Читать книгу «La muerte y un perro» онлайн полностью📖 — Фионы Грейс — MyBook.

Ahora Lacey se sentía muy estúpida. Evidentemente, a medida que esto pasara de una persona a la otra a lo largo del sistema de cotilleo de la pequeña ciudad todo se exageraría. El hecho de que Brooke fuera una luchadora en el pasado era una decepción tan grande como que Lacey había trabajado como ayudante de diseñadora de interiores en Nueva York; normal para ella, exótico para todos los demás.

–Ahora bien, respecto a lo de empuñar cactus… —dijo Brooke. Después le guiñó el ojo a Lacey.

Dejó la comida de la bandeja sobre la mesa, fue a buscar cuencos de agua y alimento balanceado para perros y, a continuación, dejó a Lacey y a Gina para que comieran tranquilas.

A pesar de las descripciones excesivamente complicadas del menú, la comida era realmente espectacular. El aguacate estaba en su perfecto punto de madurez, lo suficientemente blando para no tener que morderlo, pero no tan blando como para que fuera pasteloso. El pan era tierno, con semillas y estaba muy bien tostado. De hecho, incluso podía hacer la competencia al de Tom ¡y ese realmente era el mayor piropo que Lacey podía darle a algo! Pero el café era el verdadero triunfo. En estos días Lacey había estado bebiendo té, pues se lo ofrecían constantemente y porque parecía que no había ningún lugar en la ciudad que estuviera a la altura de sus expectativas. ¡Pero parecía que a Brooke le habían mandado el café directamente de Colombia a aquí! Desde luego que Lacey iba a cambiar e iba a venir a buscar su café mañanero aquí, en los días en los que empezara a trabajar a una hora prudente y no a una hora en la que la mayoría de la gente en su sano juicio estaba todavía dormitando en la cama.

Lacey estaba a media comida cuando la puerta automática que había detrás de ella se abrió con un sonido silbante y entraron tranquilamente nada más y nada menos que Buck y la tonta de su mujer. Lacey se quejó.

–Oye, chica —dijo Buck, chasqueando los dedos hacia Brooke y dejándose caer en un asiento—. Necesitamos café. Y yo tomaré un bistec con patatas fritas. —Señaló hacia el tablero como con exigencias y, a continuación, miró a su esposa—. ¿Daisy? ¿Tú qué quieres?

La mujer estaba dudando en la puerta con sus zapatos de tacón de aguja que tenían las puntas de los dedos de los pies al descubierto, y parecía de alguna manera aterrorizada por todos los cactus.

–Tomaré lo que sea más bajo en carbohidratos —murmuró.

–Una ensalada para la parienta/señora —le ladró Buck a Brooke—. No te pases con el aliño.

Brooke lanzó una mirada rápida a Lacey y a Gina y, a continuación, se marchó a preparar los pedidos de sus groseros clientes.

Lacey se tapó la cara con las manos, sintiendo vergüenza ajena por la pareja. Realmente esperaba que la gente de Wilfordshire no pensara que todos los americanos eran así. Buck y Daisy estaban dando mala fama a todo su país.

–Genial —dijo Lacey entre dientes cuando Buck empezó a hablar en voz alta con su esposa—. Estos dos me fastidiaron mi cita con Tom para tomar el té. Ahora me están fastidiando mi almuerzo contigo.

Gina no parecía impresionada por la pareja.

–Tengo una idea —dijo.

Se inclinó hacia delante y susurró algo a Boudicca que hizo que esta retorciera las orejas. Después soltó a la perra de su correa. Esta cruzó avasallando por todo el salón de té, saltó a la mesa y cogió el bistec del plato de Buck.

–¡EH! —vociferó este.

Brooke no lo pudo evitar. Estalló en una carcajada.

Lacey hizo un soplido, divertida por las gracias de Gina.

–Tráeme otro —exigió Buck—. Y saca a este perro FUERA.

