Pronto pasaron una colina y, al hacerlo, se detuvieron sin necesidad de frenar los caballos. Pues ahí, muy abajo, se encontraba el Mar de Lágrimas, con olas rompiendo contra la costa, el gran puerto, y con la antigua ciudad de Esephus elevándose a su lado. Parecía como si la ciudad hubiera sido construida dentro del mar con las olas golpeando sus muros de piedra. La ciudad fue construida de espaldas a la tierra, como si estuviera de cara al mar, con sus puertas y rejas hundiéndose en el agua como si se preocuparan más por acomodar a barcos que a caballos.
Duncan estudió el puerto con sus interminables barcos que, para su disgusto, portaban todos banderas de Pandesia, un amarillo y azul que ondulaban ofendiendo a su corazón. Moviéndose en el viento estaba el emblema de Pandesia, un cráneo en la boca de un águila, haciendo que Duncan se sintiera enfermo. Al ver que tan gran ciudad era captiva de Pandesia era una fuente de vergüenza para Duncan, e incluso en la oscuridad de la noche se apreciaba el enrojecimiento de sus mejillas. Los barcos estaban estacionados con seguridad sin esperar un ataque. Y estaba claro. ¿Quién se atrevería a atacarlos, especialmente en la oscuridad de la noche y en con la tormenta de nieve?
Duncan sintió como los ojos de sus hombres se posaban sobre él y supo que el momento de la verdad había llegado. Todos esperaban su orden fatídica, la que cambiaría el destino de Escalon, y él estaba sentado en su caballo con el viento soplando, sintiendo como su destino se abalanzaba sobre él. Sabía que este era uno de esos momentos que definirían su vida; y la vida de todos estos hombres.
“¡AVANCEN!” resonó.
Sus hombres vitorearon y avanzaron todos juntos bajando la colina, apresurándose hacia el puerto que estaba a varios cientos de yardas de distancia. Levantaron sus antorchas y Duncan sintió como su corazón lo golpeaba en el pecho mientras el viento lo hacía en su rostro. Sabía que esta era una misión suicida, pero también sabía que era tan descabellada que podría funcionar.
Atravesaron el campo con sus caballos galopando tan rápido que el viento frío casi lo dejó sin aliento y, mientras se acercaban al puerto con sus muros de piedra a sólo unos cientos de yardas de distancia, Duncan se preparó para la batalla.
“¡ARQUEROS!” gritó.
Sus arqueros, cabalgando en filas acomodadas detrás de él, encendieron sus flechas con sus antorchas y esperaron la orden. Cabalgaron, con sus caballos retumbando, mientras los Pandesianos abajo aún no se daban cuenta del ataque que se aproximaba.
Duncan esperó hasta que estuvieron cerca – cuarenta yardas, treinta, veinte – y finalmente supo que el momento era el correcto.
“¡FUEGO!”
La negra noche de repente se encendió con miles de flechas llameantes que volaban atravesando el aire y cortando la nieve, dirigiéndose a las docenas de barcos Pandesianos anclados en el puerto. Una a una, como luciérnagas, llegaron a su objetivo aterrizando en las largas lonas de velas Pandesianas.
En tan sólo unos momentos los barcos ya estaban encendidos, con las velas cubiertas en llamas mientras el fuego se extendía rápidamente en el ventoso puerto.
“¡DE NUEVO!” gritó Duncan.
Una descarga le seguía a otra mientras las flechas llameantes caían como gotas de lluvia sobre la flota Pandesiana.
Al principio, la flota estaba en silencio en medio de la noche mientras los soldados dormían sin esperar nada. Duncan se dio cuenta de que los Pandesianos se habían vuelto muy arrogantes, muy complacientes como para sospechar un ataque como este.
Duncan no les dio tiempo de prepararse; envalentonado, galopó hacia adelante acercándose al puerto. Abrió el camino hasta la pared de piedra que rodeaba el puerto.
“¡ANTORCHAS!” gritó.
Sus hombres se acercaron a la orilla de la costa, levantaron sus antorchas y, con un gran grito, siguieron el ejemplo de Duncan y lanzaron sus antorchas hacia los barcos más cercanos. Las pesadas antorchas cayeron como mazos en las cubiertas, con el sonido del choque de la madera llenando el aire mientras docenas más de barcos se encendían.
Los pocos soldados Pandesianos que estaban en turno se dieron cuenta muy tarde de lo que pasaba, encontrándose atrapados en una ola de fuego y saltando sobre la borda.
Duncan sabía que era sólo cuestión de tiempo para que el resto de los Pandesianos despertaran.
“¡CUERNOS!” gritó.
Los cuernos sonaron en medio de las filas, el viejo grito de guerra de Escalon, las breves explosiones que sabía que Seavig reconocería. Esperaba que esto lo alentara.
Duncan desmontó, sacó su espada y se dirigió al muro del puerto. Sin dudar, saltó sobre el pequeño muro de piedra y subió al barco llameante guiando el camino al abalanzarse. Tenía que acabar con los Pandesianos antes de que pudieran organizarse.
Anvin y Arthfael avanzaron junto a él con sus hombres uniéndoseles todos emitiendo un gran grito de batalla mientras arrojaban sus vidas al viento. Después de tantos años de sumisión, su día de venganza había llegado.
Los Pandesianos finalmente despertaron. Soldados empezaron a salir de las cubiertas fluyendo como si fueran hormigas, tosiendo humo y confundidos. Al ver a Duncan y a sus hombres sacaron sus espadas y atacaron. Duncan se encontró enfrentándose a ríos de hombres, pero esto no lo desconcertó; al contrario, se puso a la ofensiva.
