– Volverán – dijo con tristeza. – Se han ido, pero volverán mañana… También Elena ha visto á ciertos amigos poderosos que inspiran á los periódicos ó tienen influencia sobre los jueces. Todos le han prometido servirla; pero ¡ay! cuando ella está lejos, cuando no la ven, su poder ya no es el mismo… Le han dicho que arreglarán las cosas, y no dudo que así será por el momento; pero ¿qué puede una mujer contra tantos enemigos?… Además, no debo consentir que mi esposa vaya de un lado á otro defendiéndome, mientras yo permanezco aquí encerrado. Sé á lo que se expone una mujer cuando va á solicitar el apoyo de los hombres. No… Eso sería peor que la cárcel.
Y por las pupilas de Torrebianca, que mostraba á veces un temor pueril y á continuación una gran energía, pasó cierto resplandor agresivo al pensar en los peligros á que podía verse expuesta la fidelidad de Elena durante las gestiones hechas para salvarle.
– La he prohibido que continúe las visitas, aunque sean á viejos amigos de su familia. Un hombre de honor no puede tolerar ciertas gestiones cuando se trata de su mujer… Confié-monos á la suerte, y ocurra lo que Dios quiera. Sólo el cobarde carece de solución cuando llega el momento decisivo.
Robledo, que le había escuchado sin dar muestras de impaciencia, dijo con voz grave:
– Yo tengo una solución mejor que la tuya, pues te permitirá vivir… Vente conmigo.
Y lentamente, con una frialdad metódica, como si estuviera exponiendo un negocio ó un proyecto de ingeniería, le explicó su plan.
Era absurdo esperar que se arreglasen favorablemente los asuntos embrollados por el suicidio de Fontenoy, y resultaba peligroso seguir viviendo en París.
– Te advierto que adivino lo que piensas hacer mañana ó tal vez esta misma noche, si consideras tu situación sin remedio. Sacarás tu revólver de su escondrijo, tomarás una pluma y escribirás dos cartas, poniendo en el sobre de una de ellas: «Para mi esposa»; y en el sobre de la otra: «Para mi madre». ¡Tu pobre madre que tanto te quiere, que se ha sacrificado siempre por ti, y á cuyos sacrificios corresponderás yéndote del mundo antes de que ella se marche!…
El tono de acusación con que fueron dichas estas palabras conmovió á Torrebianca. Se humedecieron sus ojos y bajó la frente, como avergonzado de una acción innoble. Sus labios temblaron, y Robledo creyó adivinar que murmuraban levemente: «¡Pobre mamá!… ¡Mamá mía!»
Sobreponiéndose á la emoción, volvió á levantar Federico su cabeza.
– ¿Crees tú – dijo – que mi madre se considerará más feliz viéndome en la cárcel?
El español se encogió de hombros.
– No es preciso que vayas á la cárcel para seguir viviendo. Lo que pido es que te dejes conducir por mí y me obedezcas, sin hacerme perder tiempo.
Después de mirar los periódicos que estaban sobre la mesa, añadió:
– Como creo dificilísima tu salvación, mañana mismo salimos para la América del Sur. Tú eres ingeniero, y allá en la Patagonia podrás trabajar á mi lado… ¿Aceptas?
Torrebianca permaneció impasible, como si no comprendiese esta proposición ó la considerase tan absurda que no merecía respuesta. Robledo pareció irritarse por su silencio.
– Piensa en los documentos que firmaste para servir á Fontenoy, declarando excelentes unos negocios que no habías estudiado.
– No pienso en otra cosa – contestó Federico – , y por eso considero necesaria mi muerte.
Ya no contuvo su indignación el español al oir las últimas palabras, y abandonando su asiento, empezó á hablar con voz fuerte.
– Pero yo no quiero que mueras, grandísimo majadero. Yo te ordeno que sigas viviendo, y debes obedecerme… Imagínate que soy tu padre… Tu padre no, porque murió siendo tú niño… Hazte cuenta que soy tu madre, tu vieja mamá, á la que tanto quieres, y que te dice: «Obedece á tu amigo, que es lo mismo que si me obedecieses á mí.»
La vehemencia con que dijo esto volvió á conmover á Torrebianca, hasta el punto de hacerle llevar las manos á los ojos. Robledo aprovechó su emoción para decir lo que consideraba más importante y difícil.
