Читать бесплатно книгу «Los muertos mandan» Висенте Бласко-Ибаньеса полностью онлайн — MyBook
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Marchaban los dos como si se hubiesen conocido toda la vida, admirando Jaime en los ademanes de miss Gordon esa libertad varonil de las muchachas sajonas, que no temen el contacto con el hombre y se sienten fuertes al ser guardadas por ellas mismas. Desde aquel día salieron juntos a correr los museos, las academias, las viejas iglesias, unas veces solos, otras con la señora de compañía, que se esforzaba por seguir sus pasos. Eran dos camaradas que se comunicaban sus impresiones sin pensar nunca en la diversidad de sus sexos. Jaime sentía deseos de aprovecharse de esta intimidad diciendo galanterías, osando pequeños atrevimientos; pero se detenía en el momento oportuno. Con estas mujeres era peligrosa la acción, se mantienen impasibles, a prueba de toda clase de impresiones. Debía esperar que fuese ella la que tomase la iniciativa. Eran hembras que podían ir solas por el mundo, sintiéndose capaces de interrumpir los arrebatos de pasión con golpes de boxeo. Algunas había visto él en sus viajes que llevaban en el manguito, o en el bolso de mano, entre la caja de polvos y el pañuelo, un diminuto y niquelado revólver.

Miss Mary le hablaba del lejano archipiélago oceánico en el que su padre era algo así como un virrey. No tenía madre, y había venido a Europa para completar los estudios hechos en Australia. Ella era doctora de la Universidad de Melbourne; doctora en música… Jaime, disimulando el asombro que le causaban estas noticias de un mundo lejano, hablaba de él, de su familia, de su país, de las curiosidades de la isla, de la caverna de Artá, trágicamente grandiosa, caótica como una antesala del infierno; de las cuevas del Dragón, con sus bosques de estalactitas luminosas, cual un palacio de hielo, y sus lagos milenarios y dormidos, de cuyo profundo cristal parecía que iban a surgir mágicas desnudeces semejantes a las de las hijas del Rhin que guardaban el tesoro de los Nibelungos. Miss Gordon le escuchaba embelesada. Jaime parecía engrandecerse ante sus ojos al ser hijo de aquella isla de ensueño, donde es siempre azul el mar, luce el sol en todo tiempo y florece el naranjo.

Poco a poco Febrer fue pasando las tardes en la habitación de la inglesa. Habían terminado las representaciones del festival de Mozart. Miss Gordon necesitaba diariamente el alimento espiritual de la música. Tenía un piano en su salón y un rimero de partituras que la acompañaban en sus viajes. Jaime sentábase junto a ella, frente al teclado, y procuraba seguirla como acompañante en las piezas que interpretaba, siempre del mismo autor, del dios, del único. El hotel estaba próximo a la estación, y el ruido de camiones, coches y tranvías enervaba a la inglesa, haciéndola cerrar las ventanas. La dama de compañía quedábase en su cuarto, satisfecha de verse libre de aquel chaparrón musical, cuyas delicias no podían compararse con las de hacer una buena labor de punto de Irlanda. Miss Gordon, sola con el español, le trataba como una maestra.

–A ver, otra vez: repitamos el tema de «la espada». Ponga usted atención.

Pero Jaime se distraía contemplando de reojo el cuello largo y blanquísimo de la inglesa, erizado de pelillos de oro, la red de venas azules que se marcaba levemente en la transparencia de su epidermis nacarada.

Llovía una tarde; el cielo plomizo parecía rozar los tejados de las casas; en el salón había una luz difusa de bodega. Tocaban casi a tientas, avanzando las cabezas para leer en la mancha blanca de la partitura. Zumbaba la selva de los encantos, moviendo sus verdes y rumorosas cabelleras ante el rudo Sigfrido, inocente hijo de la Naturaleza, ansioso de conocer el lenguaje y el alma de las cosas inanimadas. Cantaba el pájaro maestro, haciendo resaltar su dulce voz entrecortada sobre los murmullos del follaje. Mary se estremeció.

