Читать книгу «Un Rastro de Asesinato » онлайн полностью📖 — Блейка Пирс — MyBook.
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CAPÍTULO CUATRO

Keri sintió un vacío nervioso en su estómago al pulsar el número de la habitación del hospital donde estaba Ray y aguardar mientras repicaba. Oficialmente, no había razón para que se sintiera nerviosa. Después de todo, Ray Sands era su amigo y su pareja en la Unidad de Personas Desaparecidas de la División Pacífico del Departamento de Policía de Los Ángeles.

Mientras el teléfono continuaba sonando, su mente se remontó al tiempo en el que aún no eran pareja, cuando ella era profesora de criminología en la Universidad Loyola Marymount y se desempeñaba como consultora del departamento, ayudándole en algún que otro caso. Hicieron buenas migas de inmediato y él le devolvía los favores profesionales hablando en ocasiones a sus estudiantes.

Luego que Evelyn fue raptada, Keri cayó en el agujero negro de la desesperación. Su matrimonio naufragó, y ella se puso a beber en exceso y a acostarse con varios estudiantes de la universidad. Al final la echaron.

No mucho después, estando casi quebrada, embriagada, y viviendo en una ruinosa y vieja casa bote en la marina, él apareció de nuevo. La convenció de ingresar a la academia de la policía, como él mismo lo había hecho cuando su vida se había hecho pedazos. Ray le había arrojado un salvavidas, una vía para reconectarse con el mundo y encontrarle un significado a su vida. Ella lo tomó.

Después de graduarse y servir como oficial uniformada, fue promovida a detective. Pidió entonces ser asignada a la División Pacífico, que cubría buena parte de Los Ángeles Oeste. Allí era donde ella vivía y era la zona que conocía mejor. Era también la división de Ray. Él la solicitó como pareja y habían estado trabajando juntos por un año cuando el caso Pachanga les puso a ambos en el hospital.

Pero no era el estatus de la recuperación de Ray lo que hacía sentir nerviosa a Keri. Era el estatus de su relación. Algo más que una amistad se había desarrollado en el último año, en la medida en que habían estado trabajando tan juntos. Ambos lo sentían pero ninguno de los dos estaba dispuesto a reconocerlo en voz alta. Keri sentía punzadas de celos cuando llamaba al apartamento de Ray y una mujer contestaba. Él era un notorio e impenitente mujeriego, así que no debía ser una sorpresa para ella, pero el sentimiento de envidia seguía allí, a pesar de sus mejores esfuerzos.

Y ella sabía que él sentía de la misma manera. Había visto cómo sus ojos relampagueaban cuando estaban en un caso y un testigo hacía algún avance con ella. Casi podía sentir la tensión de él junto a ella.

Incluso habiendo estado él tan cerca de morir después de recibir un tiro, ninguno de ellos había estado dispuesto a tocar el tema. Una parte de Keri consideraba inapropiado centrarse en esas trivialidades mientras él se recuperaba de lesiones que amenazaban su vida. Pero otra parte de ella estaba simplemente aterrada ante lo que sucedería si esas cosas salían a relucir.

Así que ambos le hacían caso omiso. Y como ninguno estaba acostumbrado a ocultarle cosas al otro, el asunto se estaba volviendo incómodo. Al escuchar cómo repicaba el teléfono en la habitación de Ray, ella se debatía entre la esperanza de que él contestara, y la esperanza de que no lo hiciera. Necesitaba hablar con él sobre la llamada anónima y lo que había descubierto en el almacén. Pero no sabía cómo iniciar la conversación.

Al final resultó irrelevante. Después de repicar diez veces, colgó. No había buzón de voz en el teléfono del hospital, lo que significaba que Ray probablemente no estaba en cama. Decidió no probar con el celular de él. Probablemente estaba en el baño o en una sesión de fisioterapia. Sabía que estaba ansioso por volver a la actividad y había conseguido el visto bueno para comenzar hacía dos días. Ray era un antiguo profesional del boxeo y Keri estaba segura de que aprovecharía cada momento disponible en trabajar para regresar en forma al combate, o al menos al trabajo

Incapaz de compartir sus pensamientos con su pareja, Keri se obligó a sacar de su cabeza el viaje al almacén y centrarse en el caso presente: la desaparecida Kendra Burlingame.

Con un ojo en el camino y otro en el GPS de su teléfono, Keri rápidamente serpenteó por el camino a través de las retorcidas calles de Beverly Hills, hasta ascender a la apartada comunidad que se elevaba sobre la ciudad. Mientras más alto subía, más sinuosa se volvía la carretera y más retirados de la calle se veían los hogares. A lo largo del camino, repasó lo que hasta el momento sabía del caso. No era mucho.

Jeremy Burlingame, a pesar de su profesión y del lugar donde vivía, prefería mantener un perfil bajo. Requirió algunas indagaciones entre los colegas de la estación enterarse que el hombre de cuarenta y un años era un reconocido cirujano plástico, conocido tanto por hacer trabajos cosméticos, como por ofrecer cirugías gratuitas a niños con deformidades faciales.

Kendra Burlingame, de treinta y ocho, alguna vez había sido una publicista de Hollywood. Pero después de casarse con Jeremy, había puesto toda su energía en una organización sin fines de lucro llamada Solo Sonrisas, que recaudaba dinero para cirugías infantiles y coordinaba todo el cuidado pre y post operatorio.

