Читать бесплатно книгу «Los cuatro jinetes del apocalipsis» Висенте Бласко-Ибаньеса полностью онлайн — MyBook
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Su hija se quejó ahora de que la casa se llenaba demasiado. Los muebles y objetos de adorno eran ricos, pero tantos… ¡tantos! Los salones tomaban un aspecto de almacén de antigüedades. Las paredes blancas parecían despegarse de las sillerías magníficas y las vitrinas repletas. Alfombras suntuosas y rapadas, sobre las que habían caminado varias generaciones, cubrieron todos los pisos. Cortinajes ostentosos, no encontrando un hueco vacío en los salones, iban á adornar las puertas inmediatas á la cocina. Desaparecían las molduras de las paredes bajo un chapeado de cuadros estrechamente unidos como las escamas de una coraza. ¿Quién podía tachar á Desnoyers de avaro?… Gastaba mucho más que si un mueblista de moda fuese su proveedor.

La idea de que todo lo adquiría por la cuarta parte de su precio le hizo continuar estos derroches de hombre económico. Sólo podía dormir bien cuando se imaginaba haber realizado en el día un buen negocio. Compraba en las subastas miles de botellas procedentes de quiebras. Y él, que apenas bebía, abarrotaba sus cuevas, recomendando á la familia que emplease el champañ como vino ordinario. La ruina de un peletero le hizo adquirir catorce mil francos de pieles que representaban un valor de noventa mil. Todo el grupo Desnoyers pareció sentir de pronta un frío glacial, como si los témpanos polares invadiesen la avenida Víctor Hugo. El padre se limitó á obsequiarse con un gabán de pieles; pero encargó tres para su hijo. Chichí y doña Luisa se presentaron en todas partes cubiertas de sedosas y variadas pelambreras: un día chinchillas, otros zorro azul, marta cibelina ó lobo marino.

El mismo adornaba las paredes con nuevos lotes de cuadros, dando martillazos en lo alto de una escalera, para ahorrarse el gasto de un obrero. Quería ofrecer á los hijos ejemplos de economía. En sus horas de inactividad cambiaba de sitio los muebles más pesados, ocurriéndosele toda especie de combinaciones. Era una reminiscencia de su buena época, cuando manejaba en la estancia sacos de trigo y fardos de cueros. Su hijo, al notar que miraba con fijeza un aparador monumental, se ponía en salvo prudentemente. Desnoyers sentía cierta indecisión ante sus dos criados, personajes correctos, solemnes, siempre de frac, que no ocultaban su extrañeza al ver á un hombre con más de un millón de renta entregado á tales funciones. Al fin, eran las dos doncellas cobrizas las que ayudaban al patrón, uniéndose á él con una familiaridad de compañeras de destierro.

Cuatro automóviles completaban el lujo de la familia. Los hijos se habrían contentado con uno nada más, pequeño, flamante, exhibiendo la marca de moda. Pero Desnoyers no era hombre para desperdiciar las buenas ocasiones, y, uno tras otro, había adquirido los cuatro, tentado por el precio. Eran enormes y majestuosos como las carrozas antiguas. Su entrada en una calle hacía volver la cabeza á los transeúntes. El chauffeur necesitaba dos ayudantes para atender á este rebaño de mastodontes. Pero el dueño sólo hacía memoria de la habilidad con que creía haber engañado á los vendedores, ansiosos de perder de vista tales monumentos.

A los hijos les recomendaba modestia y economía.

–Somos menos ricos de lo que ustedes creen. Tenemos muchos bienes, pero producen renta escasa.

Y después de negarse á un gasto doméstico de doscientos francos, empleaba cinco mil en una compra innecesaria, sólo porque representaba, según él, una gran pérdida para el vendedor. Julio y su hermana protestaban ante doña Luisa. Chichí llegó á afirmar que jamás se casaría con un hombre como su padre.

–¡Cállate!—decía escandalizada la criolla—. Tiene su genio, pero es muy bueno. Jamás me ha dado un motivo de queja. Deseo que encuentres uno igual.

