Se hizo el vacío en torno a la escandalosa pareja. Mientras los niños jugaban con su madre en el campo, como pequeños salvajes, el enfermo tosía recluido en su dormitorio, detrás de los cristales, o se asomaba a la puerta buscando un rayo de sol. Por las noches, a altas horas, era la visita de la musa, enfermiza y melancólica, y sentado al piano improvisaba entre toses y gemidos su música, de una voluptuosidad amarga.
El dueño de Son Vent, un burgués de la ciudad, dio orden a los forasteros de levantar el campo, como si fuesen una banda de bohemios. El pianista estaba tísico, y él no quería contagiar su finca. ¿Adonde ir?… El regreso a la patria era difícil: estaban en pleno invierno, y Chopin temblaba como un pájaro abandonado pensando en los fríos de París. La isla inhospitalaria era amada, sin embargo, por la dulzura de su clima. Como único refugio se ofreció a ellos la cartuja de Valldemosa: edificio sin bellezas arquitectónicas, sin otro encanto que el de su antigüedad medioeval, pero enclavado entre montañas por cuyas laderas se derrumban bosques de pinos, teniendo como suaves cortinas que amortiguan el ardor del sol plantaciones de almendros y palmeras, entre cuyo ramaje alcanzan los ojos la verde llanura y el lejano mar. Era un monumento casi en ruinas, un convento de melodrama, lúgubre y misterioso, en cuyos claustros acampaban vagabundos y mendigos. Para entrar en él era preciso atravesar el cementerio de los frailes, con sus fosas removidas por las raíces de las plantas silvestres, que sacaban los huesos a flor de tierra. En las noches de luna vagaba por el claustro un espectro blanco, el alma de un fraile maldito que aguardaba la hora de la redención paseándose por el lugar de sus pecados.
Allá marcharon los fugitivos un día lluvioso de invierno, azotados por el aguacero y el huracán, siguiendo el mismo camino que ahora seguía Febrer, pero un camino antiguo que sólo tenía de tal el nombre. Los carros de la caravana iban, como decía Jorge Sand, «con una rueda por la montaña y otra por el fondo de una torrentera». El músico, arrebujado en un capote, temblaba y tosía bajo la lona del toldo, estremeciéndose con los dolorosos vaivenes. La novelista seguía a pie en los malos pasos, llevando a sus hijos de la mano en este viaje de vagabundos.
Pasaron todo el invierno en la soledad de la Cartuja. Ella, calzando babuchas y con el puñalito en la cabellera mal peinada, hacía la cocina animosamente, con la ayuda de una mozuela del país, que aprovechaba el menor descuido para engullirse los bocados destinados al «querido enfermo». Los chicuelos de Valldemosa apedreaban a los pequeños franceses, creyéndolos moros, enemigos de Dios. Las mujeres robaban a la madre al venderla los comestibles, y además la apodaban «la Bruja». Todos hacían la cruz a estos gitanos que se atrevían a vivir en una celda del monasterio, cerca de los muertos, en continuo trato con el fraile fantasma que se paseaba por el claustro.
De día, mientras descansaba el enfermo, preparaba ella el puchero y ayudaba a la sirvienta, con sus manos finas y pálidas de artista, a mondar las legumbres. Luego corría con sus hijos a la abrupta costa de Miramar, cubierta de arboleda, donde Raimundo Lulio estableció su escuela de estudios orientales. Sólo al llegar la noche comenzaba su verdadera existencia.
El claustro, obscuro, enorme, conmovíase con una música misteriosa que parecía venir de muy lejos, al través de los recios paredones. Era Chopin, que, inclinado ante el piano, componía sus Nocturnos. La novelista, a la luz de una vela, escribía Spiridón, la historia del monje que acaba por demoler todas sus creencias, y muchas veces cortaba su trabajo para correr al lado del músico y preparar sus tisanas, alarmada por la frecuencia de su tos. En las noches de luna tentábala el escalofrío de lo misterioso, la voluptuosidad del miedo, y salía al claustro, cuya lobreguez cortaban las manchas lácteas de los ventanales. ¡Nadie!… Después sentábase en el cementerio de los monjes, esperando en vano la aparición del fantasma para animar su monótona existencia con algo novelesco.
Una noche de Carnaval, la Cartuja fue invadida por los moros. Eran jóvenes de Palma que después de recorrer la ciudad disfrazados de berberiscos pensaron en «la francesa», avergonzados sin duda del aislamiento en que la tenían las gentes. Llegaron a media noche, turbando con sus canciones y guitarreos la calma misteriosa del convento, haciendo aletear medrosos a los pajarracos albergados en las ruinas. En una pieza de la celda bailaron danzas españolas, que el músico seguía atentamente con sus ojos de fiebre, mientras la novelista iba de un grupo a otro, sintiendo la simple alegría de la burguesa que no se ve olvidada.
