Merk corrió por el bosque tropezando en la pendiente de tierra, pasando por entre los árboles y con las hojas del Bosque Blanco crujiendo bajo sus pies mientras corría con todas su fuerzas. Miraba hacia adelante sin perder de vista las humaredas que se elevaban a la distancia llenando el horizonte bloqueando el rojo de la puesta de sol y con un gran sentido de urgencia. Sabía que la muchacha estaba ahí en alguna parte, quizá siendo asesinada en este momento, y no pudo hacer que sus piernas corrieran más rápido.
Los asesinatos parecían encontrarlo; lo encontraban en cada esquina, casi cada día, de la misma manera en que los hombres son llamados a cenar. Él tenía una cita con la muerte, solía decir su madre. Estas palabras hacían eco en su cabeza y lo habían perseguido toda su vida. ¿Es que se estaban cumpliendo sus palabras? ¿O es que había nacido con una estrella negra sobre su cabeza?
El matar era algo natural en la vida de Merk, tal como respirar o comer, sin importar para quién lo hacía o de qué manera. Mientras más lo pensaba, más crecía su sentido de disgusto, como si quisiera vomitar toda su vida. Pero mientras todo dentro de él le decía que se volteara y empezara una nueva vida, que continuara su peregrinaje hacia la Torre de Ur, simplemente no podía hacerlo. Una vez más, la violencia lo invocaba, y ahora no era el momento de ignorar su llamado.
Merk corrió acercándose hacia las ondulantes nubes de humo que le hacían difícil el respirar, con el olor del humo lastimando su nariz y un sentimiento familiar creciendo dentro de él. Después de tantos años, no era un sentimiento de miedo ni de excitación. Era una sensación de familiaridad; de la máquina de matar en la que estaba por convertirse. Era lo que siempre pasaba cuando iba a la batalla; su propia batalla privada. En su versión de la batalla, él mataba a su oponente frente a frente; no tenía que esconderse detrás de un visor o armadura o los aplausos de la muchedumbre hacia un elegante caballero. En su opinión, la suya era la batalla más valiente de todas, reservada para guerreros de verdad como él.
Pero mientras corría, Merk sintió algo diferente. Por lo general, a Merk no le importaba quién vivía o moría; era su trabajo. Esto le permitía mantener la razón y alejarse del sentimentalismo. Pero esta vez era diferente. Por primera vez desde que podía recordar, nadie le estaba pagando por hacer esto. Ahora iba por voluntad propia, por ninguna otra razón más que su lástima por la muchacha y por querer arreglar un mal. Esto significaba una inversión, y esto le desagradó. Ahora se arrepentía de no haber actuado más pronto alejándose de ella.
Merk corría a un paso constante sin cargar ningún arma; y sin necesitarla. Tenía su daga en el cinturón y esto era suficiente. Tal vez ni siquiera la usaría. Prefería entrar a las batallas sin armas: esto desconcertaba al enemigo. Además, siempre podía tomar las armas de su enemigo y usarlas contra él. Esto significaba un arsenal instantáneo a donde sea que fuere.
Merk salió del Bosque Blanco con los árboles abriendo camino hacia un campo abierto y colinas ondulantes, y fue recibido por un gran sol rojizo que se posaba en el horizonte. El valle ese extendía frente a él con el cielo oscurecido por el humo, y ahí, llameante, estaba lo que sólo podía ser lo que quedaba de la granja de la muchacha. Merk podía escuchar los gritos de satisfacción de los hombres, criminales, con voces sedientas de sangre. Escaneó la escena del crimen con sus ojos profesionales y de inmediato los encontró, una docena de hombres con rostros resplandecientes por las antorchas y quemando todo a su paso. Algunos corrían del establo a la casa quemando los techos de paja, mientras que otros masacraban al ganado cortándolo con hachas. Vio como uno de ellos arrastraba un cuerpo por el lodo tomándolo del cabello.
Una mujer.
El corazón de Merk se aceleró preguntándose si era la muchacha; y si estaba viva o muerta. La arrastraba hacia lo que parecía ser la familia de la muchacha, todos atados en el granero con cuerdas. Estaban el padre y la madre y, a su lado, dos personas más pequeñas, mujeres, probablemente sus hermanas. Mientras una brisa movía una nube de humo negro, Merk pudo ver por un instante el cabello rubio manchado de tierra y entonces supo que era ella.
Merk sintió una descarga de adrenalina mientras bajaba corriendo por la colina. Corrió por el campo enlodado entre las llamas y el humo y entonces pudo ver lo que pasaba: la familia de la muchacha, contra la pared, estaban ya todos muertos, con las gargantas cortadas y sus cuerpos inertes. Sintió una oleada de alivio al ver que la muchacha que era arrastrada seguía viva y se resistía mientras la llevaban a unirse a su familia. Vio a uno de los rufianes esperándola con una daga y sabía que ella sería la siguiente. Había llegado muy tarde para salvar a su familia, pero no muy tarde para salvarla a ella.
Merk supo que tenía que sorprender a estos hombres mientras bajaban la guardia. Bajó la velocidad y avanzó calmado hacia el centro del terreno como si tuviera todo el tiempo del mundo, esperando a que se dieran cuenta de su presencia, esperando confundirlos.
Muy pronto uno de ellos lo hizo. El rufián se impactó al ver a un hombre caminando tranquilamente en medio de la matanza y le gritó a sus amigos.
Merk sintió los ojos confundidos sobre mientras continuaba caminando casualmente hacia la muchacha. El rufián que la arrastraba miró sobre su hombro y también se detuvo al ver a Merk, dejando de tomarla y haciéndola caer al lodo. Se acercó a Merk junto con los otros y lo rodearon, listos para pelear.
