Unos trabajadores aragoneses que habían emigrado á la Argentina, llevando una guitarra como lo más precioso de su bagaje para acompañar las coplas «sacadas de su cabeza», al verla pasar á caballo dedicaron una canción á «la Flor de Río Negro».
Este apodo primaveral se difundió inmediatamente por el país, y todos llamaron así á la hija del dueño de la estancia de Rojas; pero su verdadero nombre era Celinda.
Tenía diez y siete años, y aunque su estatura parecía inferior á la correspondiente á su edad, llamaba la atención por sus ágiles miembros y la energía de sus ademanes.
Muchos hombres del país, que admiraban lo mismo que los orientales la obesidad femenil, considerando una exuberancia de carnes como el acompañamiento indispensable de toda hermosura, hacían gestos de indiferencia al escuchar los elogios que dedicaban algunos á la niña de Rojas. Admitían su rostro gracioso y picaresco, con la nariz algo respingada, la boca de un rojo sangriento, los dientes muy blancos y puntiagudos, y unos ojos enormes, aunque demasiado redondos. Pero aparte de su carita… ¡nada de mujer! «Es igualmente lisa por delante y por el revés – decían. – Parece un muchacho.»
Efectivamente, á cierta distancia la tomaban por un hombrecito, pues iba vestida siempre con traje masculino, y montaba caballos bravos á estilo varonil. A veces agitaba un lazo sobre su cabeza lo mismo que un peón, persiguiendo alguna yegua ó novillo de la hacienda de su padre, don Carlos Rojas.
Éste, según contaban en el país, pertenecía á una familia antigua de Buenos Aires. De joven había llevado una existencia alegre en las principales ciudades de Europa. Luego se casó; pero su vida doméstica en la capital de la Argentina resultaba tan costosa como sus viajes de soltero por el viejo mundo, perdiendo poco á poco la fortuna heredada de sus padres en gastos de ostentación y en malos negocios. Su esposa había muerto cuando él empezaba á convencerse de su ruina. Era una señora enfermiza y melancólica, que publicaba versos sentimentales, con un seudónimo, en los periódicos de modas, y dejó como recuerdo poético á su hija única el nombre de Celinda.
El señor Rojas tuvo que abandonar la estancia heredada de sus padres, cerca de Buenos Aires, cuyo valor ascendía á varios millones. Pesaban sobre ella tres hipotecas, y cuando los acreedores se repartieron el producto de su venta no quedó á don Carlos otro recurso que alejarse de la parte más civilizada de la Argentina, instalándose en Río Negro, donde era poseedor de cuatro leguas de tierra compradas en sus tiempos de abundancia, por un capricho, sin saber ciertamente lo que adquiría.
Muchos hombres arruinados ven de pronto en la agricultura un medio de rehacer sus negocios, á pesar de que ignoran lo más elemental para dedicarse al cultivo de la tierra. Este criollo, acostumbrado á una vida de continuos derroches en París y en Buenos Aires, creyó poder realizar el mismo milagro. Él, que nunca había querido preocuparse de la administración de una estancia cerca de la capital, con inagotables prados naturales en los que pastaban miles de novillos, tuvo que llevar la vida dura y sobria del jinete rústico que se dedica al pastoreo en un país inculto. Lo que sus abuelos habían hecho en los ricos campos inmediatos á Buenos Aires, donde el cielo derrama su lluvia oportunamente, tuvo que repetirlo Rojas bajo el cielo de bronce de la Patagonia, que apenas si deja caer algunas gotas en todo el año sobre las tierras polvorientas.
El antiguo millonario sobrellevaba con dignidad su desgracia. Era un hombre de cincuenta años, más bien bajo que alto, la nariz aguileña y la barba canosa. En medio de una existencia ruda conservaba su primitiva educación. Sus maneras delataban á la persona nacida en un ambiente social muy superior al que ahora le rodeaba. Como decían en el inmediato pueblo de la Presa, era un hombre que, vistiese como vistiese, tenía aire de señor. Llevaba casi siempre botas altas, gran chambergo y poncho. Pendiente de su diestra se balanceaba el pequeño látigo de cuero, llamado rebenque.
