El Maestro de los Cuervos observaba a su flota con satisfacción mientras esta navegaba hacia la tierra de la costa norte de lo que había sido el reino de la Viuda. La flota invasora era como una mancha de sangre en el agua, los cuervos volaban por encima en grandes bandadas que parecían más nubes de tormenta.
Más adelante se encontraba un pequeño puerto pesquero, apenas un punto de partida adecuado para su campaña, pero después del tiempo que habían pasado en el mar, esta sería una muestra de bienvenida de las cosas que estaban por llegar. Los barcos se detuvieron, a la espera de su señal y el Maestro de los Cuervos se quedó quieto por un instante para apreciar toda aquella belleza, la paz de la orilla iluminada por el sol.
Movió la mano con desinterés y susurró, a sabiendas de que cien córvidos graznarían sus palabras a sus capitanes.
—Que empiece.
Los barcos empezaron a avanzar como las piezas individuales de una hermosa máquina mortal, cada uno se colocaba en el lugar que le había sido asignado mientras se dirigían hacia la orilla. El Maestro de los Cueros imaginaba que los capitanes estarían compitiendo entre ellos para ver quién podía llevar a cabo sus obligaciones con más precisión, para intentar satisfacerlo con la obediencia de sus cuervos. Parecían no aprender nunca que a él le importaban pocas cosas, excepto la muerte que estaba por llegar.
—Habrá muerte —murmuró cuando uno de sus animalitos se posó sobre su hombro—. Habrá tanta muerte como para anegar el mundo.
El cuervo le dio la razón con un graznido, tan bien como pudo. Sus criaturas se habían alimentado bien en las últimas semanas, las muertes de la batalla de Ashton todavía llenaban sus arcas de poder, mientras nuevas muertes brotaban del imperio del Nuevo Ejército a diario.
—Hoy habrá más —dijo con una sonrisa sombría mientras los soldados y los aspirantes a soldado formaban filas en la orilla para defender su hogar.
Sonaron los cañones, los primeros disparos resonaron en el agua, los estruendos de su impacto reverberaron. Pronto el aire se llenaría de humo, de modo que el sería el único que podría ver lo que estaba sucediendo, gracias a sus pájaros. Pronto, sus hombres tendrían que confiar en sus órdenes por completo.
—Di a la tercera compañía que se abra un poco más —dijo a uno de sus ayudantes—. Eso evitará que escapen costa arriba.
—Sí, mi señor —respondió el joven.
—Tened preparada una barca de desembarco también para mí.
—Sí, mi señor.
—Y recuerda mis órdenes a los hombres: mataremos sin piedad a aquel que se resista.
—Sí, mi señor —repitió el ayudante.
Como si los capitanes del Maestro de los Cuervos necesitaran que se las recordaran. A estas alturas ya conocían sus normas, sus deseos. Se sentó en la cubierta de su buque insignia y observó cómo las balas de cañón chocaban contra la carne y los hombres caían bajo la cortina de fuego de los mosquetes. Finalmente, decidió que era el momento óptimo y se dirigió, mientras comprobaba sus armas, hacia la barca de desembarco que ya estaban bajando.
—Remad —les ordenó a los hombres y estos remaban con esfuerzo, luchando por llevarlo hasta la orilla con sus tropas.
Alzó una mano cuando sus cuervos se lo advirtieron y los hombres dejaron de remar, a tiempo para que la bala de un viejo cañón impactara delante de ellos en el agua.
—Continuad.
La barca de desembarco se deslizó por las olas y, a pesar de la potencia avasallante de las fuerzas del Nuevo Ejército, algunos de los hombres que estaban a la espera se lanzaron al ataque. El Maestro de los Cuervos saltó al muelle a su encuentro, con las espadas en alto.
