Cuando Jessie aparcó delante de la mansión en Lucerne Boulevard. a las 2:29 de la madrugada, ya había allí delante varios coches patrulla, una ambulancia, y el vehículo del examinador médico. Se bajó del coche y caminó hacia la entrada, intentando parecer lo más profesional posible, dadas las circunstancias.
Había vecinos apostados en el pavimento, muchos de ellos envueltos en albornoces para protegerse del fresco de la noche. Este tipo de cosas no era lo habitual en un vecindario acomodado como Hancock Park. Acurrucado entre Hollywood al norte y el distrito de Mid-Wilshire al sur, era un enclave de las familias de dinero de tradición de Los Ángeles, o al menos de tanta tradición como podía darse en una ciudad tan indiferente a la historia como esta. La gente que vivía aquí no eran las estrellas del celuloide o los gigantes de Hollywood que uno se podía encontrar en Beverly Hills o en Malibú. Estas eran las residencias de los que llevaban generaciones siendo ricos, que podían elegir si trabajaban o no. Si lo hacían, solía ser meramente para evitar el tedio. Pero esta noche no tenían que preocuparse de estar aburridos. Después de todo, uno de los suyos había muerto y todos sentían curiosidad por saber de quién se trataba.
Jessie sintió cierta excitación mientras subía por la escalinata que llevaba a la puerta principal, que estaba marcada con cinta policial amarilla. Esta era la primera vez que llegaba a una escena del crimen sin la compañía de un detective. Y eso quería decir que era la primera vez que iba a tener que mostrar sus credenciales para acceder a una zona restringida.
Recordó que había sentido la misma emoción cuando se las dieron por primera vez. Hasta había practicado con Lacy el gesto de presentarlas unas cuantas veces en el apartamento. Pero ahora, mientras las rebuscaba en el bolsillo de su chaqueta, tratando de localizarlas, se sentía sorprendentemente nerviosa.
No tenía necesidad de estarlo. El agente que había en la parte superior de las escaleras apenas las miró mientras retiraba la cinta policial para dejarle pasar.
Jessie encontró a Hernández con otro detective de pie justo en la recepción de la casa. Parecía como si al hombre más joven le hubiera tocado el palito más corto. La mayor experiencia del detective Reid le había debido permitir pasar por alto esta llamada. Jessie se preguntó por qué Hernández no había aprovechado su rango para hacer lo propio. La vio y le hizo un gesto para que entrara.
“Jessie Hunt, no sé si ya has conocido al detective Alan Trembley. Era el detective de guardia esta noche y va a trabajar en este caso conmigo”.
Cuando Jessie le estrechó la mano, no pudo evitar notar que, con su cabello rubio descuidado y las gafas que le llegaban hasta la mitad del puente de la nariz, parecía estar tan disperso como ella misma se sentía.
“Nuestra víctima está en la zona de la piscina”, dijo Hernández mientras comenzaba a caminar, guiando sus pasos. “Se llama Victoria Missinger. Treinta y cuatro años de edad. Casada, sin hijos. Está en un pequeño cubículo oculto en la sala principal, que puede ayudar a explicar por qué se tardó tanto en encontrarla. Su marido llamó esta tarde, diciendo que no había podido dar con ella durante unas horas. Había cierta preocupación de que pudiera darse una situación de petición de rescate, así que no se llevó a cabo un barrido completo de la casa hasta hace unas horas. Encontraron su cuerpo gracias al perro entrenado para encontrar cadáveres”.
“Jesús”, murmuró Trembley en voz baja, haciendo que Jessie se preguntara qué clase de experiencia tenía para que le alterara la noción de un perro busca-cadáveres.
“¿Cómo murió?”, preguntó Jessie.
“El examinador médico sigue aquí y todavía no se ha analizado la sangre. Pero la teoría inicial es que se trata de una sobredosis de insulina. Se encontró una aguja cerca de su cuerpo. Era diabética”.
“¿Puedes morir de una sobredosis de insulina?”, preguntó Trembley.
“Sin duda, si no se trata a tiempo”, dijo Hernández mientras bajaban por el largo pasillo de la residencia principal hacia la puerta de atrás. “Y parece que estuvo sola en la habitación durante horas”.
“Parece que últimamente estamos tratando un montón de incidentes relacionados con agujas, detective Hernández”, apuntó Jessie. “Sabes, estoy dispuesta a manejar algún tiroteo de vez en cuando”.
“Pura coincidencia, te lo aseguro”, le respondió, sonriendo.