–Lo siento, pero era el último bistec que me quedaba —dijo Brooke, guiñando el ojo a Lacey rápida y disimuladamente.

La pareja resopló y se marcharon hechos una furia.

Las tres mujeres se echaron a reír.

–No era el último que te quedaba, ¿verdad? —preguntó Lacey.

–No —dijo Brooke, riéndose entre dientes—. ¡Tengo un congelador lleno!

*

Se acercaba el final de la jornada laboral y Lacey había terminado de tasar todos los artículos náuticos para la subasta de mañana. Estaba muy emocionada.

Así fue hasta que sonó la campanita y Buck y Daisy entraron tranquilamente.

Lacey se quejó. Ella no era tan tranquila como Tom, y no era tan jovial como Brooke. Realmente pensaba que este encuentro no iría bien.

–Mira cuántos trastos —le dijo Buck a su mujer—. Qué montón de nada. ¿Cómo se te ocurrió entrar aquí, Daisy? Y huele mal. —Dirigió la mirada a Chester—. ¡Otra vez ese perro asqueroso!

Lacey apretó con tanta fuerza los dientes que casi esperaba que se rompieran. Intentó canalizar la tranquilidad de Tom mientras se acercaba a la pareja.

–Me temo que Wilfordshire es una ciudad muy pequeña —dijo—. Os encontraréis con las mismas personas —y los mismos perros— todo el rato.

–¿Eres tú? —preguntó Daisy que, evidentemente, reconoció a Lacey de sus dos discusiones anteriores—. ¿Esta tienda es tuya? —Tenía una voz distraída, como la de una chica cursi y con la cabeza hueca cualquiera.

–Así es —confirmó Lacey, que se sentía cada vez más cautelosa. La pregunta de Daisy había sonado malintencionada, como una acusación.

–Cuando oí tu acento en la pastelería, pensé que eras una clienta —continuó Daisy—. Pero ¿resulta que vives aquí? —Hizo una mueca—. ¿Qué hizo que quisieras dejar de América por esto?

Lacey notó que todos los músculos de su cuerpo se tensaban. Empezó a hervirle la sangre.

–Seguramente por las mismas razones por las que vosotros escogisteis venir de vacaciones aquí —respondió Lacey con la voz más tranquila que pudo reunir—. La playa. El mar. La campiña. La maravillosa arquitectura.

–Daisy —ladró Buck—. ¿Puedes darte prisa y encontrar la cosa que me trajiste hasta aquí para comprar?

Daisy echó un vistazo al mostrador.

–Ya no está. —Miró a Lacey—. ¿Dónde está aquella cosa de latón que estaba aquí antes?

«¿Una cosa de latón?», Lacey pensó en los artículos en los que había estado trabajando antes de la llegada de Gina.

Daisy continuó.

–Es como una especie de brújula, con un telescopio pegado. Para los barcos. La vi desde el escaparate cuando la tienda estaba cerrada a la hora de comer. ¿Ya la vendiste?

–¿Te refieres al sextante? —preguntó, frunciendo el ceño confundido ante por qué una rubia estúpida como Daisy querría un sextante antiguo.

–¿Eso! —exclamó Daisy—. Un sextante.

Buck se rio a carcajadas. Era evidente que el nombre le hacía gracia.

–¿No tienes suficiente sextante en casa? —dijo en broma.

Daisy se rio de forma nerviosa, pero a Lacey le pareció forzado, no tanto como si realmente le hiciera gracia y más como si estuviera adaptándose.

A Lacey no le hacía gracia. Cruzó los brazos y levantó las cejas.

–Lo siento, pero el sextante no está a la venta —explicó, manteniendo la atención en Daisy más que en Buck, que hacía que le costara mucho mantenerse amable—. Todos mis artículos náuticos van a subastarse mañana, así que no está a la venta para el público.

Daisy sacó el labio inferior.

–Pero yo lo quiero. Buck pagará el doble de lo que vale. ¿Verdad, Buck? —Le tiró del brazo.