Le atravesó el pecho a uno y, a continuación, se apartó cuando otro blandió la espada hacia él. Paró un golpe y mató a otro hombre con la eficiencia despreocupada que da una larga práctica. Estos hombres eran unos estúpidos si pensaban que podían derrotarlo, o incluso hacerle daño. Solo lo habían conseguido dos personas en mucho tiempo, y tanto Catalina Danse como su odioso hermano morirían por ello con el tiempo.
Por ahora, esto era más una matanza que una lucha y el Maestro de los Cuervos gozaba con ello. Hacía cortes y daba estocadas, liquidando enemigos con cada movimiento. Cuando vio a una mujer joven intentando escapar, se detuvo para desenfundar una pistola y le disparó en la espalda. Después, continuó con su trabajo más urgente.
—Por favor —suplicó un hombre, tirando su espalda al suelo en señal de rendición. El maestro de los Cuervos lo destripó y, a continuación, se dirigió al siguiente.
La matanza era tan inevitable como absoluta. Una milicia mal armada y desperdigada no podía ni empezar a tener esperanzas de defenderse contra tantos rivales. Todo se hizo muy rápidamente y costaba imaginar qué habían intentado conseguir resistiéndose. Seguramente, algo tendría que ver con el honor o alguna otra tontería.
—Oh —dijo para sí mismo el Maestro de los Cuervos mientras observaba a través de los ojos de una de sus criaturas y vio un corro de personas que huía a las colinas cercanas, en dirección al sur. Volvió a la realidad y echó un vistazo para ver cuál de sus capitanes estaba más cerca:
—Un grupo de aldeanos está huyendo por un sendero que no está lejos de aquí. Llévate hombres y matadlos a todos, por favor.
—Sí, mi señor —dijo el hombre. Si le preocupaba el tener que matar inocentes, no lo demostraba. Por otro lado, de haber sido un hombre que se opusiera a cosas de estas, el Maestro de los Cuervos lo hubiera matado hace tiempo.
El Maestro de los Cuervos se quedó tras la batalla, escuchando el silencio que solo traía la muerte. Escuchaba a los cuervos mientras estos tomaban tierra para empezar su trabajo y sintió que el poder empezaba a fluir cuando consumían su parte. Era un flujo lamentable comparado con algunas de las batallas que había habido antes, pero ya vendrían más.
Mandó su conciencia a sus criaturas y dejó que estas hablaran con su voz:
—Esta ciudad es mía —dijo—. Rendíos o moriréis. Entregad a todos aquellos que tengan magia o moriréis. Haced lo que se os ordena o moriréis. Ahora no sois nada, esclavos y menos que esclavos. Obedeced y os libraréis de ser comida para los cuervos por un tiempo. Desobedeced y moriréis.
Mandó a sus criaturas al aire, para que escudriñaran la tierra que había tomado en este primer avance. Veía el horizonte, que se extendía a lo lejos ante él, con la promesa de más tierra que conquistar, más muerte para alimentar a sus animalitos.
Normalmente, el Maestro de los Cuervos no recibía visiones. Como mucho, sus cuervos le proporcionaban lo suficiente para adivinar lo que sucedería. Él no era la bruja de la fuente para tirar de los hilos del futuro, pero incluso ella no había podido predecir su propia muerte. Sin embargo, la visión vino hacia él a toda prisa, llevada sobre las alas de sus mascotas.
Vio a una niña, a la que su madre sostenía en brazos, y reconoció al instante a la reina recién coronada en el reino. Vio el peligro que había detrás de la niña, y más que el peligro. La muerte que había mantenido a raya tanto tiempo con las vidas de otros acechaba en la sombra de la bebé. La niña alargó el brazo hacia él, con la inocencia de un crío, y el Maestro de los Cuervos retrocedió para evitarlo, huyendo hasta volver en sí.
Se encontraba en el centro de la ciudad que había tomado, diciendo que no con la cabeza.
—¿Va todo bien, mi señor? —preguntó su ayudante.