Las riñas del marido, su carácter irritable, su voluntad avasalladora, perdían toda importancia para ella al pensar en su fidelidad. En tantos años de matrimonio… ¡nada! Había sido de una virtud inconmovible, hasta en el campo, donde las personas, rodeadas de bestias y enriqueciéndose con su procreación, parecen contaminarse de la amoralidad de los rebaños. ¡Ella que se acordaba tanto de su padre!… Su misma hermana debía vivir menos tranquila con el vanidoso Karl, capaz de ser infiel sin deseo alguno, sólo por imitar los gestos de los poderosos.

Desnoyers marchaba unido á su mujer por una rutina afectuosa. Doña Luisa, en su limitada imaginación, evocaba el recuerdo de las yuntas de la estancia, que se negaban á avanzar cuando un animal extraño sustituía al compañero ausente. El marido se encolerizaba con facilidad, haciéndola responsable de todas las contrariedades con que le afligían sus hijos, pero no podía ir sin ella á parte alguna. Las tardes del Hotel Drouot le resultaban insípidas cuando no tenía á su lado á esta confidente de sus proyectos y sus cóleras.

–Hoy hay venta de alhajas: ¿vamos?

Su proposición la hacía con voz suave é insinuante, una voz que recordaba á doña Luisa los primeros diálogos en los alrededores de la casa paterna. Y marchaban por distinto camino. Ella en uno de sus vehículos monumentales, pues no gustaba de andar, acostumbrada al quietismo de la estancia ó á correr el campo á caballo. Desnoyers, el hombre de los cuatro automóviles, los aborrecía, por ser refractario á los peligros de la novedad, por modestia, y porque necesitaba ir á pie, proporcionando á su cuerpo un ejercicio que compensase la falta de trabajo. Al juntarse en la sala de ventas, repleta de gentío, examinaban las joyas, fijando de antemano lo que pensaban ofrecer. Pero él, pronto á exacerbarse ante la contradicción, iba siempre más lejos, mirando á sus contendientes al soltar las cifras lo mismo que si les enviase puñetazos. Después de tales expediciones, la señora se mostraba majestuosa y deslumbrante como una basílisa de Bizancio: las orejas y el cuello con gruesas perlas, el pecho constelado de brillantes, las manos irradiando agujas de luz con todos los colores del iris.

Chichí protestaba: «Demasiado, mamá.» Iban á confundirla con una prendera. Pero la criolla, satisfecha de su esplendor, que era el coronamiento de una vida humilde, atribuía á la envidia tales quejas. Su hija era una señorita y no podía lucir estas preciosidades. Pero más adelante le agradecería que las hubiese reunido para ella.

La casa resultaba ya insuficiente para contener tantas compras. En las cuevas se amontonaban muebles, cuadros, estatuas y cortinajes para adornar muchas viviendas. Don Marcelo se quejaba de la pequeñez de un piso de veintiocho mil francos que podía servir de albergue á cuatro familias como la suya. Empezaba á pensar con pena en la renuncia de tantas ocasiones tentadoras, cuando un corredor de propiedades, de los que atisban al extranjero, le sacó de esta situación embarazosa. ¿Por qué no compraba un castillo?… Toda la familia aceptó la idea. Un castillo histórico, lo más histórico que pudiera encontrarse, completaría su grandiosa instalación. Chichí palideció de orgullo. Algunas de sus amigas tenían castillo. Otras, de antigua familia colonial, acostumbradas á menospreciarla por su origen campesino, rugirían de envidia al enterarse de esta adquisición que casi representaba un ennoblecimiento. La madre sonrió con la esperanza de varios meses de campo que le recordasen la vida simple y feliz de su juventud. Julio fué el menos entusiasta. El «viejo» querría tenerle largas temporadas fuera de París; pero acabó por conformarse, pensando en que esto daría ocasión á frecuentes viajes en automóvil.

Desnoyers se acordaba de los parientes de Berlín. ¿Por qué no había de tener su castillo, como los otros?… Las ocasiones eran tentadoras. A docenas le ofrecían las mansiones históricas. Sus dueños ansiaban desprenderse de ellas, agobiados por los gastos de sostenimiento. Y compró el castillo de Villeblanche-sur-Marne, edificado en tiempos de las guerras de religión, mezcla de palacio y fortaleza, con fachada italiana del Renacimiento, sombríos torreones de aguda caperuza y fosos acuáticos en los que nadaban cisnes.