– Yo te sacaré de aquí. Te llevaré á América, donde puedes encontrar una nueva existencia. Trabajarás rudamente, pero con más nobleza y más provecho que en el viejo mundo; sufrirás muchas penalidades, y tal vez llegues á ser rico… Pero para todo eso necesitas venir conmigo… solo.
Se incorporó el marqués, apartando las manos de su rostro. Luego miró á su amigo con una extrañeza dolorosa. ¿Solo?… ¿Cómo se atrevía á proponerle que abandonase á Elena?… Prefería morir, pues de este modo se libraba del sufrimiento de pensar á todas horas en la suerte de ella.
Como Robledo estaba irritado, y en tal caso, siempre que alguien se oponía á sus deseos, era de un carácter impetuoso, exclamó irónicamente:
– ¡Tu Elena!… Tu Elena es…
Pero se arrepintió al fijarse en el rostro de Federico, procurando justificar su tono agresivo.
– Tu Elena es… la culpable en gran parte de la situación en que ahora te encuentras. Ella te hizo conocer á Fontenoy, ¿No es así?… Por ella firmaste documentos que representan tu deshonra profesional.
Federico bajó la cabeza; pero el otro todavía quiso insistir en su agresividad.
– ¿Cómo conoció tu mujer á Fontenoy?… Me has dicho que era amigo antiguo de su familia… y eso es todo lo que sabes.
Aún se contuvo un momento, pero su cólera le empujó, pudiendo más que su prudencia, que le aconsejaba callar.
– Las mujeres conocen siempre nuestra historia, y nosotros sólo sabemos de ellas lo que quieren contarnos.
El marqués hizo un gesto como si se esforzase por comprender el sentido de tales palabras.
– Ignoro lo que quieres decir – dijo con voz sombría – ;
pero piensa que hablas de mi mujer. No olvides que lleva mi nombre. ¡Y yo la amo tanto!…
Después quedaron los dos en silencio. Según transcurrían los minutos parecía agrandarse la separación entre ambos. Robledo creyó conveniente hablar para el restablecimiento de su amistosa cordialidad.
– Allá, la vida es dura, y sólo se conocen de muy lejos las comodidades de la civilización. Pero el desierto parece dar un baño de energía, que purifica y transforma á los hombres fugitivos del viejo mundo, preparándolos para una nueva existencia. Encontrarás en aquel país náufragos de todas las catástrofes, que han llegado lo mismo que los que se salvan nadando, hasta poner el pie en una isla bienaventurada. Todas las diferencias de nacionalidad, de casta y de nacimiento desaparecen. Allá sólo hay hombres. La tierra donde yo vivo es… la tierra de todos.
Como Torrebianca permanecía impasible, creyó oportuno recordarle otra vez su situación.
– Aquí te aguardan la deshonra y la cárcel, ó lo que es peor, la estúpida solución de matarte. Allá, conocerás de nuevo la esperanza, que es lo más precioso de nuestra existencia… ¿Vienes?
El marqués salió de su estupefacción, iniciando el esperado movimiento afirmativo; pero Robledo le contuvo con un ademán para que esperase, y añadió enérgicamente:
– Ya sabes mis condiciones. Allá hay que ir como á la guerra: con pocos bagajes; y una mujer es el más pesado de los estorbos en expediciones de este género… Tu esposa no va á morir de pena porque tú la dejes en Europa. Os escribiréis como novios; una ausencia larga reanima el amor. Además, puedes enviarla dinero para el sostenimiento de su vida. De todos modos, harás por ella mucho más que si te matas ó te dejas llevar á la cárcel… ¿Quieres venir?
Quedó pensativo Torrebianca largo rato. Después se levantó é hizo una seña á Robledo para que esperase, saliendo de la biblioteca.
No permaneció mucho tiempo solo el español. Le pareció oir muy lejos, como apagadas por las colgaduras y los tabiques, voces que casi eran gritos. Luego sonaron pasos más próximos, se levantó violentamente un cortinaje y entró Elena en la biblioteca seguida de su esposo.