Esta fue su única noche feliz en Mallorca. Luego, al volver la primavera, el «amado enfermo» se sintió mejor y emprendieron el lento retorno a París. Eran aves de paso que detrás de su invernaje no dejaban otra huella que la del recuerdo. Ni siquiera pudo saber Jaime con certeza qué habitación había sido la suya. Las reformas realizadas en el convento habían borrado todo vestigio. Muchas familias de Palma veraneaban ahora en la Cartuja, convirtiendo las celdas en hermosas habitaciones, y cada cual quería que la suya fuese la de Jorge Sand, infamada y despreciada por sus abuelas. Febrer había visitado el convento con un nonagenario de los que fueron vestidos de moros a dar serenata a la francesa. No se acordaba de nada; no podía reconocer la habitación.
El nieto de don Horacio sentía una especie de amor retrospectivo hacia aquella mujer extraordinaria. La veía como en los retratos de su juventud, con el rostro inexpresivo y los ojos profundos y enigmáticos bajo una cabellera suelta sin más adorno que una rosa en una sien. ¡Pobre Jorge Sand! El amor había sido para ella lo que la antigua esfinge: cada vez que intentaba interrogarlo sentía en el corazón su zarpazo sin misericordia. Todas las abnegaciones y rebeldías del amor las había conocido aquella mujer. La hembra caprichosa de las noches venecianas, la infiel compañera de Musset, era la misma enfermera que guisaba la cena y preparaba las tisanas al moribundo Chopin en la soledad de Valldemosa… ¡Si él hubiese conocido una mujer así, una mujer que llevase dentro mil mujeres, toda la infinita variedad femenil de dulzuras y crueldades!… ¡Ser amado por una hembra superior, a la que pudiera imponer el ascendiente varonil y que al mismo tiempo le inspirase respeto por su grandeza intelectual!…
Quedó Febrer largo rato como adormecido por este deseo, mirando el paisaje sin verlo. Luego sonrió irónicamente, como si compadeciese su insignificancia. Recordaba el objeto de su viaje y se tenía lástima. Él, que soñaba con grandes amores desinteresados y extraordinarios, iba a venderse, ofreciendo su mano y su nombre a una mujer que apenas había visto; a contraer una alianza que escandalizaría a toda la isla… ¡Digno término de una vida inútil y atolondrada!
El vacío de su existencia se le aparecía ahora claramente, sin los engaños de la presunción personal. La proximidad del sacrificio lo hacía replegarse en sus recuerdos, cual si buscase en ellos una justificación de los actos presentes. ¿Para qué había servido su paso por el mundo?…
Volvió otra vez a las memorias de su infancia que había evocado en el camino de Sóller. Veíase en el venerable caserón de los Febrer con sus padres y su abuelo. Era hijo único. Su madre, una señora pálida, de belleza melancólica, había quedado enferma a consecuencia de su nacimiento. Don Horacio vivía en el segundo piso, en compañía de un viejo criado, como si fuese un huésped en la casa, mezclándose con la familia o aislándose de ella a su capricho.
Jaime, en medio de la vaguedad de sus recuerdos infantiles, contemplaba con saliente relieve la figura de su abuelo. Jamás había encontrado una sonrisa en aquel rostro de patillas blancas, que contrastaban con sus ojos negros e imperiosos. Los de la casa tenían prohibido subir a sus habitaciones. Nadie le había visto más que en traje de calle, con una pulcritud minuciosa. El nieto, que era el único que podía subir a su dormitorio a todas horas, encontrábale de buena mañana con su levita azul, alto cuello de puntas y la negra corbata arrollada en varias vueltas, sujeta por una perla enorme. Hasta en días de enfermedad conservaba su aspecto correcto, de una elegancia antigua. Si la dolencia le obligaba a guardar cama, daba órdenes al criado para que no recibiese ni a su hijo.
Febrer pasaba las horas sentado a los pies de su abuelo, escuchando sus relatos e intimidado por la enorme cantidad de libros que desbordaba de los armarios, extendiéndose por sillas y mesas. Le veía igual en todo tiempo, con su levita forrada de seda roja, que parecía siempre la misma y era renovada, sin embargo, cada seis meses. Las estaciones no traían otra mudanza que el convertir el invernal chaleco de terciopelo en otro de seda bordada. Cifraba su principal orgullo en la ropa blanca y en los libros. Le traían del extranjero docenas de docenas de camisas, que muchas veces amarilleaban olvidadas, sin estrenar, en el fondo de los armarios. Los libreros de París enviábanle enormes paquetes de volúmenes recién publicados, y en vista de sus continuas demandas, escribían en la dirección una línea que don Horacio mostraba con burlona complacencia: «Mercader de libros.»