El no podía vivir sin un pedazo de tierra sobre el que ejerciese su autoridad, peleando con la resistencia de hombres y cosas. Además, le tentaban las vastas proporciones de las piezas del castillo, desprovistas de muebles. Una oportunidad para instalar el sobrante de sus cuevas, entregándose á nuevas compras. En este ambiente de lobreguez señorial, los objetos del pasado se amoldarían con facilidad, sin el grito de protesta que parecían lanzar al ponerse en contacto con las paredes blancas de las habitaciones modernas… La histórica morada exigía cuantiosos desembolsos; por algo había cambiado de propietario muchas veces. Pero él y la tierra se conocían perfectamente… Y al mismo tiempo que llenaba los salones del edificio, intentó en el extenso parque cultivos y explotaciones de ganado, como una reducción de sus empresas de América. La propiedad debía sostenerse con lo que produjese. No era miedo á los gastos: era que él «no estaba acostumbrado á perder dinero».

La adquisición del castillo le proporcionó una honrosa amistad, viendo en ella la mayor ventaja del negocio. Entró en relaciones con un vecino, el senador Lacour, que había sido ministro dos veces y vegetaba ahora en la Alta Cámara, mudo durante la sesión, movedizo y verboso en los pasillos, para sostener su influencia. Era un prócer de la nobleza republicana, un aristócrata del régimen, que tenía su estirpe en las agitaciones de la Revolución, así como los nobles de pergaminos ponen la suya en las Cruzadas. Su bisabuelo había pertenecido á la Convención; su padre había figurado en la República de 1848. El, como hijo de proscrito muerto en el destierro, marchó siendo muy joven detrás de la figura grandilocuente de Gambetta, y hablaba á todas horas de la gloria del maestro para que un rayo de ella se reflejase sobre el discípulo. Su hijo René, alumno de la Escuela Central, encontraba «viejo juego» al padre, riendo un poco de su republicanismo romántico y humanitario. Pero esto no le impedía esperar, para cuando fuese ingeniero, la protección oficial atesorada por cuatro generaciones de Lacour dedicadas al servicio de la República.

Don Marcelo, que miraba con inquietud toda amistad nueva, temiendo una demanda de préstamo, se entregó con entusiasmo al trato del «grande hombre». El personaje era admirador de la riqueza, y encontró por su parte cierto talento á este millonario del otro lado del mar que hablaba de pastoreos sin límites y rebaños inmensos. Sus relaciones fueron más allá del egoísmo de una vecindad del campo, continuándose en París. René acabó por visitar la casa de la avenida Víctor Hugo como si fuese suya.

Las únicas contrariedades en la existencia de Desnoyers provenían de sus hijos. Chichí le irritaba por la independencia de sus gustos. No amaba las cosas viejas, por sólidas y espléndidas que fuesen. Prefería las frivolidades de la última moda. Todos los regalos de su padre los aceptaba con frialdad. Ante una blonda secular adquirida en una subasta, torcía el gesto: «Más me gustaría un vestido nuevo de trescientos francos.» Además, se apoyaba en los malos ejemplos de su hermano para hacer frente á «los viejos».

El padre la había confiado por completo á doña Luisa. La niña era ya una mujer. Pero el antiguo «peoncito» no mostraba gran respeto ante los consejos y órdenes de la bondadosa criolla. Se había entregado con entusiasmo al patinaje, por considerarlo la más elegante de las diversiones. Iba todas las tardes al Palais de Glace y doña Chicha la seguía, privándose de acompañar al marido en sus compras. ¡Las horas de aburrimiento mortal ante la pista helada, viendo cómo á los sones de un órgano se deslizaban sobre cuchillos por el blanco redondel los balanceantes monigotes humanos, solos ó en fila!… Su hija pasaba y repasaba ante sus ojos roja de agitación, echando atrás las espirales de su cabellera que se escapaban del sombrero, haciendo claquear los pliegues de la falda detrás de los patines, hermosota, grandullona y fuerte, con la salud insolente de una criatura que, según su padre, «había sido destetada con biftecs».

