Читать книгу «Un Mandato De Reinas » онлайн полностью📖 — Моргана Райс — MyBook.
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Todo el mundo la seguía, corriendo por las calles, persiguiendo su barco; sabía que la acompañarían durante todo el camino, hasta que llegara al centro de los seis círculos de la ciudad, donde desembarcaría y encendería las fuentes que marcarían la fiesta del día y los sacrificios. Era un día glorioso para su ciudad y su gente, un día para alabar a los catorce dioses, los que se decía que rodeaban la ciudad, que guardaban las catorce entradas contra invasores no deseados. Su gente rezaba a todos ellos y hoy, como todos los días, debían darles las gracias.

Este año, a su pueblo le esperaba una sorpresa: Volusia había añadido un decimoquinto dios, era la primera vez en siglos, desde la creación de la ciudad, que se añadía un dios. Y ese dios era ella misma. Volusia había levantado una imponente estatua de oro de ella misma en el centro de los siete círculos y había declarado ese día el día de su nombre, de su fiesta. Cuando la descubrieran, todo su pueblo la vería por primera vez, verían que ella, Volusia, era más que su madre, más que una líder, más que una simple humana. Era una diosa, que merecía ser venerada cada día. Ellos le rezarían y harían reverencias junto con los demás dioses – lo harían o ella los mataría.

Volusia sonreía para sí misma mientras se acercaba más al centro de la ciudad. Apenas podía esperar a ver sus expresiones, a hacer que todos la adoraran como a los catorce dioses. Ellos todavía no lo sabían pero, un día, destruiría a los otros dioses, uno a uno, hasta que solo quedara ella.

Volusia, emocionada, miró por detrás de su hombro y vio una interminable colección de barcos que la seguían, todos llevando toros y cabras y carneros vivos, moviéndose y haciendo ruido al sol, todos preparados para el sacrificio del día para los dioses. Ella sacrificaría al más grande y al mejor delante de su estatua.

El barco de Volusia finalmente llegó al canal abierto que lleva a los siete círculos de oro, cada uno de ellos más ancho que el anterior, anchas plazas de oro separadas por anillos de agua. Su barco pasó lentamente a través de los círculos, cada vez más cerca del centro, pasando cada uno de los catorce dioses y su corazón latía por la emoción. Cada dios se elevaba por encima de ellos mientras pasaban, cada estatua de oro brillante, de unos ocho metros. En el centro de todo aquello, en la plaza que siempre se había mantenido vacía para sacrificios y para congregarse, ahora se levantaba un pedestal de oro acabado de construir, encima del cual había una estructura de unos quince metros cubierta con una ropa de seda blanca. Volusia sonrió: ella era la única de entre su gente que sabía lo que había bajo aquella tela.

Volusia desembarcó, sus sirvientes se apresuraron a ayudarla a bajar cuando llegaron a la plaza del centro. Observó cómo otro barco se acercaba, sacaban de allí al toro más grande que jamás había visto y una docena de hombres lo llevaban hasta ella. Cada uno sostenía una gruesa cuerda, llevando a la bestia con cuidado. Este toro era especial, adquirido en las Provincias Inferiores: casi cinco metros de alto, con la piel roja y brillante, era un modelo de fuerza. También estaba lleno de furia. Se resistía, pero los hombres lo mantenían en su sitio a la vez que lo llevaban delante de la estatua.

Volusia oyó como se desenfundaba una espada, se giró y vio a Aksan, su asesino personal, de pie a su lado, sujetando la espada ceremonial. Aksan era el hombre más leal que jamás había conocido, dispuesto a matar a cualquiera que ella le pidiera solamente con un gesto de su cabeza. También era sádico, razón por la que le gustaba y se había ganado su respeto muchas veces. Era una de las pocas personas a las que permitía acercarse a su lado.

Aksan la miró, con su cara hundida y llena de surcos, sus cuernos eran visibles detrás de su grueso pelo rizado.

Volusia cogió la larga y dorada espada ceremonial, con una hoja de casi dos metros de largo y sujetó su empuñadura fuerte con ambas manos. Se hizo un silencio profundo mientras ella le daba vueltas, la levantaba en alto y la dirigía hacia la nuca del toro con todas sus fuerzas.

