Kate no perdió tiempo. Regresó a casa y por un instante se quedó sentada en el escritorio de su pequeño estudio. Miró por la ventana, hacia su pequeño patio. El sol entraba por el vano, dibujando un rectángulo de luz en su piso de madera. El piso, al igual que los del resto de su casa, mostraba rayones y arañazos acumulados desde la construcción de la misma en la década de los años 20. Ubicada en la zona de Carytown, en Richmond, Kate a veces se sentía fuera de lugar. Carytown era una pequeña sección en auge de la ciudad, así que sabía que muy pronto terminaría por mudarse a algún otro lado. Tenía dinero suficiente para conseguir una casa donde quisiera pero la sola idea de mudarse la agotaba.
Era la clase de falta de motivación que quizás había hecho de su jubilación algo duro. Eso y el rehusarse a dejar atrás la memoria de aquellos con los que había compartido en el Buró a lo largo de esos treinta años. Cuando esos dos sentimientos chocaban, a menudo se sentía desmotivada y sin ninguna verdadera perspectiva.
Pero tenía ahora la solicitud de Deb y Jim Meade. Sí, era una solicitud inadecuada pero Kate no veía nada malo en hacer al menos unas llamadas. Si no salía nada, al menos podría llamar a Deb para hacerle saber que había hecho su mejor intento.
Su primera llamada fue para el Subcomisionado de la Policía Estatal de Virginia, un hombre llamado Clarence Greene. Había trabajado estrechamente con él en varios casos a lo largo de la última década de su carrera y se tenían un mutuo respeto. Esperaba que el año transcurrido no hubiese anulado esa relación. Sabiendo que Clarence nunca estaba en su despacho, optó por desestimar el teléfono fijo y lo llamó al celular.
Justo cuando pensaba que la llamada no iba a ser contestada, una voz familiar la saludó. Por un momento, Kate se sintió como si no hubiera dejado el trabajo.
—Agente Wise —dijo Clarence—, ¿cómo diablos le va?
—Bien —dijo—, ¿y a ti?
—Como siempre. Tengo que admitir, sin embargo... que pensaba que ya no iba a ver aparecer tu nombre en mi teléfono.
—Sí, en cuanto a eso —dijo Kate—, odio acudir a ti con algo como esto después de más de un año de silencio, pero tengo una amiga que acaba de perder a su hija. Le di mi palabra de que me informaría sobre la investigación.
—Entonces, ¿qué quieres de mí? —preguntó Clarence.
—Bueno, el principal sospechoso era el ex-novio de la hija. Parece que fue arrestado y luego dejado ir al cabo de unas tres horas. Como es natural, los padres se están preguntando por qué.
—Oh —dijo Clarence—, mira... Wise, realmente no puedo decírtelo. Y con todo el debido respeto, tú ya deberías saber eso.
—No estoy tratando de interferir con el caso —dijo Kate—. Solo me preguntaba porqué no se le ha dado a los padres una razón concreta para dejar ir al sospechoso. Ella es una madre adolorida que busca respuestas y...
—De nuevo, déjame ponerte un alto —dijo Clarence—. Como bien sabes, yo trato con mucha regularidad con madres, viudas y padres adoloridos. Solo porque tú ahora mismo me lo pidas no significa que yo puedo romper el protocolo o mirar hacia otro lado.
—Habiendo trabajado conmigo de manera tan cercana, sabes que procuro solo lo mejor.
—Oh, estoy seguro de que lo haces. Pero la última cosa que necesito es a una agente jubilada del FBI husmeando en torno a un caso abierto, sin importar la distancia que parezca poner. Tú tienes que comprender eso, ¿correcto?
Lo molesto de eso era que ella lo comprendía. Aún así, tenía que intentarlo por última vez. —Lo consideraría un favor personal.
—Seguro que sí —dijo Clarence, con una pizca de condescendencia—, pero la respuesta es no, Agente Wise. Ahora, tendrás que excusarme, estoy a punto de dirigirme a la corte para hablarle a una de esas viudas adoloridas de las que acabo de hablarte. Siento no haber podido ayudarte.