Hablaba al último de los Febrer con una bondad de abuelo, esforzándose por que entendiese sus relatos, a pesar de que era parco en palabras y poco sufrido en sus relaciones con la familia. Le contaba sus viajes a París y Londres: los primeros en buque de vela hasta Marsella y luego en silla de posta; los otros en vapores de ruedas y en camino de hierro, grandes inventos cuya infancia había presenciado. Hablaba de la sociedad en la época de Luis Felipe; de los grandes estrenos del romanticismo, a los que había asistido; de las barricadas que había visto levantar desde su cuarto, callándose que al mismo tiempo abarcaba el talle de una «griseta» asomada junto a él.
Su nieto había nacido en buen tiempo: el mejor de todos. Don Horacio se acordaba de sus desavenencias con su terrible padre, que le habían obligado a viajar por Europa; aquel caballero que salía al encuentro del rey Fernando para pedirle la vuelta a los usos antiguos, y bendecía a los hijos diciéndoles: «Dios te haga un buen inquisidor.»
Luego enseñaba a Jaime grandes estampas con vistas de las ciudades en las que había vivido, y que al niño le parecían poblaciones de ensueño. Algunas veces se quedaba contemplando el retrato de «la abuela del arpa», de su esposa, la interesante doña Elvira, el mismo lienzo que estaba ahora en el recibimiento con las demás señoras de la familia. No parecía conmoverse. Conservaba la misma gravedad con que acompañaba las bromas a que era aficionado y las palabras gruesas que matizaban su conversación, pero decía con voz algo trémula:
–Tu abuela era una gran señora, un alma de ángel, una artista. Yo parecía un bárbaro a su lado… Era de nuestra familia, pero vino de Méjico para casarse conmigo. Su padre fue marino y se quedó allá con los «insurgentes». No hay en toda nuestra raza quien se parezca a aquella mujer.
A las once y media de la mañana abandonaba al nieto, y calándose un sombrero de copa, de seda negra en invierno y de castor en verano, salía a dar un paseo por las calles de Palma, siempre por igual sitio e idénticas aceras, lo mismo cuando llovía que cuando abrasaba el sol, insensible al frío y al calor, puesto de levita en todo tiempo, siguiendo su marcha con la regularidad de los autómatas de reloj, que aparecen, caminan y se ocultan al sonar ciertas horas.
Sólo una vez en treinta años había modificado su camino por las calles solitarias y blancas de sol, en las que resonaban sus pasos. Una mañana había oído la voz de una mujer en el interior de una casa:
–Atlota… las doce. Pon el arroz, que pasa don Horacio.
Él se había vuelto hacia la puerta con su gravedad de gran señor:
–No soy reloj de p…
Y soltó la palabra gorda, sin despojarse de su seriedad, como lanzaba siempre las expresiones más atroces. Desde aquel día modificó su camino, para huir de los que tenían fe en la exactitud de sus paseos.
Algunas veces hablaba a su nieto de las antiguas grandezas de la casa. Los descubrimientos geográficos habían arruinado a los Febrer. El Mediterráneo no era ya el camino de Oriente. Los portugueses y los españoles del otro mar habían encontrado nuevos derroteros, y las naves mallorquinas pudríanse en la inacción. Ya no había guerras con los piratas. La santa Orden de Malta sólo era una distinción honorífica. Un hermano de su padre, comendador en La Valette cuando Bonaparte conquistó la isla, había venido a morir a Palma con su pobre pensión de retirado. Los Febrer hacia dos siglos que, olvidados del mar—donde no quedaba comercio y sólo hacían la guerra pobres patrones e hijos de pescadores—, se habían dedicado a imponer su nombre con un lujo esplendoroso, arruinándose lentamente.
El abuelo aún había alcanzado los tiempos de verdadero señorío, cuando ser butifarra era en Mallorca algo que colocaban las gentes entre Dios y los caballeros. La venida al mundo de un Febrer era un acontecimiento del que se hablaba en toda la ciudad. La gran dama parturienta permanecía recluida en su palacio cuarenta días, y en todo este tiempo las puertas estaban abiertas, el zaguán lleno de carrozas, la servidumbre formada en la antecámara, los salones llenos de visitas, las mesas cubiertas de dulces, bizcochos y refrescos. Había días de la semana destinados a la recepción de cada clase social. Unos eran únicamente para los butifarras, aristocracia de la aristocracia, casas privilegiadas, contadísimas familias, unidas todas por el parentesco de continuos cruces; otros días para los caballeros, nobleza tradicional que vivía, sin saber por qué, supeditada a los anteriores; luego se recibía a los mossons, clase inferior pero en trato familiar con los grandes, intelectuales de la época, médicos, abogados y escribanos que prestaban sus servicios a las familias ilustres.