La espada, afilada como estaba, delgada como un pergamino, lo rebanó y Volusia sonreía mientras oía el satisfactorio sonido de la espada perforando la carne, sintió cómo la cortaba de arriba aabajo y sintió la sangre caliente salpicándole en la cara. Salía a borbotones por todas partes, un enorme charco rezumaba a sus pies y el toro se tambaleó, sin cabeza, y cayó en la base de la estatua, todavía cubierta. La sangre se desparramó por encima de la seda y el oro, manchándolos, mientras la gente soltaba una gran ovación.

“¡Un gran presagio, mi señora!”, Askan se inclinó y dijo.

Las ceremonias habían empezado. A su alrededor sonaban las trompetas y centenares de animales eran traídos hacia allí, mientras sus oficiales empezaban a su alrededor, por todos lados. Este sería un largo día de matanza, de violación y de hartarse de comida y vino – y después volver a hacerlo durante otro día, y otro. Volusia se aseguraría de unirse a ellos, cogería algunos hombres y vino para ella y los degollaría como sacrificio para sus ídolos. Estaba deseando tener un largo día de sadismo y brutalidad.

Pero primero debía hacer una cosa.

La multitud se quedó en silencio mientras Volusia subía el pedestal de la base de su estatua, se daba la vuelta y miraba a su pueblo. Subiendo por el otro lado estaba Koolian, otro consejero de confianza, un oscuro hechicero que llevaba una capucha negra y una túnica, con ojos verdes brillantes y una cara llena de berrugas, la criatura que la había ayudado y servido como guía en el asesinato de su madre. Fue él, Koolian, quién le había aconsejado construir esta estatua para ella misma.

El pueblo la miraba, en absoluto silencio. Ella esperaba, saboreando el drama del momento.

“¡Gran pueblo de Volusia!” gritó fuerte. “¡Os presento la estatua de vuestro más grande y nuevo dios!”

Con un movimiento Volusia retiró la sábana de seda, dejando a la multitud boquiabierta.

“¡Vuestra nueva diosa, la decimoquinta diosa, Volusia!” Koolian gritó fuerte hacia el pueblo.

El pueblo soltó un profundo grito de asombro, mientras todos la miraban extrañados. Volusia miró a la brillante estatua de oro, dos veces más alta que las otras, un modelo perfecto de ella. Esperaba nerviosa a ver cómo reaccionaba su gente. Hacia siglos que nadie introducía un nuevo dios y apostaba por ver si su amor por ella era tan grande como ella necesitaba que fuera. No solo necesitaba que la amaran, necesitaba que la veneraran.

Para su gran satisfacción, todo su pueblo, de repente bajaron sus cabezas a la vez , haciendo una reverencia, adorando a su ídolo.

“Volusia”, cantaban sagradamente, una y otra vez. “Volusia. Volusia”.

Volusia estaba allí de pie, con los brazos extendidos, respirando profundamente, recibiéndolo todo. Era suficiente elogio para satisfacer a cualquier humano. Cualquier líder. Cualquier dios.

Pero todavía no era suficiente para ella.

*

Volusia caminaba por la ancha y arqueada entrada al aire libre de su castillo, pasando por columnas de mármol de treinta metros de altura, la entrada estaba repleta de jardines y guardas, soldados del Imperio, perfectamente erguidos, sujetando lanzas de oro, en fila, tan lejos como alcanzaba la vista. Ella caminaba lentamente, los tacones dorados de sus botas hacían ruido, iba acompañada por ambos lados, de Koolian, su hechicero, Aksan, su asesino, y Soku, el comandante de su ejército.

“Mi señora, si pudiera hablar un momento con usted”, dijo Soku. Había intentado hablar con ella durante todo el día y ella lo había ignorado, sin interesarle sus miedos, su fijación en la realidad. Ella tenía su propia realidad y hablaría con él cuando le fuera bien.

Volusia continuó andando hasta llegar a otra entrada que daba otro pasillo, este engalanado con largas tiras de abalorios de esmeralda. Inmediatamente, los soldados se apresuraron a retirarlas a un lado, abriéndole a ella el paso.