—Sí —dijo el Maestro de los Cuervos, pues si admitía su debilidad, tendría que matar al hombre. Si salía cualquier rastro del miedo que crecía en su interior, todos los que lo vieran morirían. Sí, ese era un pensamiento…
—He cambiado de opinión —dijo—. Guardaremos la conquista para la próxima ciudad. Arrasad esta. Matad a cada uno de sus habitantes, hombre, mujer… bebé en brazos. No dejéis dos piedras juntas.
El ayudante no dudó más de lo que había dudado su capitán sobre dar caza a aquellos que huían.
—Se hará lo que usted ordene, mi señor —prometió.
El Maestro de los Cuervos no tenía ninguna duda de que así sería. Él daba órdenes y la gente moría en respuesta. Si resultaba que era un niño lo que lo amenazaba… pues el niño podía morir también, junto a su madre.
Emelina estaba en el centro del Hogar de Piedra e intentaba contener algo de su frustración, mientras miraba a todos los habitantes alrededor del círculo de piedra. Cora y Aidan estaban a su lado, lo que era un apoyo, pero todos los demás estaban tan decididos en su contra que no parecía bastar.
—Sofía nos mandó para convenceros de que volváis a Ashton —dijo Emelina, centrándose en el lugar donde Asha y Vincente estaban sentados. ¿Cuántas veces había tenido allí esta discusión? Había sido necesario todo este tiempo para llegar al punto en el que hablaran de esto juntos en el círculo.
—No era necesario que regresarais al Hogar de Piedra tras la batalla. Ella está construyendo un reino donde los de nuestra especie somos libres y no tenemos nada que temer.
—Siempre habrá algo que temer mientras existan los que nos odian —replicó Asha—. Podría haber ordenado que cerraran las iglesias de la Diosa Enmascarada. Podría haber hecho colgar a los asesinos de la misma por sus crímenes.
—Y eso hubiera hecho que la guerra civil empezara de nuevo —dijo Cora, que estaba al lado de Emelina.
—Es mejor tener una guerra que vivir al lado de quien nos odia —dijo Asha—. Quien nos ha hecho estas cosas nunca, nunca, puede ser perdonado.
Vincente lo dijo con palabras más comedidas, pero no fue mucho más útil.
—Este es un lugar en el que hemos construido una comunidad, Emelina. Este es un lugar en el que podemos estar seguros de que estamos a salvo. No tengo ninguna duda de que Sofía tiene buenas intenciones, pero eso no es lo mismo que poder cambiar las cosas.
Emelina tuvo que reprimir la necesidad de gritarles por ser tan estúpidos. Cora debió de verlo, pues le puso una mano sobre el brazo a Emelina.
—Todo irá bien —susurró—. Acabarán viendo lo que es sensato.
—A lo que tú le llamas «sensato» —gritó Asha desde el otro lado del círculo de piedra— yo le llamó traición a nuestro pueblo. Es aquí donde estamos a salvo, no por ahí fuera en el mundo.
Emelina le lanzó una mirada furiosa. Asha no podía haber oído el susurro de Cora desde allí, lo que significaba que había leído su mente. Eso era más que irrespetuoso, era peligroso, especialmente porque Asha había sido la que había enseñado a Emelina cómo se sacaban los recuerdos de alguien.
—La gente es libre de ir y venir si lo desea —dijo Vincente—. Si Sofía realmente aporta un reino en el que los de nuestra especie somos libres, la gente vendrá por su propia voluntad, sin necesidad de enviados.
—Y hasta entonces, ¿qué impresión dará? —contestó Emelina—. ¿Qué impresión dará que todos los que tienen dones estén escondidos, como si estuvieran avergonzados? ¿Parecerá que no somos una amenaza o dará lugar a que la gente asegure que estamos conspirando en secreto? ¿A que vuelvan a aparecer los viejos rumores?