Antes de que Buck pudiera responder, Lacey interrumpió—. No, lo siento, eso no es posible. No sé por cuánto lo venderé. De eso va precisamente una subasta. Es una pieza rara y van a venir especialistas de todo el país solo para hacer una oferta por ella. Podría ser cualquier precio. Si os lo vendiera ahora, yo podría salir perdiendo, y como las ganancias van a ir a la caridad, quiero asegurar el mejor trato.

Buck frunció fuertemente la frente. En ese momento, Lacey se dio todavía más cuenta de lo grande y ancho que era realmente el hombre. Medía casi dos metros y hacía más que dos como ella juntas, como un roble grande. Era intimidante tanto en tamaño como en sus maneras.

–¿No has oído lo que ha dicho mi esposa? —ladró—. Quiere comprar ese chisme tuyo, así que di un precio.

–Ya la he oído —respondió Lacey, manteniéndose firme—. Es a mí a quien no se escucha. El sextante no está a la venta.

Parecía más segura de lo que se sentía. Empezó a sonar una pequeña alarma en su conciencia, que le decía que iba de cabeza a una situación peligrosa.

Buck dio un paso adelante, su sombra amenazante se cernía sobre ella. Chester dio un salto y gruñó en respuesta, pero estaba claro que a Buck no lo perturbó y, sencillamente, lo ignoró.

–¿Me estás negando la venta? —dijo—. ¿Eso no es ilegal? ¿Nuestro dinero no es lo bastante bueno para ti? —Se sacó un montón de dinero en efectivo del bolsillo y se lo pasó por delante de las narices a Lacey de una manera decididamente intimidatoria—. Tiene la cara de la reina y todo. ¿No te vale con esto?

Chester empezó a ladrar furioso. Lacey le hizo una señal con la mano para que parara y él lo hizo, obediente, pero mantuvo la posición como si estuviera listo para atacar en el instante en el que ella le diera el visto bueno.

Lacey cruzó los brazos y se puso en guardia ante Buck, consciente de cada centímetro de él que se le acercaba pero decidida a mantenerse firme. No la iba a amedrentar para que vendiera el sextante. No iba a permitir que este hombre malo y enorme la intimidara y le fastidiara la subasta en la que había trabajado tanto y que tenía tantas ganas que llegara.

–Si queréis comprar el sextante, tendréis que venir a la subasta y hacer una oferta por él —dijo.

–Oh, lo haré —dijo Buck con los ojos entrecerrados. Señaló con el dedo a la cara de Lacey—. ya puedes contar que lo haré. Recuerda lo que te digo. Buckland Stringer va a ganar.

Y con esto, la pareja se marchó, saliendo tan rápido de la tienda que casi dejaron turbulencias a su paso. Chester fue corriendo hacia el escaparate, puso las patas delanteras contra el cristal y gruñó a sus espaldas a medida que se alejaban. Lacey también observó cómo se marchaban, hasta que los perdió de vista. Fue entonces cuando se dio cuenta de lo acelerado que tenía el corazón y de lo mucho que le temblaban las piernas. Se agarró al mostrador para recuperar el equilibrio.

Tom tenía razón. Se había traído la mala suerte a sí misma al decir que no había ninguna razón por la que la pareja viniera a su tienda. Pero se le podía perdonar que supusiera que aquí no hubiera nada de interés para ellos. Mirando a Daisy, ¡nadie hubiera adivinar que pudiera desear tener un sextante náutico antiguo!

–Oh, Chester —dijo Lacey, hundiendo la cabeza en el puño—. ¿Por qué les dije lo de la subasta?

El perro gimoteó, al darse cuenta de la nota de triste arrepentimiento en su tono.

–¡Ahora también los tendré que aguantar mañana! —exclamó—. ¿Y qué posibilidades hay de que sepan algo del protocolo de las subastas? Va a ser un desastre.

Y exactamente así, la emoción por su subasta de mañana se desvaneció como una llama entre sus dedos. En su lugar, Lacey solo sentía terror.