Era una Elena transformada también por los acontecimientos. Robledo creyó que para ella las horas habían sido igualmente largas como años. Parecía más vieja, pero no por eso dejaba de ser hermosa. Su belleza ajada era más sincera que la de los días risueños. Tenía el melancólico atractivo de un ramo de flores que empiezan á marchitarse. Habían transcurrido veinticuatro horas sin que pudiera ella dedicarse á los cuidados de su cuerpo, y se hallaba además bajo la influencia de incesantes emociones, unas dolorosas y otras irritantes para su amor propio. Más que en la suerte de su marido, pensaba en lo que estarían diciendo á aquellas horas las numerosas amigas que tenía en París.
Arrojó violentamente á sus espaldas el cortinaje, y fué avanzando por la biblioteca como una invasión arrolladora. Sus ojos parecieron desafiar á Robledo.
– ¿Qué es lo que me cuenta Federico? – dijo con voz áspera. – ¿Quiere usted llevárselo y que deje abandonada á su mujer entre tantos enemigos?…
Torrebianca, que al marchar detrás de ella sentía de nuevo su poder de dominación, creyó del caso protestar para convencerla de su fidelidad.
– Yo no te abandonaré nunca… Se lo he dicho á Manuel varias veces.
Pero Elena no lo escuchaba, y continuó avanzando hacia Robledo.
– ¡Y yo que le tenía á usted por un amigo seguro!… ¡Mal sujeto! ¡Querer arrebatar á una mujer el apoyo de su esposo, dejándola sola!…
Al hablar miraba fijamente los ojos del español, como si pretendiese contemplarse en ellos. Pero debió ver tales cosas en estas pupilas, que su voz se hizo más suave, y hasta acabó por fingir un mohín infantil de disgusto, amenazando al hombre con un dedo. El colonizador permaneció impasible, encontrando, sin duda, inoportunas estas gracias pueriles, y Elena tuvo que continuar hablando con gravedad.
– A ver explíquese usted. Dígame cuáles son sus planes para sacar á mi marido de aquí, llevándolo á esas tierras lejanas donde vive usted como un señor feudal.
Insensible á la voz y á los ojos de ella, habló Robledo fríamente, lo mismo que si expusiese un trabajo de ingeniería.
Había discurrido, mientras conversaba con Federico, la manera de sacarlo de París. Buscaría al día siguiente un automóvil para él, como si se le hubiese ocurrido de pronto emprender un viaje á España. Era oportuno tomar precauciones. Torrebianca aún estaba libre, pero bien podía ser que lo vigilase preventivamente la policía mientras el juez estudiaba su culpabilidad. Aunque la frontera de España estaba lejos, la pasarían antes de que la Justicia hubiese lanzado una orden de prisión. Además, él tenía amigos en la misma frontera, que les ayudarían en caso de peligro para que pudiesen llegar los dos á Barcelona, y una vez en este puerto era fácil encontrar pasaje para la América del Sur.
Elena le escuchó frunciendo su entrecejo y moviendo la cabeza.
– Todo está bien pensado – dijo – ; pero en ese plan, ¿por qué ha de incluir usted solamente á mi esposo? ¿Por qué no puedo marcharme yo también con ustedes?
Torrebianca quedó sorprendido por la proposición. Horas antes, al volver Elena á casa, había mostrado una gran confianza en el porvenir para animar á su marido y tal vez para engañarse á sí misma. Venía de visitar á hombres que conocía de larga fecha y de recoger grandes promesas, dadas con la galantería melancólica y protectora que inspiran los recuerdos lejanos de amor. Como no veía otro remedio á su situación que estas palabras, había necesitado creer en ellas, forjándose ilusiones sobre su eficacia; pero ahora, al conocer el plan de Robledo, todo su optimismo acababa de derrumbarse.
Las promesas de sus amistades no eran mas que dulces mentiras; nadie haría nada por ellos al verlos en la desgracia; la Justicia seguiría su curso. Su marido iría á la cárcel, y ella tendría que empezar otra vez… ¡otra vez! en un mundo extremadamente viejo, donde le era difícil encontrar un rincón que no hubiese conocido antes… Además, ¡tantas amigas deseosas de vengarse!…
Robledo vió pasar por sus ojos una expresión completamente nueva. Era de miedo: el miedo del animal acosado. Por primera vez percibió en la voz de Elena un acento de verdad.
