Ahora se encontró tocando un botón en su mano nerviosamente. Lo había arrancado de la blusa de la enfermera cuando la había colgado. Recordándola, miró al catre donde la había dejado encadenada por más de una semana. Deseaba poder hablarle, explicarle que él no quería ser cruel, sólo que se parecía mucho a su madre y a las monjas, especialmente con su uniforme de enfermera.
Verla en ese uniforme lo había confundido. Era lo mismo con la mujer de hace cinco años, la guardia de prisión. De alguna manera ambas mujeres se habían fusionado en su mente con su madre y las monjas y los trabajadores del hospital. Luchaba una batalla perdida cuando trataba de diferenciarlas.
Era un alivio haber terminado con ella. Mantenerla atada así, darle agua y escuchar sus gemidos a través de la cadena que había utilizado para amordazarla era una terrible responsabilidad. Sólo le quitaba la mordaza de vez en cuando para colocar una pajita en su boca para poder darle agua. Pero luego intentaba gritar.
Si sólo hubiese podido explicarle que no debía gritar, que había vecinos en la calle que no debían escuchar. Si sólo pudiera habérselo dicho, tal vez habría entendido. Pero no se lo pudo explicar, no con su tartamudeo. En su lugar, la amenazó con una navaja recta mudamente. A la larga, ni la amenaza funcionó. En ese momento tuvo que degollarla.
Luego la llevó de nuevo a Reedsport y la colgó para que todos la vieran. No estaba seguro de la razón. Quizás era una advertencia. Si sólo las personas pudieran entender. Si pudieran hacerlo, él no tendría que ser tan cruel.
Tal vez también era su forma de decirle al mundo lo mucho que lo lamentaba.
Porque sí lo lamentaba. Iría a la floristería mañana y le compraría a su familia un ramo pequeño y barato. No podía hablar con el florista, pero podía escribir instrucciones sencillas. El regalo sería anónimo. Y si encontraba un buen sitio para esconderse, se pararía cerca de su tumba cuando la enterraran, inclinando su cabeza como cualquier otro doliente.
Tensó otra cadena sobre su mesa de trabajo, apretando sus extremos tan fuertemente como pudo, aplicando todas sus fuerzas, silenciando su traqueteo. Pero en lo profundo de su ser sabía que eso no sería suficiente para hacerlo el maestro de las cadenas. Para eso, tendría que usar las cadenas de nuevo. Y usaría una de las camisas de fuerza que le quedaban. Tenía que atar a alguien como él había sido atado.
Alguien más tendría que sufrir y morir.
Tan pronto como Riley y Lucy desembarcaron del avión del FBI, un policía uniformado joven vino corriendo hacia ellas por la pista.
“Estoy muy feliz de verlas”, dijo. “El Comisario Alford está que echa chispas. Si alguien no baja el cuerpo de Rosemary, tendrá un derrame cerebral. Los reporteros están encima de lo que pasó. Soy Tim Boyden”.
Riley sintió un vacío cuando ella y Lucy se presentaron. Que los medios de comunicación estén en una escena tan rápidamente era una señal de problemas. El caso había empezado mal.
“¿Puedo ayudarles a cargar su equipaje?”, preguntó el Oficial Boyden.
“Estamos bien”, dijo Riley. Sólo tenían un par de maletas pequeñas.
El Oficial Boyden señaló al otro lado de la pista.
“El carro está por allá”, dijo.
Los tres caminaron rápidamente al carro. Riley se sentó en el lado del copiloto, mientras que Lucy tomó el asiento trasero.
“Estamos a sólo un par de minutos del pueblo”, dijo Boyden cuando empezó a conducir. “No puedo creer lo que está sucediendo. Pobre Rosemary. Todos las querían bastante. Siempre ayudaba a otras personas. Cuando desapareció hace un par de semanas, todos temíamos lo peor. Pero no podíamos habernos imaginado...”.
Su voz se quebró y sacudió la cabeza con incredulidad.
Lucy se inclinó hacia adelante desde el asiento trasero.
“Entiendo que hubo un asesinato como este antes”, dijo.
“Sí, cuando todavía estaba en la escuela secundaria”, dijo Boyden. “Aunque no fue aquí en Reedsport. Fue cerca de Eubanks, más al sur por el río. Un cuerpo en cadenas, igual que Rosemary. Llevaba también una camisa de fuerza. ¿Tiene razón el Comisario? ¿Tenemos un asesino en serie?”.