Los edificios de su estancia eran modestos. Los había construido á la ligera, con la esperanza de mejorarlos cuando aumentase su fortuna; pero, como ocurre casi siempre en las instalación es campestres, estas obras provisionales iban á durar más años tal vez que las levantadas en otras partes como definitivas. Sobre las paredes de ladrillo cocido, sin revoque exterior, ó de simples adobes, se elevaban las techumbres hechas con planchas de cinc ondulado. En el interior de la casa del dueño los tabiques sólo llegaban á cierta altura, dejando circular el aire por toda la parte alta del edificio. Las habitaciones eran escasas en muebles. La pieza que servía de salón, despacho y comedor, donde don Carlos recibía á sus visitas, estaba adornada con unos cuantos rifles y pieles de pumas cazados en las inmediaciones. El estanciero pasaba gran parte del día fuera de la casa, inspeccionando los corrales de ganado más inmediatos. De pronto ponía al galope su caballejo incansable, para sorprender á los peones que trabajaban en el otro extremo de su propiedad.
Una mañana sintió impaciencia al ver que había pasado la hora habitual de la comida sin que Celinda volviese á la estancia.
No temía por ella. Desde que su hija llegó á Río Negro, teniendo ocho años, empezó á vivir á caballo, considerando la planicie desierta como su casa.
– Es peligroso ofenderla – decía el padre con orgullo. – Maneja revólver y tira mejor que yo. Además, no hay persona ni animal que se le escape cuando tiene un lazo en la mano. Mi hija es todo un hombre.
La vió de pronto corriendo por la línea que formaban la llanura y el cielo al juntarse. Parecía un pequeño jinete de plomo escapado de una caja de juguetes. Delante de su caballito corría un toro en miniatura. El grupo galopador fué creciendo con una rapidez maravillosa. En esa llanura inmensa, todo lo que se movía cambiaba de tamaño sin gradaciones ordenadas, desorientando y aturdiendo los ojos todavía no acostumbrados á los caprichos ópticos del desierto.
Llegó la joven dando gritos y agitando el lazo para excitar la marcha de la res que venía persiguiendo, hasta que la obligó á refugiarse en un cercado de maderos. Luego echó pie á tierra y fué á encontrarse con su padre; pero éste, después de recibir un beso de ella, la repelió, mirando con severidad el traje varonil que llevaba.
– Te he dicho muchas veces que no quiero verte así. Los pantalones se han hecho para los hombres, ¡creo yo!… y las «polleras» para las mujeres. No puedo tolerar que una hija mía vaya como esas cómicas que aparecen en las vistas del biógrafo.
Celinda recibió la reprimenda bajando los ojos con graciosa hipocresía. Prometió obedecer á su padre, conteniendo al mismo tiempo su deseo de reir. Precisamente pensaba á todas horas en las amazonas con pantalones que figuran en losfilms de los Estados Unidos, y había echado largas galopadas para ir hasta Fuerte Sarmiento, el pueblo más inmediato, donde los cinematografistas errabundos proyectaban sobre una sábana, en el café de su único hotel, historias interesantes que le servían á ella para estudio de las últimas modas.
Durante la comida le preguntó don Carlos si había estado cerca de la Presa y cómo marchaban los trabajos en el río.
Una esperanza de volver á ser rico, cada vez más probable, hacía que el señor Rojas, antes melancólico y desesperanzado, sonriese desde los últimos meses. Si los ingenieros del Estado conseguían cruzar con un dique el río Negro, los canales que estaban abriendo un español llamado Robledo y otro socio suyo fecundarían las tierras compradas por ellos junto á su estancia, y él podría aprovechar igualmente dicha irrigación, lo que aumentaría el valor de sus campos en proporciones inauditas.
Le escuchó Celinda con la indiferencia que muestra la juventud por los asuntos de dinero. Además, don Carlos tuvo que privarse del placer de continuar haciendo suposiciones sobre su futura riqueza al ver á una mestiza de formas exuberantes, carrilluda, con los ojos oblicuos y una gruesa trenza de cabello negro y áspero que se conservaba sobre sus enormes prominencias dorsales para seguir descendiendo.
Al entrar en el comedor dejó junto á la puerta un saco lleno de ropa. Luego se abalanzó sobre Celinda, besándola y mojando su rostro con frecuentes lagrimones.
– ¡Mi patroncita preciosa!… ¡Mi niña, que la he querido siempre como una hija!…
Conocía á Celinda desde que ésta llegó al país y entró ella en la estancia como doméstica. Le resultaba doloroso separarse de la señorita, pero no podía transigir más tiempo con el carácter de su padre.
Don Carlos era violento en el mandar y no admitía objeciones de las mujeres, sobre todo cuando ya habían pasado de cierta edad.