Al fin, doña Luisa se cansó de esta vigilancia molesta. Prefería acompañar al marido en su cacería de riquezas á bajo precio. Y Chichí fué al patinaje con una de las doncellas cobrizas, pasando la tarde entre sus amigas de sport, todas procedentes del nuevo mundo. Se comunicaban sus ideas bajo el deslumbramiento de la vida fácil de París, libres de los escrúpulos y preocupaciones de la tierra natal. Todas ellas creían haber nacido meses antes, reconociéndose con méritos no sospechados hasta entonces. El cambio de hemisferio había aumentado sus valores. Algunas hasta escribían versos en francés. Y Desnoyers se alarmaba, dando suelta á su mal humor, cuando por la noche iba emitiendo Chichí en forma de aforismos lo que ella y sus compañeras habían discurrido como un resumen de lecturas y observaciones: «La vida es la vida, y hay que vivirla.» «Yo me casaré con el hombre que me guste, sea quien sea.»

Pero estas contrariedades del padre carecían de importancia al ser comparadas con las que le proporcionaba el otro. ¡Ay, el otro!… Julio, al llegar á París, había torcido el curso de sus aspiraciones. Ya no pensaba en hacerse ingeniero: quería ser pintor. Don Marcelo opuso la resistencia del asombro, pero al fin cedió. ¡Vaya por la pintura! Lo importante era que no careciese de profesión. La propiedad y la riqueza las consideraba sagradas, pero tenía por indignos de sus goces á los que no hubiesen trabajado. Recordó además sus años de tallista. Tal vez las mismas facultades, sofocadas en él por la pobreza, renacían en su descendiente. ¿Si llegaría á ser un gran pintor este muchacho perezoso, pero de ingenio vivaz, que vacilaba antes de emprender su camino en la vida?… Pasó por todos los caprichos de Julio, que, estando aún en sus primeras tentativas de dibujo y colorido, exigía una existencia aparte para trabajar con más libertad. El padre lo instaló cerca de su casa, en un estudio de la rue de la Pompe que había pertenecido á un pintor extranjero de cierta fama. El taller y sus anexos eran demasiado grandes para un aprendiz. Pero el maestro había muerto, y Desnoyers aprovechó la buena ocasión que le ofrecían los herederos, comprando en bloque muebles y cuadros.

Doña Luisa visitó diariamente el taller, como una buena madre que cuida del bienestar de su hijo para que trabaje mejor. Ella misma, quitándose los guantes, vaciaba los platillos de bronce repletos de colillas de cigarro y borraba en muebles y alfombras la ceniza caída de las pipas. Los visitantes de Julio, jóvenes melenudos que hablaban de cosas que ella no podía entender, eran algo descuidados en sus maneras… Más adelante encontró mujeres ligeras de ropas, y fué recibida por su hijo con mal gesto. ¿Es que mamá no le permitiría trabajar en paz?… Y la pobre señora, al salir de su casa todas las mañanas, iba hacia la rue de la Pompe, pero se detenía en mitad del camino, metiéndose en la iglesia de Saint-Honorée d'Eylau.

El padre se mostró más prudente. Un hombre de sus años no podía mezclarse en la sociedad de un artista joven. Julio, á los pocos meses, pasó semanas enteras sin ir á dormir en el domicilio paterno. Finalmente, se instaló en el estudio, pasando por su casa con rapidez para que la familia se convenciese de que aún existía… Desnoyers, algunas mañanas, llegaba á la rue de la Pompe para hacer preguntas á la portera. Eran las diez: el artista estaba durmiendo. Al volver á mediodía, continuaba el pesado sueño. Luego del almuerzo, una nueva visita para recibir mejores noticias. Eran las dos: el señorito se estaba levantando en aquel instante. Y su padre se retiraba furioso. Pero ¿cuándo pintaba este pintor?…

Había intentado al principio conquistar un renombre con el pincel, por considerar esto empresa fácil. Ser artista le colocaba por encima de sus amigos, muchachos sudamericanos sin otra ocupación que gozar de la existencia, derramando el dinero ruidosamente para que todos se enterasen de su prodigalidad. Con serena audacia, se lanzó á pintar cuadros. Amaba la pintura bonita, «distinguida», elegante; una pintura dulzona como una romanza y que sólo copiase las formas de la mujer. Tenía dinero y un buen estudio; su padre estaba á sus espaldas dispuesto á ayudarle: ¿por qué no había de hacer lo que tantos otros que carecían de sus medios?… Y acometió la tarea de embadurnar un lienzo, dándole el título de La danza de las horas

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