“No lo sabemos todavía”, dijo Riley.
La verdad es que pensaba que el Comisario tenía razón. Pero el joven oficial parecía estar bastante molesto. No tenía sentido alarmarlo más.
“No puedo creerlo”, dijo Boyden, sacudiendo su cabeza de nuevo. “Un pueblo pequeño y agradable como el nuestro. Una señora agradable como Rosemary. No puedo creerlo”.
Mientras condujeron la ciudad, Riley vio un par de camionetas con equipos de noticias de TV en su calle principal. Un helicóptero con un logotipo de una estación de TV volaba en circuito sobre el pueblo.
Boyden condujo a una barricada donde se habían reunido un pequeño grupo de reporteros. Un oficial dejó pasar el carro. Pocos segundos después, Boyden detuvo el carro junto a un tramo de vías de tren. Allí estaba el cuerpo, colgado de un poste eléctrico. Varios policías uniformados estaban parados a pocos metros del cuerpo.
A lo que Riley se bajó del carro, reconoció al Comisario Raymond Alford que estaba acercándose a ella. No se veía nada alegre.
“Espero que hayas tenido una muy buena razón para dejar el cuerpo colgando así”, dijo. “Esto ha sido una pesadilla. El alcalde está amenazando con quitarme mi placa”.
Riley y Lucy lo siguieron al cuerpo. A la luz vespertina, se veía aún más extraño que en las fotos que Riley había visto en su computadora. Las cadenas de acero inoxidable brillaban en la luz.
“Me imagino que acordonaste la escena”, le dijo Riley a Alford.
“Hemos hecho lo mejor que hemos podido”, dijo Alford. “Bloqueamos el área lo suficiente para que nadie pudiera ver el cuerpo excepto desde el río. Redireccionamos los trenes para que rodeen el pueblo. Eso los está retrasando y está causando estragos en sus horarios. Así debe ser cómo los canales de noticias de Albany descubrieron que algo estaba pasando. Obviamente ninguno de nuestros agentes se los dijo”.
Alfred no se escuchaba mucho por el sonido del helicóptero de TV que volaba directamente sobre ellos. Se dio por vencido en tratar de decir lo quería decir. Riley podría leer las maldiciones en sus labios mientras miraba el helicóptero. Sin elevarse, el helicóptero se movía en círculos. Obviamente, el piloto pretendía regresarse a esta zona.
Alford sacó su teléfono celular. Cuando pudo comunicarse con alguien, gritó, “Te dije que mantuvieras a tu maldito helicóptero lejos de la escena. Ahora dile a tu piloto que mantenga a esa cosa a unos quinientos pies de distancia. Es la ley”.
Por la expresión de Alford, Riley sospechaba que la persona se estaba resistiendo.
Finalmente, Alford dijo, “Si no lo alejas de aquí ahora mismo, les prohibiré a tus reporteros a que estén en la rueda de prensa que daré esta tarde”.
Su rostro se relajó un poco. Levantó la mirada y esperó. Efectivamente, después de unos momentos el helicóptero ascendió a una altura más razonable. El ruido del motor todavía llenaba el aire con un zumbido fuerte y constante.
“Dios, espero que esto no siga por mucho más”, gruñó Alfred. “Tal vez cuando bajemos el cuerpo habrá menos que los atraiga. Aun así, en el corto plazo, supongo que esto tiene su lado positivo. Los hoteles y las posadas están recibiendo más clientes. Los restaurantes también—los periodistas tienen que comer. ¿Pero a la larga? Es malo si esto ahuyenta a los turistas de Reedsport”.
“Has hecho un buen trabajo de mantenerlos alejados de la escena”, dijo Riley.
“Supongo que es algo”, dijo Alford. “Vengan, terminemos con esto de una buena vez”.
Alford acercó a Riley y a Lucy al cuerpo suspendido. El cuerpo estaba dentro de un arnés de cadenas improvisado que lo envolvía completamente. El arnés estaba atado a una cuerda pesada que se enlazaba a través de una polea de acero que estaba atada a un travesaño alto. El resto de la cuerda descendía a la tierra en un ángulo agudo.
Riley podía ver el rostro de la mujer ahora. Una vez más, su parecido a Marie la atravesó como una descarga eléctrica, el mismo dolor silencioso y angustia que el rostro de su amiga había mostrado después de haberse ahorcado. Los ojos saltones y la cadena que la amordazaba hacían que toda la imagen fuera aún más inquietante.