– El patrón aún está muy verde – decía Sebastiana á sus amigas – ; y como una ya va para vieja, resulta que otras más tiernas son las que reciben las sonrisas y las palabras lindas, y para mí sólo quedan los gritos y el amenazarme con el rebenque.
Después de besuquear á la joven, miró Sebastiana á don Carlos con una indignación algo cómica, añadiendo:
– Ya que el patrón y yo no podemos avenirnos, me voy á la Presa, á servir donde el contratista italiano.
Rojas levantó los hombros para indicar que podía irse donde quisiera, y Celinda acompañó á su antigua criada hasta la puerta del edificio.
A media tarde, cuando don Carlos hubo dormido la siesta en una mecedora de lona y leído varios periódicos de Buenos Aires, de los que traía el ferrocarril á este desierto tres veces por semana, salió de la casa.
Atado á un poste del tejadillo sobre la puerta, estaba un caballo ensillado. El estanciero sonrió satisfecho al darse cuenta de que la silla era de mujer. Celinda apareció vestida con falda de amazona. Envió á su padre un beso con la punta del rebenque, y sin apoyarse en el estribo ni pedir ayuda á nadie, se colocó de un salto sobre el aparejo femenil, haciendo salir su caballo á todo galope hacia el río.
No fué muy lejos. Se detuvo en el lado opuesto de un grupo de sauces, donde encontró atado otro caballo con silla de hombre, el mismo que montaba en la mañana. Celinda, echando pie á tierra, se despojó de su traje femenil, apareciendo con pantalones, botas de montar, camisa y corbata varoniles. Sonreía de su desobediencia al «viejo», pues así llamaba ella á su padre, según costumbre del país.
Temía la posible extrañeza de otro hombre y deseaba evitarla. Este hombre la había conocido siempre vestida de muchacho, tratándola á causa de ello con una confianza amistosa. ¡Quién sabe si al verla con faldas, lo mismo que una señorita, experimentaría cierta timidez, mostrándose ceremonioso y evitando finalmente nuevos encuentros con ella!…
Dejó su traje femenil sobre el caballo que la había traído y montó alegremente en el otro, oprimiéndole los flancos con sus piernas nerviosas, al mismo tiempo que echaba en alto el lazo atado á la silla, formando una espiral de cuerda sobre su cabeza.
Galopó por la orilla del río, junto á los añosos sauces que encorvaban sus cabelleras sobre el deslizamiento de la corriente veloz. Este camino líquido, siempre solitario, que venía de los ventisqueros de los Andes junto al Pacífico, para derramarse en el Atlántico, había recibido su nombre, según algunos, á causa de las plantas obscuras que cubren su lecho, dando un color verdinegro á las aguas hijas de las nieves.
El milenario rodar de su curso había ido cortando la meseta con una profunda hondonada de una legua ó dos de anchura. El río corría por esta profundidad entre dos aceras formadas con los aportes de su légamo durante las grandes inundaciones. Estas dos orillas desiguales eran de tierra fértil y suelta, pródiga para el cultivo allí donde recibía la humedad de las aguas inmediatas. Más lejos se levantaba el suelo, formando el acantilado amarillento de dos murallas sinuosas que se miraban frente á frente. La de la izquierda era el último límite de la Pampa. En la orilla opuesta empezaba la meseta patagónica, de fríos glaciales, calores asfixiantes, huracanes crueles y áspera vegetación, que sólo permite alimentarse á los rebaños cuando disponen de extensiones enormes.
Toda la vida del país estaba reconcentrada en la ancha hendidura abierta por las aguas que forma la línea fronteriza entre la Pampa y la Patagonia. Las dos cintas de terreno de sus orillas representaban miles de kilómetros de suelo fértil aportado por el río en su viaje de los Andes al mar. En una sección de este barranco inmenso era donde trabajaban los hombres para elevar el nivel de las aguas unos cuantos metros, fecundando los campos próximos.
Celinda daba gritos para excitar al caballo, como si necesitase comunicarle su alegría. Iba al encuentro de lo que más le interesaba en todo el país. Al seguir una revuelta del río se abrió la superficie de éste ante sus ojos, formando una laguna tranquila y desierta. En último término, donde se estrechaban sus orillas aprisionando y alborotando las aguas, vió los férreos perfiles de varias máquinas elevadoras, así como las techumbres de cinc ó de paja de una población. Era el antiguo campamento de la Presa, que se transformaba rápidamente en un pueblo. Todas sus construcciones parecían aplastadas sobre el suelo, sin una torrecilla, sin un doble piso que animase su platitud monótona.
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