Duncan cargó hacia adelante y se agachó mientras el primer hombre lanzaba un golpe sobre su cabeza, entonces se levantó y lo atravesó por el estómago. Un soldado trató de cortar su espalda, pero Duncan se volteó y lo bloqueó, luego giró la espada del soldado y lo apuñaló en el pecho.
Duncan peleó heroicamente mientras lo atacaban por todos lados, recordando los días de antaño cuando estaba sumergido en las peleas y cubriéndose todos los flancos. Cuando los hombres se acercaban demasiado como para evitar su espada, se hacía para atrás y los pateaba creando espacio para seguir atacando; en otras ocasiones, giraba y daba codazos peleando mano a mano siempre que era necesario. Los hombres caían a su alrededor y ninguno podía acercarse.
Duncan pronto recibió el apoyo de Anvin y Arthfael junto con docenas de hombres que se acercaban para ayudar. Mientras Anvin se les unía, bloqueó el golpe de uno de los soldados que atacaba a Duncan por detrás y salvándolo de una herida; mientras Arthfael se acercaba y levantaba su espada para bloquear un hacha que se dirigía al rostro de Duncan. Al hacerlo, Duncan simultáneamente se acercó y apuñaló al hombre en el estómago, con él y Arthfael trabajando juntos para derribarlo.
Todos peleaban como uno, como una máquina bien calibrada después de tantos años, todos cuidándose las espaldas mientras el sonido de las espadas y armaduras llenaba la noche.
A su alrededor, Duncan miró a sus hombres subiéndose a los barcos en el puerto y atacando la flota al mismo tiempo. Los soldados Pandesianos seguían saliendo ya completamente despiertos y algunos de ellos en llamas, y los soldados de Escalon peleaban valientemente en medio de las flamas incluso mientras los incendios se extendían a su alrededor. Duncan mismo peleó hasta que ya no pudo levantar sus brazos, sudando y con el humo lastimándole los ojos, con espadas chocando a su alrededor y derribando a los soldados que intentaban escapar a la costa.
Finalmente el fuego se volvió muy intenso; Los soldados Pandesianos, con sus armaduras completas y atrapados por el fuego, saltaban de los barcos al agua mientras Duncan guiaba a sus hombres de vuelta al muro de piedra al lado del puerto. Duncan escuchó un grito y al voltearse miró a cientos de soldados Pandesianos tratando de seguirlos y sacarlos de los barcos.
Al llegar a tierra seca y siendo el último de sus hombres en bajarse se volteó, levantó su gran espada, y cortó las cuerdas que mantenían los barcos en la costa.
“¡LAS CUERDAS!” gritó Duncan.
Por todo el puerto sus hombres siguieron sus órdenes y cortaron las cuerdas que unían a la flota a la costa. Rompiendo finalmente la última cuerda detrás de él, Duncan colocó su bota en la cubierta y, con una gran patada, alejó el barco de la costa. Gimió por el esfuerzo y Anvin, Arthfael y docenas más se acercaron para unírseles. Al mismo tiempo, todos empujaron el casco en llamas lejos de la orilla.
El barco en llamas, lleno de soldados gritando, se fue inevitablemente a la deriva hacia los otros barcos en el puerto y encendiéndolos también al chocar con ellos. Hombres salieron de los barcos por centenas, gritando y hundiéndose en las negras aguas.
Duncan se quedó de pie respirando agitadamente y observando, con sus ojos radiantes mientras el puerto entero se iluminaba en un gran incendio. Miles de Pandesianos ya despiertos salían de las cubiertas inferiores de los barcos; pero era demasiado tarde. Al salir se enfrentaba a un muro de fuego y tenía que tomar la decisión de quemarse vivos o saltar a su muerte ahogándose en las aguas congeladas; todos eligieron lo segundo. Duncan miró como el puerto se llenaba con cuerpos moviéndose en el agua, gritando mientras trataban de nadar hacia la cima.
“¡ARQUEROS!” gritó Duncan.
Sus arqueros apuntaron y dispararon ráfaga tras ráfaga hacia los soldados. Una a una llegaron a sus objetivos y los Pandesianos se hundieron.
Las aguas se volvieron espesas por la sangre y pronto se empezaron a escuchar crujidos y gritos mientras las aguas se llenaban de brillantes tiburones amarillos que se daban un festín en el sangriento puerto.
Duncan observó y lentamente se dio cuenta de lo que había conseguido: toda la flota Pandesiana, que apenas hace unas horas se sentaba desafiante en el puerto como símbolo de la conquista Pandesiana, había dejado de existir. Sus cientos de barcos estabas destruidos quemándose juntos en la conquista de Duncan. Su velocidad y sorpresa habían funcionado.
Hubo un gran grito en medio de sus hombres y Duncan se volteó para verlos vitorear mientras observaban los barcos en llamas, con sus rostros negros por la ceniza y exhaustos después de cabalgar toda la noche; pero aun así intoxicados por la victoria. Era un grito de alivio, un grito de libertad. Un grito que habían estado posponiendo por años.
Pero tan pronto como este se escuchó hubo uno más que lleno el aire, este mucho más tenebroso, seguido por un sonido que hizo que a Duncan se le erizara el pelo. Se dio la vuelta y se descorazonó al ver las grandes puertas de los cuarteles de piedra abriéndose lentamente. Al hacerlo, apareció una visión aterradora: miles de soldados Pandesianos, completamente equipados y en filas perfectas; se preparaba un ejército profesional que los superaban en números diez a uno. Y al abrirse las puertas, soltaron un grito y se abalanzaron contra ellos.
La bestia se había despertado. Ahora empezaría la verdadera guerra.
О проекте
О подписке