Riley miró a su nueva compañera para ver cómo estaba reaccionando. Para sorpresa suya, vio que Lucy ya estaba tomando notas.
“¿Es esta tu primera escena del crimen?”, le preguntó Riley.
Lucy simplemente asintió con la cabeza mientras escribía y observaba. Riley pensó que estaba tomando esto de ver el cadáver bastante bien. Muchos novatos estarían vomitando en los arbustos ahora mismo.
Por el contrario, Alford se veía bastante mareado. No se había acostumbrado a ello, incluso después de tantos años. Riley esperaba que nunca tuviera que hacerlo, por su bien.
“No hiede mucho todavía”, dijo Alford.
“Todavía no”, dijo Riley. “Todavía está en un estado de autolisis, más que todo una descomposición interna de sus células. No hay una temperatura lo suficientemente caliente como para acelerar el proceso de putrefacción. El cuerpo no ha comenzado a derretirse por dentro. Allí es cuando el olor empeora bastante”.
Alford empalideció más luego de esas palabras.
“¿Y el rigor mortis?”, preguntó Lucy.
“Está en pleno rigor, estoy segura de eso”, dijo Riley. “Probablemente lo estará por otras doce horas”.
Lucy no se veía ni un poco perturbada. Sólo seguía tomando notas.
“¿Descubrieron cómo el asesino logró colgarla allí?”, le preguntó Lucy a Alford.
“Tenemos una idea bastante buena”, dijo Alford. “Se subió y ató la polea en su lugar. Luego subió el cuerpo. Pueden ver cómo está sujetado”.
Alford señaló a un conjunto de pesas de hierro que estaban al lado de las vías. La cuerda pasaba por los orificios en las pesas, anudadas cuidadosamente para que no se soltaran. Las pesas eran del tipo que pueden encontrarse en las máquinas de pesas de un gimnasio.
Lucy se inclinó y miró las pesas más de cerca.
“Hay casi el peso suficiente para contrarrestar totalmente el cuerpo”, dijo Lucy. “Lo extraño es que arrastró todo este material pesado con él. Pensarías que simplemente ataría la cuerda al poste”.
“¿Qué te dice eso?”, preguntó Riley.
Lucy pensó por un momento.
“Es pequeño y no muy fuerte”, dijo Lucy. “La polea no le dio el impulso suficiente. Necesitó a las pesas para que lo ayudaran”.
“Muy bien”, dijo Riley. Luego señaló al otro lado de las vías del tren. Por un breve tramo, unas pistas de neumático parciales se desviaban del pavimento a la tierra. “Y, por lo que se puede ver, detuvo su carro muy cerca de aquí. Tuvo que hacerlo. No podía arrastrar el cuerpo tan lejos por su cuenta”.
Riley examinó la tierra cerca del poste eléctrico y encontró hendiduras.
“Parece que utilizó una escalera”, dijo.
“Sí, y la encontramos”, dijo Alford. “Vengan para mostrársela”.
Alford guio a Riley y a Lucy al otro lado de las pistas, a un almacén deteriorado de acero corrugado. Había una cerradura rota colgando del cerrojo de la puerta.
“Se puede ver cómo entró a la fuerza”, dijo Alford. “Se le hizo bastante fácil, unas corta cadenas probablemente lo hicieron posible. Este almacén no se utiliza mucho, más que todo para almacenamiento a largo plazo, así que no es muy seguro”.
Alford abrió la puerta y encendió las luces fluorescentes. El lugar estaba casi vacío, excepto por unos contenedores llenos de telarañas. Alford señaló a una escalera alta que estaba apoyada contra la pared que estaba al lado de la puerta.
“Allí está la escalera”, dijo. “Encontramos tierra fresca en los peldaños. Probablemente es de aquí y el asesino sabía que estaba adentro. Entró a la fuerza, la sacó y se subió en ella para atar la polea en su lugar. Una vez que colocó el cuerpo donde él lo quiso, arrastró la escalera a su lugar. Y luego se fue”.
“Tal vez encontró la polea dentro el almacén también”, sugirió Lucy.
“El frente de este almacén está alumbrado de noche”, dijo Alford. “Así que es audaz, y apuesto a que es bastante rápido, aunque no es muy fuerte”.
En ese momento escucharon un chasquido agudo afuera.
“¿Qué diablos?”, gritó Alford.
Riley supo inmediatamente que había sido un disparo.
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