–¡Ah, poeta!… ¡poeta!

Y siguió tocando. Luego, en la creciente obscuridad del salón sonaron los rudos acordes que acompañan al héroe a la tumba; la fúnebre marcha de los guerreros llevando sobre el pavés el cuerpo membrudo, blanco y rubio de Sigfrido, interrumpida por la frase melancólica del dios de los dioses. Mary seguía temblando, hasta que de pronto sus manos abandonaron el teclado y su cabeza fue a posarse en un hombro de Jaime, como un pájaro que abate sus alas.

¡Oh, Richard!… ¡Richard, mon bien aimée!

El español vio sus ojos extraviados y su boca llorosa que se ofrecían; sintió en sus manos las manos frías de ella, le envolvió su aliento. Sobre su pecho se aplastaron ocultas redondeces de elástica y firme dureza cuya existencia no había podido sospechar.

Y aquella tarde no hubo más música.

A media noche, cuando se acostó Febrer, aún no había salido de su asombro. Él era el precursor, el primero que llega; no tenía dudas. Después de tantos miramientos, así habían ocurrido las cosas, con la mayor simpleza, como quien ofrece la mano, sin que él pusiera nada de su parte.

Otro de sus asombros había sido oírse llamar con un nombre que no era el suyo. ¿Quién podía ser aquel Ricardo?… Pero en la hora de dulces y soñolientas explicaciones que siguen a las de locura y olvido, ella le había hablado de la impresión que sintió en Bayreuth al verle por primera vez entre las mil cabezas que llenaban el teatro. ¡Era él… él, como le representaban sus retratos de joven! Y al encontrarle de nuevo en Munich bajo el mismo techo, había sentido que la suerte estaba echada y era inútil luchar por desprenderse de esta atracción.

Febrer se examinó con irónica curiosidad en el espejo de su cuarto. ¡Lo que una mujer es capaz de descubrir! Sí; algo tenía del otro… la frente pesada, los cabellos lacios, la nariz picuda y la barba saliente, que, andando los años, se inclinarían buscándose, para darle cierto perfil de bruja… ¡Excelente y glorioso Ricardo! ¡Por dónde había venido a proporcionarle una de las mayores felicidades de su vida!… ¡Qué hembra tan original aquélla!

Y su asombro aún se aumentó en los otros días, mezclado con cierta amargura. Era una mujer que parecía renovarse diariamente, olvidando lo pasado. Le recibía con grave tiesura, como si nada hubiese ocurrido, como si en ella no dejasen rastro los hechos, como si el día anterior no existiese, y únicamente cuando la música evocaba la memoria del otro venían el enternecimiento y la sumisión.

Jaime, irritado, se proponía dominarla: por algo era hombre. Al fin fue consiguiendo que el piano sonase menos y que ella viese en su persona algo más que un retrato viviente del ídolo.

En su feliz embriaguez les pareció feo Munich y enojoso aquel hotel donde les habían conocido extraños el uno al otro. Sentían la necesidad de arrullarse libremente, de volar lejos, y un día se vieron en un puerto que tenía a su entrada un león de piedra y más allá la líquida planicie de un lago inmenso que se confundía con el cielo en la línea del horizonte. Estaban en Lindau. Un vapor podía llevarlos a Suiza, otro a Constanza, y prefirieron la tranquila ciudad alemana del famoso Concilio, yendo a instalarse en el Hotel de la Isla, antiguo monasterio de dominicos.