Salieron afuera y Jessie se dio cuenta de que la enorme mansión delantera ocultaba un jardín trasero incluso más grande. Una piscina enorme llenaba la mitad del espacio. Detrás de ella, estaba la casa de la piscina. Hernández se dirigió hacia allí y los otros dos le siguieron.
“¿Qué te hace sospechar que no fue simplemente un accidente?”, le preguntó Jessie.
“Todavía no he sacado ninguna conclusión”, le respondió. “El examinador médico podrá darnos más datos por la mañana. Pero la señora Missinger ha tenido diabetes toda la vida y, según su marido, nunca ha tenido un accidente como este con anterioridad. Suena como que sabía cuidar bien de sí misma”.
“¿Ya has hablado con él?”, le preguntó Jessie.
“No”, respondió Hernández. “Un agente uniformado tomó su declaración inicial. En este momento, le están atendiendo en la sala de los desayunos. Hablaremos con él después de que te muestre la escena”.
“¿Qué sabemos acerca de él?”, preguntó Jessie.
“Michael Missinger, treinta y siete años. Heredero de la fortuna del petróleo de los Missinger. Vendió sus activos hace unos años y comenzó un fondo de inversión que invierte exclusivamente en tecnologías sostenibles y ecológicas. Trabaja en el centro en la pent-house de uno de esos edificios que te hacen doblar el cuello hacia atrás para mirar el tejado”.
“¿Algún antecedente?”, preguntó Trembley.
“¿Estás de broma?”, espetó Hernández. “Oficialmente, este tipo es más perfecto que nadie. Ningún escándalo personal. Ningún problema financiero. Si tiene secretos, están bien ocultos”.
Habían llegado a la casa de la piscina. Un agente uniformado retiró la cinta policial para que pudieran pasar a su interior. Jessie siguió a Hernández, que lideró el camino. Trembley se puso a la cola.
Cuando pasó adentro, Jessie intentó librar su mente de todo pensamiento adicional. Este era su primer caso de asesinato potencial de alguien importante y no quería tener ninguna distracción que le sacara de la tarea que tenía entre manos. Quería concentrarse exclusivamente en su entorno.
La casa de la piscina rezumaba una elegancia sutil como de otra época. Le recordaba a esas cabañas para tomar el sol que se imaginaba utilizaban las estrellas de cine de los años 20 cuando visitaban la playa. El sofá alargado al final de la sala principal tenía un marco de madera, pero estaba cubierto por unos cojines despampanantes que parecían invitarle a una a echar una siesta.
La mesita de café daba la impresión de haber sido construida a mano con maderas recicladas, algunas de ellas parecían ser partes antiguas de cascos de barcos. El arte que colgaba de las paredes parecía ser de origen polinesio. En la esquina opuesta de la habitación había una mesa de billar. La televisión de pantalla plana estaba escondida detrás de una cortina gruesa, de un beige sedoso que Jessie sospechaba había costado más que el Mini Cooper que había aparcado en la puerta. No había ni rastro de que aquí hubiera pasado nada de mención.
“¿Dónde está el cubículo oculto?”, preguntó.
Hernández hizo de guía a lo largo del bar que había junto a la pared más cercana. Jessie vio más cinta policial delante de lo que parecía ser un armario para sábanas. Hernández la retiró y abrió la puerta del armario con una mano cubierta por un guante. Entonces pasó al interior y dio la impresión de que había desaparecido.
Jessie le siguió y vio que el armario sí que contenía unas baldas con toallas y algunos productos de limpieza, pero a medida que se acercaba más, vio una apertura estrecha a la derecha entre la puerta y las baldas. Parecía que había allí una puerta deslizante que se metía dentro de la pared.
Jessie se puso un par de guantes y cerró la puerta. Para una mirada inexperta, simplemente parecía ser otro panel en la pared. La deslizó para abrirla de nuevo y pasó al interior de una pequeña habitación donde estaba Hernández esperándola.
No es que hubiera gran cosa dentro—un silloncito y una mesita de madera al lado. Sobre el suelo había una lámpara que, por lo visto, habían derribado de un golpe. Habían saltado algunas esquirlas que habían acabado sobre la lujosa moqueta blanca.
Tirada sobre el silloncito en una postura relajada que fácilmente podía dar la impresión de que estaba dormida, estaba Victoria Missinger. Había una aguja sobre el cojín junto a ella.
Incluso muerta, Victoria Missinger era una mujer bellísima. Era difícil adivinar su estatura, pero estaba delgada, con aspecto de ser una mujer que se reunía habitualmente con su entrenador. Jessie tomó una nota mental para hacer lo propio.