Finalizó la llamada sin decir adiós, dejando a Kate contemplando en el piso de madera el cambiante rectángulo de luz solar. Meditó su próximo paso, advirtiendo que el Subcomisionado Greene acababa de revelarle que estaba a punto de salir para la corte. Suponía que el paso más inteligente sería tomar la negativa a ayudarla como una derrota. Pero su falta de disposición a ayudarla solo la hacia desear continuar indagando con mayor ahínco.
Siempre me dijeron que tenia fama de testaruda como agente, pensó mientras se levantaba. Es bueno ver que algunas cosas no han cambiado.
***
Media hora después, Kate aparcaba su auto en el estacionamiento adyacente a la Estación Policial del Tercer Precinto. Basándose en el lugar donde había sucedido el homicidio de Julie Meade —de casada Julie Hicks—, Kate sabía que esta sería la mejor fuente de información. El único problema era que aparte del Subcomisionado Greene, ella en realidad no conocía a nadie más dentro del departamento, mucho menos en el Tercer Precinto.
Entró a la oficina con confianza. Sabía que había ciertas cosas acerca de su situación actual que un oficial observador notaría. Primero que nada, no llevaba un arma al costado. Tenía un permiso para llevar una oculta, pero considerando lo que la ocupaba en ese momento, supuso que podría causarle mas problemas que beneficios si era descubierta siendo deshonesta, incluso en cosas muy pequeñas.
Y la deshonestidad era realmente algo que ella no se podía permitir. Retirada o no, su reputación estaba en juego —una reputación que había construido con esmero a lo largo de más de treinta años. Iba a tener que caminar por una línea muy fina en los próximos minutos, y eso le agradaba. No había estado así de ansiosa en todo el año que había pasado como jubilada.
Se acercó a la recepción, un área brillantemente iluminada separada de la sala central por un panel de vidrio. Una mujer uniformada estaba sentada ante el escritorio, sellando un libro de novedades mientras Kate se aproximaba. Levantó la vista hacia Kate con una cara que lucía como si una sonrisa no la hubiera iluminado en varios días.
—¿Que puedo hacer por usted? —preguntó la recepcionista.
—Soy una agente retirada del FBI, y busco información sobre un asesinato reciente. Me gustaría conocer los nombres de los oficiales a cargo del caso.
—¿Tiene una identificación? —preguntó la mujer.
Kate sacó su licencia de conducir y la deslizó por la abertura de la división de vidrio. La mujer la miró por todo un segundo y la deslizó de regreso. —Voy a necesitar su identificación del Buró.
—Bueno, como dije, estoy retirada.
—¿Y quién la envió? Necesitaré su nombre e información de contacto y luego ellos tendrán que hacer una solicitud para poder facilitarle la información.
—En realidad esperaba saltarme los requerimientos legales.
—No puedo ayudarla entonces —dijo la mujer.
Kate se preguntó qué tanto más podría insistir. Si iba demasiado lejos, alguien seguramente notificaría a Clarence Greene y eso podría ser malo. Se devanó los sesos, tratando de pensar en otro curso de acción. Solo se le ocurrió una cosa y era más arriesgada que lo que estaba intentando.
Con un suspiro, Kate dijo secamente: —Bueno, gracias de todas formas.
Se dio la vuelta y salió de la oficina. Estaba un poco avergonzada. ¿Qué diablos había estado pensando? Incluso si ella todavía tuviera su identificación del Buró, sería ilegal para el Departamento de Policía de Richmond darle alguna información sin la aprobación de un supervisor en Washington.
Era más allá de la humillación caminar de regreso a su auto con una sensación tan tremenda —la sensación de ser una simple civil.
Pero una civil que odia recibir un no por respuesta.
Sacó su teléfono y llamó a Deb Meade. Cuando esta respondió, aún sonaba agotada y ausente.
—Siento tener que molestarte, Deb —dijo—, pero, ¿tienes el nombre y la dirección del ex-novio?
Resultó que Deb tenía ambos datos.