Don Horacio recordaba el esplendor de estas recepciones. Los antiguos sabían hacer las cosas en grande.
–Cuando nació tu padre—decía a su nieto—, fue la última fiesta en esta casa. Ochocientas libras mallorquinas pagué a un confitero del Borne por azucarillos, bizcochos y refrescos.
De su padre se acordaba Jaime menos que de su abuelo. Era en su memoria una figura simpática y dulce, pero algo borrosa. Al pensar en él sólo veía una barba suave y algo clara como la suya, una frente calva, una sonrisa dulce y unos lentes que brillaban al inclinarse. Contaban que de muchacho había tenido amores con su prima Juana, aquella señora austera llamada por todos «la Papisa», que vivía como una monja y gozaba de enormes riquezas, regalándolas pródigamente en otros tiempos al pretendiente don Carlos, y ahora a las gentes eclesiásticas que la rodeaban.
El rompimiento de su padre con ella era, sin duda, la causa de que «la Papisa Juana» se mantuviese alejada de esta rama de su familia, tratando a Jaime con hostil despego.
Su padre había sido oficial de la Armada, siguiendo una tradición de la familia. Estuvo en la guerra del Pacífico, fue teniente en una fragata de las que bombardearon el puerto del Callao, y como si sólo esperase haber dado una prueba de valor, se retiró inmediatamente del servicio. Luego se casó con una señorita de Palma, de fortuna escasa, cuyo padre era gobernador militar de la isla de Ibiza. «La Papisa Juana», hablando un día con Jaime, había pretendido herirle, con su voz fría y su gesto altivo.
–Tu madre era noble, de familia de caballeros… pero no era butifarra como nosotros.
Jaime pasó los primeros años de su vida, cuando empezó a darse cuenta de lo que le rodeaba, sin ver a su padre más que en los rápidos viajes que hacía a Mallorca. Era del partido progresista, y la Revolución de 1868 le había hecho diputado. Luego, al ser rey Amadeo de Saboya, este monarca revolucionario, execrado y abandonado por la nobleza tradicional, había tenido que acudir a nuevos hombres históricos para formar su corte. El butifarra, por una exigencia del partido, fue alto funcionario de Palacio. Su mujer, instada por él para que se trasladase a Madrid, no quiso abandonar la isla. ¡Ir ella a la corte! ¿Y su hijo, que casi acababa de nacer?… Don Horacio, cada vez más enjuto y más débil, pero siempre erguido en su eterna levita nueva, seguía dando el paseo diario, ajustando su vida a la marcha del reloj del Ayuntamiento. Liberal antiguo, gran admirador de Martínez de la Rosa por sus versos y por la elegancia diplomática de sus corbatas, torcía el gesto al leer los periódicos y las cartas de su hijo. ¿En qué pararía todo aquello?…
En el corto período de la República volvió el padre a la isla, dando por terminada su carrera. «La Papisa Juana», a pesar del parentesco, fingía no conocerle. Estaba ocupadísima en aquella época. Hacía viajes a la Península; giraba, según se decía, enormes cantidades para los partidarios de don Carlos que sostenían la guerra en Cataluña y las provincias del Norte. ¡Que no la hablasen de Jaime Febrer, el antiguo marino! Ella era una verdadera butifarra, una defensora de la tradición, y hacía sacrificios para que España fuese gobernada por caballeros. Su primo era menos que un chueta: era un «descamisado». Y según afirmaba la gente, a este odio de ideas iba unida la amargura por ciertas decepciones del pasado que no había podido olvidar.
Al restaurarse los Borbones, el «progresista», el palatino de don Amadeo, se convirtió en republicano y conspirador. Hacía frecuentes viajes; recibía cartas cifradas de París; iba a Menorca para visitar la escuadra surta en Mahón, y valiéndose de sus amistades de antiguo oficial, catequizaba a los compañeros, preparando una sublevación de la marina. Puso en estas empresas revolucionarias el mismo ardor aventurero de los antiguos Febrer, su audacia tranquila, hasta que repentinamente murió en Barcelona, lejos de los suyos.
Бесплатно
Установите приложение, чтобы читать эту книгу бесплатно
О проекте
О подписке