“¿Qué tenemos aquí?” dijo uno de ellos que parecía ser el líder. Era el que había soltado a la muchacha. Al ver a Merk, sacó su espada de su cinturón y se acercó mientras los otros lo rodeaban aún más.
Merk sólo miraba a la muchacha para asegurarse de que estuviera viva y sin heridas. Sintió gran alivio al verla moverse en el lodo y recuperarse lentamente, levantando la cabeza y observándolo aturdida y confundida. Merk se consoló al saber que al menos no había llegado muy tarde para salvarla a ella. Tal vez este era el primer paso en lo que sería un largo camino a la redención. Pensó que, tal vez, este no empezaría en la torre sino aquí.
Mientras la muchacha se volteaba en el lodo apoyándose en sus codos, sus ojos se cruzaron y él vio cómo se llenaban de esperanza.
“¡Mátalos!” gritó ella.
Merk se mantuvo en calma y siguió caminando casualmente hacia ella, como si no notara a los hombres a su alrededor.
“Así que conoces a la chica,” le dijo el líder.
“¿Su tío?” dijo uno de ellos de manera burlona.
“¿Un hermano perdido?” se rio otro.
“¿Vienes a protegerla, anciano?” se burló uno más.
Los otros explotaron en risas mientras seguía acercándose.
Aunque no lo mostró, Merk estaba evaluando a sus oponentes, examinándolos con su visión periférica, observando cuántos eran, lo fuertes que eran, qué tan rápido se movían, y las armas que portaban. Analizó cuanto músculo tenían en comparación con su grasa, lo que tenían puesto, lo flexibles que eran en esas prendas, lo rápido que podían girar con esas botas. Notó las armas que traían, navajas gastadas, dagas viejas, espadas sin mucho filo, y analizó cómo las sostenían hacia enfrente o hacia un lado y en qué mano.
Se dio cuenta de que la mayoría eran novatos y no le daban ninguna preocupación. Excepto uno; el que tenía la ballesta. Merk hizo una nota mental para matarlo primero.
Merk entró en una zona diferente, en una forma nueva de pensar, de ser, en la que siempre estaba cuando se encontraba en una confrontación. Se sumergió en su propio mundo, un mundo sobre el que tenía poco control y en el que cedía todo su cuerpo. Era un mundo que le decía qué tan rápido, qué tan eficientemente, y a cuántos hombres podía matar, cómo ocasionar el mayor daño posible con el menor esfuerzo.
Se lamentó por estos hombres; no tenían idea de lo que se avecinaba.
“¡Oye, estoy hablando contigo!” le dijo el líder apenas a unos diez pies de distancia y sosteniendo su espada con desprecio en el rostro mientras se acercaba.
Pero Merk siguió caminando y avanzando calmado y sin reaccionar. Estaba enfocado y apenas escuchando las palabras del líder, que ahora eran completo silencio. No correría ni mostraría ningún signo de agresión hasta que le pareciera adecuado, y podía sentir lo confundidos que estaban estos hombres por su falta de reacción.
“Oye, ¿sabes que estás a punto de morir?” insistió el líder. “¿Me estás escuchando?”
Merk continuó caminando hasta que el líder, furioso, no pudo esperar más. Gritó con furia, levantó su espada, y se abalanzó apuntando al hombro de Merk.
Merk tomó su tiempo sin reaccionar. Caminó calmadamente hacia su atacante esperando hasta el último segundo, asegurándose de no tensarse ni mostrar ningún signo de resistencia.
Esperó hasta que la espada de su oponente estaba en el punto más alto, muy arriba de su cabeza, el punto clave de vulnerabilidad de cualquier hombre que había descubierto hace mucho tiempo. Y entonces, antes de que su enemigo pudiera darse cuenta, Merk se lanzó como serpiente con dos dedos y atacando un punto de presión debajo de la axila del hombre.
Su atacante, con los ojos llenándose de dolor y sorpresa, inmediatamente soltó su espada.
Merk se acercó rodeando el brazo del hombre y apretándolo en un agarre. En el mismo movimiento tomó la nuca del hombre y lo hizo girar para utilizarlo como escudo; pues no era este hombre por el que Merk estaba preocupado, sino por el que estaba a sus espaldas con la ballesta. Merk había elegido atacar a este zoquete primero para conseguir un escudo.
Merk se dio vuelta y enfrentó al hombre de la ballesta que, como había previsto, ya tenía el arco listo para disparar. Un momento después Merk escuchó el sonido característico de una flecha saliendo de la ballesta y la miró volar por el aire directo hacia él. Merk sostuvo con fuerza su escudo humano.
Hubo un gemido y Merk sintió al zoquete sacudirse en sus brazos. El líder gritó de dolor y Merk sintió algo de dolor él mismo, como un cuchillo que entraba en su estómago. Al principio estaba confundido, pero entonces se dio cuenta que la flecha había atravesado el estómago del escudo y la punta había alcanzado su propio estómago. Lo penetró sólo media pulgada, no lo suficiente para ser una herida grave, pero sí para que doliera como el infierno.
Calculando el tiempo que tomaría cargar la ballesta, Merk dejó caer el cuerpo del líder, tomó la espada de su mano y la lanzó. Giró por el aire hacia el matón con la ballesta y el hombre gritó de dolor, con sus ojos ensanchándose de sorpresa mientras la espada atravesaba su pecho. Soltó su arco y cayó inmóvil a su lado.
Merk se volteó y miró a los otros matones, todos impresionados y confundidos al ver a sus dos mejore peleadores en el suelo. Se miraban el uno al otro en un silencio incómodo.
“¿Quién eres?” dijo finalmente uno con voz nerviosa.
Merk sonrió ampliamente e hizo crujir los nudillos, saboreando la pelea por venir.
“Yo,” respondió, “soy lo que no te deja dormir por la noches.”
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