¡Cómo se conmovía Febrer al recordar este período, el mejor de su existencia! Mary seguía siendo para él una mujer de carácter original, en la que siempre quedaba algo por conquistar, abordable a ciertas horas y repelente y austera el resto del día. Era su amante, y sin embargo no podía permitirse un descuido, una libertad que revelase la confianza de la vida común. La más leve alusión a sus intimidades la hacía enrojecer de protesta: «¡Shocking!…»

Y no obstante, todas las madrugadas, al romper el alba, Febrer, siguiendo los corredores del antiguo convento, regresaba a su cuarto, deshacía la cama para que no sospechasen los sirvientes y se asomaba al balcón. Cantaban los pájaros en un jardín de altos rosales situado a sus pies. Más allá, el lago de Constanza se coloreaba de púrpura con la salida del sol. Los primeros esquifes de pesca partían las aguas con ondulaciones de color anaranjado; sonaban a lo lejos, veladas por la húmeda brisa mañanera, las campanas de la catedral; comenzaban a rechinar las grúas en la orilla donde el lago deja de serlo, encauzándose para convertirse en el Rhin; los pasos de los criados y los frotes de la limpieza despertaban en el hotel los ecos del claustro monacal.

Junto al balcón, adosada al muro, y tan inmediata que Febrer podía tocarla con la mano, había un torrecilla con montera de pizarra y antiguos escudos en su pared circular. Era la torre donde había vivido preso Juan Huss antes de marchar a la hoguera.

El español pensaba en Mary. A aquellas horas estaría en la penumbra perfumada de su habitación, con la rubia cabecita entre los brazos, durmiendo el primer sueño serio de la noche, cansado el cuerpo y vibrante aún por la más noble de las fatigas… ¡Pobre Juan Huss! Jaime le compadecía como si hubiese sido amigo suyo. ¡Quemarle ante un paisaje tan hermoso, tal vez una mañana como aquélla!… ¡Meterse en la boca del lobo y dar la vida por si el Papa era bueno o malo, o los laicos debían comulgar con vino lo mismo que los sacerdotes! ¡Morir por tales simplezas cuando la vida es tan hermosa y el hereje hubiera podido amenizarla ricamente con cualquiera de las rubias pechugonas y caderudas, amigas de cardenales, que presenciaron su suplicio!… ¡Infeliz apóstol! Febrer compadecía irónicamente la simpleza del mártir. Él veía la existencia con otros ojos… ¡Viva el amor!… Era lo único serio de la existencia.

Cerca de un mes permanecieron en la antigua ciudad episcopal, paseando a la caída de la tarde por las calles solitarias cubiertas de hierba, con sus palacios ruinosos del tiempo del Concilio; bajando en esquife la corriente del Rhin a lo largo de riberas orladas de bosques; deteniéndose a contemplar las casitas de techo rojo y amplias parras bajo las cuales cantaban los burgueses jarro en mano, con una alegría germánica de sochantre, grave y reposada.

De Constanza pasaron a Suiza, y después a Italia. Un año anduvieron juntos, contemplando paisajes, viendo museos, visitando ruinas, cuyas sinuosidades y escondrijos aprovechaba Jaime para besar la nacarada piel de Mary, gozándose en sus auroras de rubor y en el gesto de enfado con que protestaba: «¡Shocking!…» La acompañanta, insensible como una maleta a las novedades del viaje, seguía la confección de un gabán de punto de Irlanda empezado en Alemania, seguido a través de los Alpes, a lo largo de los Apeninos y a la vista del Vesubio y del Etna. Privada de poder hablar con Febrer, que ignoraba el inglés, lo saludaba con el brillo amarillento de sus dientes y volvía a su trabajo, siendo una figura decorativa de los halls de los hoteles.

Los dos amantes hablaban de casarse. Mary resolvía la situación con enérgica rapidez. A su padre sólo necesitaba escribirle dos líneas. Estaba muy lejos, y además nunca le había consultado en ningún asunto. Aprobaría cuanto ella hiciese, seguro de su seso y prudencia.

Estaban en Sicilia, tierra que recordaba a Febrer su isla. También los antiguos de la familia habían andado por allí, pero con la coraza sobre el pecho y en peor compañía. Mary hablaba del porvenir, arreglando la parte financiera de la futura sociedad con el sentido práctico de su raza. No le importaba que Febrer tuviese poca fortuna: ella era rica para los dos. Y enumeraba todos sus bienes, tierras, casas y acciones, como un administrador seguro de su memoria. Al regresar a Roma se casarían en la capilla evangélica y en una iglesia católica. Ella conocía a un cardenal que le había proporcionado una visita al Papa. Su Eminencia lo arreglaría todo.