La parte más complicada de la multitud que los rodeaba era que para Emelina era imposible calcular qué efecto estaban teniendo sus palabras. Con otro público hubiera podido llegar a la sensación de sus pensamientos o, por lo menos, escucharlos hablar entre ellos. Aquí, las conversaciones eran cosas silenciosas que iban y venían como un parpadeo, lo suficientemente bien dirigidas para que ella no formara parte de ello.
—Tal vez tengáis razón —dijo Vincente.
—No, no la tienen —respondió Asha—. Son ellos los que han hecho que estemos menos a salvo, haciendo que la gente supiera dónde estamos.
—No se lo hemos dicho a nadie —dijo Cora.
Asha resopló.
—Como si no pudieran haberlo sacado de vuestra cabeza. Si no os mandara la reina, os sacaría todos los pensamientos por ello.
—No —dijo Aidan, poniendo una mano protectora sobre el hombro de Cora—. No lo harías.
Vincente se puso de pie, su altura era más que impresionante para calmar las cosas.
—Ya está bien de peleas. Asha, las nuevas defensas serán más que suficientes para protegernos, incluso si nos encuentran. En cuanto al resto… sugiero una visión.
—¿Una visión? —preguntó Emelina.
Vincente hizo un gesto que incluía a la multitud que los rodeaba.
—Unamos nuestras mentes y veamos qué resultado tendrá cada una de las acciones. No es perfecto, pero nos ayudará a decidir qué debemos hacer.
La idea de unir su mente a tantas otras era preocupante, pero si esto le proporcionaba la posibilidad de convencerlos, Emelina no iba a contenerse.
—De acuerdo —dijo—. ¿Cómo lo hacemos?
«Sencillamente, conecta tu mente a las de los otros» —mandó Vincente—. «Están esperando».
Emelina contactó con su don y ahora podía sentir que las mentes de los que estaban en el círculo la esperaban. Ahora se mostraban abiertos de un modo en el que no habían estado antes. Respiró profundamente y se zambulló entre ellos.
Era y no era ella, tanto una mota individual de pensamientos como la nube más grande que los llevaba juntos a la deriva. Con tantos de ellos en un mismo lugar, había más poder aquí que el que una persona pudiera haber poseído nunca. Ese poder se dirigía a un centro y Emelina notaba que Vincente la guiaba con la mano, con lo que sospechaba que era una habilidad nacida de una latga práctica.
«Concentraos en el futuro» —mandó—. «En ver lo que pasará si…»
No fue más allá, pues en ese momento una visión se apoderó de ellos con la fuerza de un incendio forestal.
En su visión sí que había fuego. Parpadeaba sobre los tejados de Ashton, consumiendo, destrozando. Unos soldados vestidos con uniformes color ocre marchaban por las calles, matando a su paso. Emelina oía a mujeres chillando dentro de las casas, veía cómo asesinaban a los hombres mientras huían en las calles. La visión parecía flotar en las calles, sin apenas darles tiempo a asimilar la matanza mientras se dirigían a palacio.
A su alrededor, la destrucción de Ashton hacía que a Emelina le doliera verlo. La matanza era espantosa, pero curiosamente, la pérdida de los lugares en los que había crecido era casi igual de mala. Ver las barcazas quemando en el río le hizo pensar en la barcaza en la que ella intentó escapar de la ciudad. Ver el mercado lleno de cadáveres en lugar de puestos le rompía el corazón.
Llegaron al palacio y el Maestro de los Cuervos estaba esperando. No había ninguna duda de quién era, con su largo abrigo anticuado y sus pájaros volando en círculos. Incluso en esta imagen, el verlo hacía estremecer a Emelina, pero no podía apartar la mirada. Observaba cómo marchaba por palacio, matando con tal facilidad que casi parecía no tener importancia para él.
La imagen cambió y él estaba en un balcón, con un bebé en brazos. Por instinto, Emelina supo que era la hija de Sofía. Tenía un brillo que le recordaba los pensamientos de Sofía y Emelina quería alargar el brazo para proteger a la niña.