Al entrar, todos los cantos, el griterío y el jolgorio de las sagradas ceremonias del exterior iban dejando poco a poco de oírse. Había tenido un largo día de matanzas, bebida, violación y festejo y Volusia quería un rato para reponerse. Recargaría fuerzas, y después volvería para otra ronda.

Volusia entró a las solemnes cámaras, oscuras y pesadas, solo iluminadas por unas pocas antorchas. Lo que iluminaba la habitación más que nada era el único rayo de luz verde, que salía disparado hacia abajo desde el óculo que había arriba en el centro del techo a unos treinta metros de altura, directo a un objeto singular que estaba solo en el centro de la sala.

La lanza esmeralda.

Volusia se acercó a ella, admirada, mientras estaba allí, como había estado durante siglos, apuntando directamente a la luz. Con su empuñadura y su punta color esmeralda, brillaba a la luz, apuntando directo hacia los cielos, como desafiando a los dioses. Siempre había sido un objeto sagrado para su pueblo, un objeto que el pueblo pensaba que sostenía la ciudad entera. Estaba delante de ella admirada, observando como las partículas se arremolinaban a su alrededor en la luz verde.

“Mi señora”, dijo Soku suavemente, su voz retumbando en el silencio. “¿Puedo hablar?”

Volusia estuvo durante un buen rato de espaldas a él, examinando la lanza, admirando su artesanía, como había hecho cada día de su vida, hasta que finalmente se sintió preparada para escuchar las palabras de su consejero.

“Sí que puedes”, dijo ella.

“Mi señora”, dijo él, “ha matado al gobernador del Imperio. Seguramente, ha corrido la voz. Los ejércitos estarán marchando hacia Volusia ahora mismo. Ejércitos enormes, muy grandes para podernos defender contra ellos. Debemos prepararnos. ¿Cuál es su estratgia?”

“¿Estrategia?” preguntó Volusia, todavía sin mirarlo, enojada.

“¿Cómo negociará la paz? Presionó él. “¿Cómo se entregará?”

Se giró hacia él y le clavó los ojos fríamente.

“No habrá paz”, dijo ella. “Hasta que yo acepte su rendición y su promesa de lealtad hacia mí”.

Él la miró, con miedo en su rostro.

“Pero mi señora, nos ganan en número de cien a uno”, dijo él. “No es posible que nos defendamos contra ellos”.

Ella se volvió hacia la lanza y él se acercó, desesperado.

“My Emperadora”, insistió él. “Ha conseguido una extraordinaria victoria al usurpar el trono de su madre. Su pueblo no la quería a ella, pero a usted sí. La adoran. Nadie le hablará con sinceridad. Pero yo sí que lo haré. Usted se rodea de gente que le dice lo que quiere oír. Que le teme. Pero yo le diré la verdad, la realidad de la situación. El Imperio nos rodeará. Y nos aplastarán. No quedará nada de nosotros, de nuestra ciudad. Debe actuar. Debe negociar una tregua. Pagar el precio que pidan. Antes de que nos maten a todos”.

Volusia sonreía mientras examinaba la lanza.

“¿Sabes lo que decían de mi madre?” preguntó ella.

Soku estaba allí, mirándola sin comprender y negó con la cabeza.

“Decían que era la Elegida. Decían que nunca sería derrotada. Decían que nunca moriría. ¿Sabes por qué? Porque nadie había empuñado esta lanza en seis siglos. Y ella vino y la empuñó con una mano. Y la usó para matar a su padre y quedarse con su trono”.

Volusia se giró hacia él, sus ojos radiantes de historia y destino.

“Decían que la lanza solo sería empuñada una vez. Por la Elegida. Decían que mi madre viviría mil siglos, que el trono de Volusia sería suyo para siempre. ¿Y sabes qué pasó? Yo misma empuñé la lanza y la usé para matar a mi madre”.

Ella respiró profundamente.

“¿Qué le dice esto, Señor Comandante?”, dijo ella, “cuando todo el mundo en este universo se arrodille ante mí, cuando no exista ni una sola persona que no conozca, grite y chille mi nombre, entonces sabrás que yo soy la única líder verdadera, y que yo soy el único dios verdadero. Yo soy la Elegida. Porque yo me he elegido a mí misma”.

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