Aunque que Kate no tenía su vieja identificación del Buró, tenía todavía la última placa que le había pertenecido. Estaba colocada sobre un mantel en la chimenea como una reliquia de otra época, nada distinta de una fotografía en sepia. Al abandonar la estación del Tercer Precinto, regresó a casa y la tomó. Caviló larga y profundamente en torno a la idea de llevar su arma de costado. Miró largamente la M1911, pero la dejó donde estaba en su mesita de noche. Llevarla consigo para lo que planeaba era atraerse un problema.
Decidió tomar las esposas que guardaba en una caja de zapatos debajo de su cama junto otros tesoros de su carrera.
Por si acaso.
Salió de la casa y se encaminó a la dirección que Deb le había dado. Era un lugar en Shockoe Bottom, a veinte minutos en auto desde su casa. No se sentía nerviosa mientras conducía pero la embargaba la excitación. Sabía que no debería estar haciendo esto, pero al mismo tiempo, le sentaba bien salir al campo de nuevo —incluso aunque fuera en secreto.
En cuanto llegó a la dirección del ex-novio de Julie Hicks, un sujeto llamado Brian Neilbolt, Kate pensó en su marido. Aparecía en su mente de tiempo en tiempo, pero a veces aparecía y se quedaba durante un rato. Sucedió cuando dobló la esquina para entrar en la calle de llegada. Podía verlo meneando la cabeza.
Kate, sabes que no deberías estar haciendo esto, parecía decir
Sonrió levemente. En ocasiones extrañaba con locura a su marido, algo que contrastaba con el hecho de que a veces sentía que se las había arreglado para superar su muerte de una manera más bien rapida.
Se sacudió las telarañas de esos recuerdos mientras estacionaba su auto frente a la dirección que Deb le había dado. Era una casa más bien bonita, dividida en dos apartamentos con porches separando las propiedades. Cuando se bajó del auto, enseguida tuvo la certeza de que alguien estaba en casa, porque podía escuchar a alguien adentro hablando en voz alta.
Al subir las escalinatas del porche, sintió como si hubiera retrocedido en el tiempo, a un año antes. Se sentía de nuevo como una agente, a pesar de la falta de un arma en su cadera. Aún así, considerando que en la actualidad era una agente retirada, no tenía idea de lo que diría después de tocar la puerta.
Pero no dejó que eso la detuviera. Tocó la puerta con la misma autoridad que hubiese tenido hacia un año. Al escuchar las voces que hablaban adentro, asumió que se apegaría a la verdad. Mentir en una situación de la que ya se suponía que ella no formaba parte solo empeoraria las cosas si la atrapaban.
El hombre que vino a la puerta pilló a Kate algo desprevenida. Medía unos uno noventa y estaba totalmente drogado. Sus hombros por sí solos mostraban que iba al gimnasio. Con facilidad podía haber pasado por un luchador profesional. La única cosa que desmentía esa apariencia era la ira en sus ojos.
—¿Sí? —preguntó— ¿Quién eres?
Ella hizo entonces un movimiento que había estado extrañando mucho. Le mostró su placa. Esperaba que la vista de la misma le añadiera algo de peso a su presentación. —Mi nombre es Kate Wise. Soy una agente retirada del FBI. Espero que pueda conversar un rato conmigo.
—¿Sobre qué? —preguntó con brusquedad.
—¿Es usted Brian Neilbolt? —preguntó ella.
—Lo soy.
—¿Entonces su ex-novia era Julie Hicks, correcto? ¿Conocida antes como Julie Meade?
—Mierda, ¿de nuevo con eso? Mire, los jodidos policías ya me llevaron y me interrogaron. ¿Ahora también los federales?
—Duerma tranquilo, no estoy aquí para interrogarlo. Solo quería hacerle unas preguntas.
—A mí me suena como un interrogatorio —dijo—. Además, dijo que estaba retirada. Lo más seguro es que eso significa que yo no tengo que hacer nada de lo que me pida.