Tenía la piel cremosa y vibrante, incluso mientras aparecía el rigor mortis. Jessie solo podía imaginarse cómo había sido en vida. Tenía el cabello rubio y largo que le cubría parte del rostro, pero no lo bastante como para ocultar su perfecta estructura ósea.
“Era bonita”, dijo Trembley, quedándose corto.
“¿Crees que hubo una pelea?”, le preguntó Jessie a Hernández, haciendo un gesto a la lámpara rota sobre la moqueta.
“Es difícil decirlo con certeza. Puede que ella le diera un empujón al intentar levantarse. O podría significar que hubo un forcejeo de algún tipo”.
“Creo que tienes una opinión, pero te la estás guardando”, presionó Jessie.
“Bueno, como dije, odio llegar a conclusiones prematuras, pero esto me pareció algo peculiar”, dijo, señalando a la moqueta.
“¿El qué?”, preguntó ella, incapaz de discernir nada notorio excepto lo gruesa que era la moqueta.
“¿Ves lo profundas que son las marcas en la moqueta debido a nuestras pisadas?”.
Jessie y el detective Trembley asintieron.
“Cuando vinimos al principio después de que la encontrara el perro, no había ninguna huella en absoluto.”
“¿Ni siquiera las suyas?”, preguntó Jessie, empezando a entenderlo.
“No”, respondió Hernández.
“¿Qué quiere decir eso?”, preguntó Trembley, que todavía no lo captaba.
Hernández se lo explicó.
“Quiere decir que, o esta lujosa moqueta tiene una capacidad sin precedentes para volver a su estado natural o alguien pasó la aspiradora después de los hechos para ocultar la existencia de otras huellas que no fueran las de Victoria”.
“Eso es interesante”, dijo Jessie, impresionada por la atención al detalle del detective Hernández. Ella estaba orgullosa de saber leer a la gente, pero jamás hubiera captado un detalle físico como este. Eso le recordó que este era el hombre que había contribuido de manera importante a la captura de Bolton Crutchfield y de que no debía menospreciar sus habilidades. Podía aprender mucho de él.
“¿Encontraste una aspiradora?”, preguntó Trembley.
“No por aquí cerca”, dijo Hernández. “Pero los agentes la están buscando en la casa principal”.
“Es difícil de imaginar que alguno de los Missinger realizara mucho trabajo de limpieza”, dedujo Jessie. “Me pregunto si saben siquiera donde se guarda la aspiradora. ¿Puedo asumir que tienen una asistenta?”.
“Sin duda, así es”, dijo Hernández. “Se llama Marisol Méndez. Por desgracia, está fuera de la ciudad toda la semana, aparentemente de vacaciones en Palm Springs”.
“Así que la asistenta está descartada”, dijo Trembley. “¿Hay alguien más que trabaje por aquí? Deben de tener un montón de empleados”.
“No tantos como puedas creer”, dijo Hernández. “Su jardín es mayormente resistente a la sequía, así que solo tienen a un jardinero que viene un par de veces al mes para su mantenimiento. Tienen una compañía de mantenimiento de piscinas y Missinger dice que viene alguien una vez por semana, los jueves”.
“Entonces, ¿con quién nos deja eso?”, preguntó Trembley, temeroso de decir la respuesta obvia en voz alta por miedo a ser demasiado obvio.
“Nos deja con la misma persona con la que empezamos”, dijo Hernández, sin miedo a decir lo que estaba pensando. “El marido”.
“¿Tiene coartada?”, preguntó Jessie.
“Eso es exactamente lo que vamos a averiguar”, respondió Hernández al tiempo que sacaba su radio y hablaba por el aparato. “Nettles, haz que lleven a Missinger a comisaría para interrogarle. No quiero que nadie más le haga ninguna pregunta hasta que le tengamos en la sala de interrogatorios”.
“Lo siento, detective”, respondió una voz tímida y aprensiva por la radio. “Pero ya lo ha hecho alguien más. Está de camino ahora mismo”.
“Maldita sea”, juró Hernández mientras apagaba la radio. “Tenemos que irnos ahora mismo”.
“¿Cuál es el problema?”, preguntó Jessie.
“Quería estar allí esperando cuando Missinger llegara a comisaría—para ser el policía amable, su salvavidas, su confidente. Pero si llega allí primero y ve todos esos uniformes azules, las armas, y las luces fluorescentes, se va a asustar y a exigir ver a su abogado antes de que pueda hacerle ninguna pregunta. Cuando eso suceda, no sacaremos nada útil de él”.
“Entonces será mejor que nos demos prisa”, dijo Jessie, pasándole de largo y saliendo por la puerta.
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