Pero aquí no había nada que pudiera hacer, excepto observar al Maestro de los Cuervos levantando a la bebé, mientras la sostenía por encima de su cabeza. Cuando los cuervos bajaron a comer…
Emelina respiraba con dificultad cuando volvió de golpe a su cuerpo, con el corazón acelerado. Alrededor del círculo, veía a otras personas mirando hacia arriba, aturdidas o sobresaltadas. Sabía que habían visto las mismas cosas que ella. De eso se trataba.
—Tenemos que ayudarles —dijo Emelina, en cuanto tuvo suficiente aliento para hacerlo.
—¿Qué? —preguntó Cora—. ¿Qué está pasando?
—El Maestro de los Cuervos va a quemar Ashton —dijo Emelina—. Va a matar al bebé de Sofía. Lo vimos en una visión.
Al instante, Cora fijó su expresión.
—Entonces debemos detenerlo. —Emelina vio que echaba un vistazo al círculo de gente—. Debemos detenerlo.
—¿Quieres que más de los nuestros mueran por vosotros? —exigió Asha desde el otro extremo del círculo—. ¿No cayeron los suficientes para darle el trono a vuestra amiga?
—Yo he oído hablar de este hombre —dijo Vincente—. Sería peligroso ir en su contra. Esto es pedir demasiado.
—¿Es pedir demasiado que ayudéis a salvar a una niña? —exigió Emelina, oyendo cómo alzaba su voz.
—No es nuestra hija —dijo Asha.
A su alrededor, el círculo zumbaba con pensamientos. Eso solo sirvió para que Emelina se enojara más, pues esto le recordaba cuánto poder había en el Hogar de Piedra.
—¿No es vuestra? —replicó Emelina—. Ella será la heredera al trono. Si alguna vez queréis que esto sea vuestro reino en lugar de un sitio del que esconderos, ella es responsabilidad vuestra tanto como de cualquiera.
Vincente negó con la cabeza.
—¿Qué querríais que hiciéramos nosotros? No podemos luchar contra todo el Nuevo Ejército de Ashton.
—Entonces traed aquí a la niña —respondió Emelina—. Bueno, traed a todo el mundo aquí. Puede que Ashton caiga, pero este es un sitio seguro. De hecho, se planeó para que fuera seguro. Tú mismo dijiste que había nuevas defensas.
—Defensas para nosotros —respondió Asha—. Muros de poder que conlleva un gran esfuerzo mantener. ¿Debemos defender una ciudad llena de gente que no puede contribuir a ello? ¿Qué siempre nos ha odiado?
Entonces Cora dio su opinión:
—Cuando vine aquí, me dijeron que el Hogar de Piedra era un lugar de acogida para todo aquel que lo necesitara, no solo para los que tenían magia. ¿Era mentira?
Sus palabras fueron recibidas con silencio y Emelina pudo adivinar cuál sería la respuesta incluso antes de que la diera Vincente.
—Nos obligasteis a ir a una lucha —dijo—. Por nuestra voluntad no escogeremos otra. Dejaremos pasar esta y renaceremos de nuestras cenizas. No podemos ayudaros.
—No queréis —le corrigió Emelina—. Y si no queréis hacerlo vosotros, ya lo haré yo.
—Ya lo haremos nosotras —dijo Cora.
Emelina asintió.
—Si no queréis ayudarnos, entonces iremos a Ashton. Nos encargaremos de que la bebé de Sofía esté a salvo.
—Moriréis —dijo Asha—. ¿Pensáis que podéis ir contra un ejército?
Emelina encogió los hombros.
—A lo mejor pensáis que me preocupa.
—Esto es una locura —dijo Asha—. Deberíamos evitar que os fuerais por vuestra seguridad.
Emelina entrecerró los ojos.
—¿Crees que podríais?
Sin esperar una respuesta, se levantó y se marchó del círculo. No tenía sentido discutir más y cada momento que esperaban era un momento en el que el bebé de Sofía estaba en peligro.
Tenían que ir a Ashton.
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