Habían estado casados por siete años. Ninguno tenía registros de arrestos. No había un historial de discordias conyugales, ni de abuso de drogas o alcohol. En el papel al menos, eran la pareja perfecta. Keri entró en sospechas de inmediato.

Después de equivocarse en varios cruces, se detuvo finalmente junto a la casa al final de Tower Road a las 1:41, once minutos tarde.

Llamarla casa era inexacto. Era más bien un complejo en medio de una propiedad que cubría varios acres. Desde su privilegiada vista, podía admirarse toda la ciudad de Los Ángeles extendida a sus pies.

Keri se tomó un momento para hacer algo raro en ella—aplicarse maquillaje extra. Quitarse el cabestrillo había mejorado su apariencia, pero el amarillento cardenal cerca de su ojo todavía se notaba. Así que esparció algo de corrector hasta que se hizo casi invisible.

Satisfecha, pulsó el timbre junto al portón de seguridad. Mientras aguardaba que le respondieran, divisó el Cadillac marrón y blanco del Detective Frank Brody estacionado en la rotonda.

Una voz femenina se dejó oír en el intercomunicador.

—¿Detective Locke?

—Sí.

—Soy Lupe Veracruz, la mucama de los Burlingames. Por favor, entre y estacione junto a su pareja. Voy hasta usted para llevarla adentro con él y el Dr. Burlingame.

El portón se abrió y Keri ingresó, estacionando junto al inmaculado y bien mantenido auto de Frank. El Caddy era su bebé. Lucía oscuro con su anticuada combinación de colores, su pobre relación entre kilometraje y gasolina, su tamaño de ballena. Él lo llamaba un clásico. Para Keri, ese coche, al igual que su dueño, era un dinosaurio.

Al abrir la portezuela del vehículo, una mujer hispana de cuarenta y tantos, diminuta y de agradable presencia, vino a su encuentro. Keri salió del auto con rapidez, porque no quería que la mujer la viera luchar mientras maniobraba con su hombro derecho lesionado. A partir de este momento, Keri se consideraba en territorio enemigo y en una potencial escena del crimen. No quería ser percibida como débil por Burlingame o cualquiera de su círculo.

—Por aquí, Detective —dijo Lupe, yendo directo al grano mientras con sus tacones se daba la vuelta, para después guiar a Keri a lo largo del sendero empedrado, rodeado por unos inmaculadamente cuidados macizos de flores. Keri procuró no retrasarse mientras daba pasos cuidadosos. Con las lesiones en su ojo, hombro, costillas, todavía se sentía insegura en terrenos irregulares.

Pasaron junto a una enorme piscina con dos trampolines y un carril. Junto a ella había un gran hoyo, con un cerro de tierra junto a él. Una excavadora Bob permanecía inactiva en las cercanías. Lupe advirtió su curiosidad.

—Los Burlingames quieren poner un jacuzzi. Pero el pedido de azulejos marroquíes que ordenaron está suspendido, así que todo el proyecto está retrasado.

—Tengo el mismo problema—dijo Keri. Lupe no se rió.

Al cabo de varios minutos, llegaron a una entrada lateral de la casa principal, que se abría a una espaciosa y aireada cocina. Keri podía escuchar voces masculinas muy cerca de allí. Lupe la hizo cruzar por una esquina hasta lo que lucía como el salón de desayuno. El Detective Brody estaba de pie, dándole la cara, hablando con un hombre que le daba la espalda a ella.

El hombre pareció sentir su llegada y se volteó antes de que Lupe tuviera oportunidad de anunciarla. Keri, en una onda investigativa, se enfocó en los ojos de él en tanto la miraba. Eran pardos y cálidos, algo enrojecidos hacia los bordes. O había sufrido una fuerte alergia o había estado llorando recientemente. Puso una sonrisa forzada en su rostro, aparentemente atrapado entre sus obligaciones como anfitrión y la ansiedad de la situación.

Era un hombre de aspecto simpático, no demasiado atractivo pero con un rostro amigable, abierto, que le daba un aire juvenil y entusiasta. A pesar de su chaqueta deportiva, Keri podía asegurar que estaba en forma. No era demasiado musculoso pero tenía la constitución magra, nervuda, de un atleta de resistencia, un maratonista quizás, o un triatleta. Era de estatura promedio, uno ochenta tal vez, y alrededor de setenta y cinco kilos. Su cabello castaño, muy corto, mostraba las primeras, apenas perceptibles, señales de gris.

—Detective Locke, gracias por venir—dijo, avanzando y extendiendo su mano—. He estado hablando con su colega.

—Keri—dijo Frank Brody, inclinando la cabeza con brusquedad—. Todavía no hemos entrado en detalles. Quería esperar a que llegaras.

Era una sutil indirecta con respecto a su retraso, bajo la máscara de lo que parecía cortesía profesional. Keri, simulando no haberlo notado, se mantuvo enfocada en el doctor.

—Encantada de conocerlo, Dr. Burlingame. Siento que sea bajo tan difíciles circunstancias. Si no le importa, ¿por qué no comenzamos de una vez? En un caso de personas desaparecidas, cada minuto es crucial.

Con el rabillo del ojo, Keri vio a Brody con el ceño fruncido, claramente molesto de que ella hubiera tomado la iniciativa. A ella en realidad le importaba un carajo.

—Por supuesto—dijo Burlingame—. Por dónde debemos comenzar?