Jaime pasó una noche en claro en un hotel de Siracusa… ¿Casarse? Mary era agradable: embellecía la vida y llevaba con ella una fortuna. ¿Pero realmente se casaba con él?… Comenzaba a molestarle el otro, el fantasma ilustre que había surgido en Zurich, en Venecia, en todos los lugares visitados por ellos que guardaban recuerdos del paso del maestro… Él se haría viejo, y la música, su temible rival, se conservaría siempre fresca. Dentro de pocos años, cuando el matrimonio hubiese quitado a sus relaciones el encanto de lo ilegal, el deleite de lo prohibido, Mary encontraría algún director de orquesta más semejante aún «al otro», o un violonchelista feo, melenudo y de pocos años que le recordase a Beethoven muchacho. Además, él era de otra raza, de otras costumbres y pasiones. Estaba cansado de aquella reserva pudibunda en el amor, de aquella resistencia a la entrega definitiva que le gustaba al principio, como una renovación de la mujer, pero había acabado por fatigarle. No; aún era tiempo de salvarse.

–Lo siento por lo que pensará de España… Lo siento por don Quijote—dijo haciendo su maleta en la madrugada.

Y huyó, yendo a perderse en París, adonde la inglesa no iría a buscarle. Odiaba a esta ciudad ingrata por la silba del Tannhauser, suceso ocurrido muchos años antes de nacer ella.

De estas relaciones, que habían durado un año, sólo guardó Jaime el recuerdo de una felicidad agrandada y embellecida por el paso del tiempo y un mechón de cabellos rubios. También debía tener entre varias guías de viaje y numerosas postales con vistas, guardadas en un mueble antiguo de su caserón, un retrato de la doctora en música, vistiendo una toga de luengas mangas y un birrete cuadrado del que pendía una borla.

De la vida que llevó después apenas se acordaba. Era un vacío de tedio cortado por congojas monetarias. El administrador mostrábase tardo y doliente en sus remesas. Jaime le pedía dinero, y contestaba con cartas quejumbrosas, hablando de intereses que había que satisfacer, de segundas hipotecas para las cuales apenas encontraba prestamistas, de irregularidad de una fortuna en la que no quedaba nada libre de gravamen.

Creyendo que con su presencia podía solucionar esta mala situación, Febrer hacía cortos viajes a Mallorca, terminados siempre por la venta de alguna finca; y apenas veía dinero en sus manos, levantaba otra vez el vuelo, sin prestar oído a los consejos del administrador. El dinero le comunicaba un optimismo sonriente. Todo se arreglaría. A última hora contaba con el recurso del matrimonio. Mientras tanto… ¡a vivir!

Y vivió todavía algunos años, unas veces en Madrid, otras en las grandes ciudades del extranjero, hasta que al fin el administrador cerró este período de alegres prodigalidades enviando su dimisión, sus cuentas, y con ellas la negativa a seguir remitiendo dinero.

Un año llevaba en la isla «enterrado», como él decía, sin otra diversión que las noches de juego en el Casino y las tardes pasadas en el Borne en una mesa de antiguos camaradas, isleños sedentarios que gozaban con el relato de sus viajes. Apuros y miserias: ésta era la realidad de su vida presente. Los acreedores le amenazaban con inmediatas ejecuciones.

Aún conservaba aparentemente Son Febrer y otros bienes de sus antepasados, pero la propiedad producía poco en la isla; las rentas, por una costumbre tradicional, eran iguales que en tiempo de sus abuelos, pues las familias de arrendatarios se perpetuaban en el disfrute de las fincas. Estos pagaban directamente a sus acreedores, pero aun así, no llegaban a satisfacer la mitad de los intereses. Los ricos adornos del palacio sólo los conservaba como un depósito. La noble casa de los Febrer estaba sumergida y él era incapaz de sacarla a flote. Pensaba fríamente algunas veces en la conveniencia de salir del mal paso sin humillaciones ni deshonras, haciendo que le encontrasen una tarde en el jardín, dormido para siempre bajo un naranjo, con un revólver en la diestra.