Ella simuló sentirse herida por esto, apartando la mirada de él. En realidad, sin embargo, estaba mirando por encima de sus enormes hombros hacia el espacio que había detrás de él. Vio un maletín y dos morrales recostados de la pared. Vio una hoja de papel sobre el maletín. El logo la identificaba como la impresión de un recibo de Orbitz. Aparentemente, Brian Neilbolt dejaba la ciudad por un tiempo.
No era el mejor escenario cuando tu ex-novia ha sido asesinada, y tú has sido arrestado y luego inmediatamente soltado por la policía.
—¿Adónde se dirige? —preguntó Kate.
—No es de su incumbencia.
—¿A quién le hablaba por teléfono dando voces antes de que yo tocara?
—De nuevo, no es de su incumbencia. Ahora, si me perdona...
Se dispuso a cerrar la puerta, pero Kate insistió. Dio un paso adelante y plantó su zapato entre la puerta y el dintel.
—Sr. Neilbolt, solo le estoy pidiendo cinco minutos de su tiempo.
Una oleada de furia pasó por sus ojos pero luego pareció aplacarse. Bajó la cabeza por un momento, y ella pensó que se veía triste. Era similar a la mirada que había visto en las caras de los Meades.
—Dijo que es una agente retirada, ¿correcto? —preguntó Neilbolt.
—Eso es correcto —confirmó ella.
—Retirada —dijo—. Entonces lárguese de mi porche.
Ella permaneció incólume, para que quedara claro que no tenía intención de ir a ninguna parte.
—Dije, ¡larguese de mi porche!
Él meneó la cabeza y extendió el brazo para empujarla. Ella sintió la fuerza de sus manos cuando chocaron contra su hombro y actuó lo más rápido que pudo. Al punto, se sorprendió con la rapidez de sus reflejos y su memoria muscular.
Mientras se tambaleaba hacia atrás, rodeó con ambos brazos el brazo derecho de Neilbolt. Al mismo tiempo, puso una rodilla en el suelo para frenar la caída hacia atrás. Entonces hizo lo mejor que pudo para hacerlo caer, pero su corpulencia era difícil de dominar. Cuando se dio cuenta de lo que ella estaba tratando de hacer, él lanzó un codazo a sus costillas.
El pecho de Kate se quedó sin aire, pero al lanzar el codazo, él perdió ventaja. Esta vez cuando intentó hacerlo caer, funcionó. Y como lo hizo con todo lo que tenía, funcionó demasiado bien.
Neilbolt se fue de bruces por el porche. Al aterrizar, golpeó los dos escalones inferiores. Gritó de dolor e intentó volver a ponerse de pie de inmediato. La miró consternado, intentando determinar qué había sucedido. Impulsado por la rabia y la sorpresa, subió renqueando los escalones en dirección a ella, claramente mareado.
Ella hizo una finta con la rodilla derecha dirigida a su cara cuando ya alcanzaba el escalón más alto. Ya él se disponía a esquivarla, cuando ella lo alcanzó en un costado de su cabeza y de nuevo se puso de rodillas. Golpeó con fuerza la cabeza de él con el porche mientras sus brazos y sus piernas se agitaban buscando apoyo en los escalones. Ella sacó las esposas del interior de su chaqueta y las colocó con una rapidez y una facilidad que solo treinta años de experiencia podían brindar.
Se separó de Brian Neilbolt y lo miró. No luchaba con las esposas; se veía más bien aturdido, de hecho.
Kate buscó su teléfono con la intención de llamar a los policías y se dio cuenta de que su mano estaba temblando. Estaba excitada, llena de adrenalina. Se dio cuenta de que había una sonrisa en su rostro.
Dios, yo extrañaba esto.
Las rodillas, sin embargo, le dolían en verdad —mucho más sin duda de lo que hubieran dolido hacía cinco o seis años. ¿Acaso por entonces le habían dolido de esa manera las articulaciones de sus rodillas tras una escaramuza?
Se concedió a si misma un momento para recordarse en lo que había hecho, y entonces se las arregló para finalmente hacer una llamada a los policías. Entretanto, Brian Neilbolt seguía mareado a sus pies, preguntándose quizás cómo una mujer veinte años al menos mayor qué el se las había arreglado para tumbarlo por completo.
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