– Usted es el único, Manuel, que ve claramente nuestra situación; el único que puede salvarnos… Pero lléveme á mí también. No tengo fuerzas para quedarme… Primero mendigar en un mundo nuevo.
Y había tal tristeza y tal mansedumbre en esta súplica, que el español la compadeció, olvidando todo lo que pensaba contra ella momentos antes.
Torrebianca, como si adivinase la repentina flaqueza de su amigo, dijo enérgicamente:
– O te sigo con ella, ó me quedo á su lado, sin miedo á lo que ocurra.
Aún dudó Robledo unos momentos; pero al fin hizo con su cabeza un gesto de aceptación. Inmediatamente se arrepintió, como si acabase de aprobar algo que le parecía absurdo.
Empezó á reir Elena, olvidando con una facilidad asombrosa las angustias del presente.
– Yo siempre he adorado los viajes – dijo con entusiasmo. – Montaré á caballo, cazaré fieras, arrostraré grandes peligros. Voy á vivir una existencia más interesante que la de aquí; una vida de heroína de novela.
El español la miró como espantado de su inconsciencia. Ya no se acordaba de Fontenoy. Parecía haber olvidado igualmente que aún estaba en París, y de un momento á otro la policía podía entrar en la casa para llevarse á su marido.
Le alarmó también la enorme distancia entre la existencia real de los que colonizan las soledades de América y las ilusiones novelescas que se forjaba esta mujer.
Torrebianca les interrumpió con palabras de desaliento, como si juzgase imposible la realización del plan de su amigo.
– Para marcharnos, necesitamos pagar antes lo que debemos. ¿Dónde encontrar dinero?…
Su esposa volvió á reir, haciendo al mismo tiempo gestos de estrañeza.
– ¡Pagar!… ¿Quién piensa en eso? Los acreedores esperarán. Yo encuentro siempre una palabra oportuna para ellos… Ya les pagaremos desde América cuando tú seas rico.
Obsesionado por sus escrúpulos, el marqués insistió en ellos con una tenacidad caballeresca.
– No saldré de aquí sin que hayamos pagado á lo menos nuestra servidumbre. Además, necesitamos dinero para el viaje.
Hubo un largo silencio; y el marido, que seguía pensativo, dijo de pronto, como si hubiese encontrado una solución:
– Por suerte, tenemos tus joyas. Podemos venderlas antes de embarcarnos.
Miró Elena irónicamente el collar y las sortijas que llevaba en aquel momento.
– No llegarán á dar dos mil francos por éstas ni por las otras que guardo. Todas falsas, absolutamente falsas.
– Pero ¿y las verdaderas? – preguntó, asombrado, Torrebianca. – ¿Y las que compraste con el dinero que te enviaron muchas veces de tus propiedades en Rusia?
Robledo creyó oportuno intervenir para que no se prolongase este diálogo peligroso.
– No quieras saber demasiado, y hablemos del presente… Yo pagaré á tus domésticos; yo costearé el viaje de los dos.
Elena le tomó ambas manos, murmurando palabras de agradecimiento. Torrebianca, aunque conmovido por esta generosidad, insistía en no aceptarla; pero el español cortó sus protestas.
– Vine á París con dinero para seis meses, y me iré á las cuatro semanas; eso es todo.
Después añadió con una desesperación cómica:
– Me privaré de conocer unos cuantos restoranes nuevos y de apreciar varias marcas de vinos famosos… Ya ves que el sacrificio nada tiene de extraordinario.
Federico le estrechó la diestra silenciosamente, al mismo tiempo que Elena le abrazaba y besaba con un impudor entusiástico. Todas sus palabras eran ahora para un país desconocido, en el que no pensaba horas antes y que admiraba ya como un paraíso.
– ¡Qué ganas tengo de verme en aquella tierra nueva, que, como dice usted, es la tierra de todos!…
Y mientras los esposos hablaban de sus preparativos para emprender al día siguiente un viaje que en realidad, era una fuga, Robledo, puestos sus ojos en ella, se dijo mentalmente:
«¡Qué disparate acabo de hacer!… ¡Qué terrible regalo voy á llevar á los que viven allá lejos, duramente… pero en paz!»
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