preguntó Kevin Murphy.
Iba vestido al estilo casual de negocios, como si acabara de llegar de una reunión de jóvenes profesionales.
Mark Swann, vestido de cualquier manera menos formal, sonrió. Llevaba una camiseta negra de Los Ramones y pantalones vaqueros rotos. Su cabello estaba recogido en una cola de caballo.
–¿En el sentido existencial? —dijo.
Murphy sacudió la cabeza. —No, en el sentido de por qué estamos todos juntos en esta habitación en mitad de la noche.
La sala de reuniones, a lo que Don Morris a veces se refería con optimismo como el Centro de Mando, era una larga mesa rectangular con un dispositivo de altavoz montado en el centro. Había puertos de datos, donde las personas podían enchufar sus ordenadores portátiles, espaciados cada medio metro. Había dos grandes monitores de vídeo en la pared.
La sala era algo pequeña y Luke había estado en reuniones aquí con hasta veinte personas. Veinte personas hacían que la habitación pareciera un vagón lleno de gente en el metro de Tokio en hora punta.
–Está bien, chicos —dijo Don Morris. Don llevaba una camisa ajustada y las mangas remangadas hasta la mitad de los antebrazos. Tenía un café en una gruesa taza de cartón frente a él. Su cabello blanco estaba muy bien recortado, como si acabara de ir a la peluquería esta tarde. Su lenguaje corporal era relajado, pero sus ojos eran tan duros como el acero.
–Gracias por venir y tan rápido. Pero dejad a un lado las bromas ahora, si no os importa.
Alrededor de la sala, la gente murmuró su asentimiento. Además de Don Morris, Swann, Murphy y Luke, Ed Newsam estaba aquí, relajado en su silla, vestido con una camisa negra de manga larga que abrazaba su musculado tórax. Llevaba vaqueros y botas de trabajo amarillas Timberland, con los cordones desatados. Parecía que esta reunión lo había despertado de un sueño profundo.
También estaba Trudy Wellington. Llevaba una blusa y pantalones formales, como si no se hubiera ido a casa después del trabajo. Llevaba sus gafas rojas encima de la cabeza. Parecía alerta, también tomaba café y ya había comenzado a teclear información en el ordenador portátil frente a ella. Lo que fuera que estuviera pasando, ella había sido informada la primera.
En el otro extremo de la mesa, cerca de las pantallas de vídeo, había un general de cuatro estrellas alto y delgado, con impecable uniforme verde. Su cabello gris estaba recortado hasta el cuero cabelludo. Su cara estaba desprovista de pelo, como si acabara de afeitarse antes de entrar aquí. A pesar de lo avanzado de la hora, el tipo parecía fresco y listo para seguir otras veinticuatro, o cuarenta y ocho horas, o el tiempo que fuera necesario.
Luke lo había visto una vez antes, pero aunque no fuera así, él ya conocía a ese tipo de hombre. Cuando se despertaba todas las mañanas, hacía su cama antes de hacer cualquier otra cosa, ese era el primer logro del día y le preparaba para más. Antes de que el sol asomara, el tipo probablemente ya había corrido diez kilómetros y se había comido un plato de cereales y bebido un café de alto octanaje. Llevaba escrito el orgullo de West Point sobre todo su cuerpo.
Sentado a la mesa cerca de él había un coronel, con un ordenador portátil frente a él y una pila de papeles. El coronel todavía no había levantado la vista del ordenador.
–Amigos —dijo Don Morris. —Me gustaría presentaros al general Richard Stark del Estado Mayor Conjunto de Estados Unidos y su ayudante, el coronel Pat Wiggins.
Don miró al general.
–Dick, el grupo de expertos del Equipo de Respuesta Especial está a tu disposición.
–Tal como está —dijo Mark Swann.
Don Morris frunció el ceño a Swann, con la mirada que le echaría a un hijo adolescente bocazas, pero no dijo nada.
–Señores, —dijo Stark, luego se inclinó a Trudy. —Y señora. Iré directo al grano. Se está llevando a cabo un ataque con rehenes en el Ártico de Alaska y el Presidente de los Estados Unidos ha autorizado un rescate. Él ha estipulado que el rescate involucre la supervisión y participación de una agencia civil. Y aquí es donde entran ustedes.
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