En tal situación, alguien le sugirió una idea al salir del Casino, después de las dos de la madrugada, a la hora en que el insomnio nervioso hace ver las cosas con una luz extraordinaria que parece darles distinto relieve. Don Benito Valls, el rico chueta, le apreciaba mucho. Varias veces había intervenido espontáneamente en sus asuntos, librándole de peligros inminentes. Era simpatía a su persona y respeto a su nombre. Valls no tenía más que una heredera, y además estaba enfermo: la exuberancia prolífica de su raza se había desmentido en él. Su hija Catalina había querido ser monja en la adolescencia; pero ahora, pasados los veinte años, sentía gran amor por las vanidades del mundo, y compadecía tiernamente a Febrer cuando hablaban ante ella de sus desgracias.

Jaime se resistió a la proposición casi con tanto asombro como madó Antonia. ¡Una chueta!… Pero la idea fue abriéndose camino, lubrificada en su incesante taladro por los apuros y las miserias crecientes que acompañaban la llegada de cada día. ¿Por qué no?… La hija de Valls era la heredera más rica de la isla, y el dinero no tiene sangre ni raza.

Al fin había cedido a las instancias de algunos amigos, oficiosos mediadores entre él y la familia, y aquella mañana iba a almorzar en la casa de Valldemosa, donde vivía Valls gran parte del año para alivio del asma que le ahogaba.

Jaime hizo un esfuerzo de memoria queriendo recordar a Catalina. La había visto varias veces, en las calles de Palma. Buena figura, rostro agradable. Cuando viviera lejos de los suyos y vistiese mejor, sería una señora «presentable»… ¿Pero podía amarla?…

Febrer sonrió escépticamente. ¿Acaso resultaba necesario el amor para casarse? El matrimonio era un viaje a dos por el resto de la vida, y únicamente había que buscar en la mujer las condiciones que se exigen en un compañero de excursión: buen carácter, identidad de gustos, las mismas aficiones en el comer y en el dormir… ¡El amor! Todos se creían con derecho a él, y el amor era como el talento, como la belleza, como la fortuna, una dicha especial que sólo disfrutaban contadísimos privilegiados. Por suerte, el engaño venía a ocultar esta cruel desigualdad, y todos los humanos acababan sus días pensando nostálgicamente en la juventud, creyendo haber conocido realmente el amor, cuando no habían sentido otra cosa que el delirio de un contacto de epidermis.

El amor era una cosa hermosa, pero no indispensable en el matrimonio ni en la existencia. Lo importante era escoger una buena compañera para el resto del viaje; acomodarse bien en los asientos de la vida; arreglar el paso de los dos a un mismo ritmo, para que no hubiesen saltos ni encontronazos; dominar los nervios y que la piel no se repeliese en el contacto de la existencia común; poder dormir como buenos camaradas, con mutuo respeto, sin herirse con las rodillas ni meterse los codos en los costillares… Él esperaba encontrar todo esto, dándose por contento.

Valldemosa se presentó de pronto a su vista sobre la cumbre de una colina rodeada de montañas. La torre de la Cartuja, con adornos de azulejos verdes, elevábase sobre la frondosidad de los jardines de las celdas.

Febrer vio un carruaje inmóvil en una revuelta del camino. Un hombre descendió de él, moviendo los brazos para que el cochero de Jaime detuviese sus bestias. Luego abrió la portezuela y subió riendo, para sentarse al lado de Febrer.

–¡Hola, capitán!—dijo éste con extrañeza.

–No me esperabas, ¿eh?… También soy del almuerzo; me convido yo mismo. ¡Qué sorpresa va a tener mi hermano!…

Jaime estrechó su diestra. Era uno de sus más leales amigos: el capitán Pablo Valls.

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