El paisaje citadino de París se desenvolvía frente a la mirada de Cassie. Altos edificios y bloques industriales sombríos dieron paso gradualmente a los suburbios arbolados. La tarde era fría y gris, con lluvias dispersas y viento.
Se estiró para ver los letreros que pasaban. Se dirigían hacia Saint Maur, y por un momento pensó que ese era su destino, pero el chofer pasó la salida y continuó por la carretera que salía de la ciudad.
—¿Cuánto falta? —le preguntó, intentando iniciar una conversación, pero él gruñó evasivamente y subió el volumen de la radio.
La lluvia golpeteaba las ventanas y sentía el frío del vidrio en su mejilla. Deseaba haber tomado su chaqueta gruesa del maletero. Y estaba muerta de hambre, no había desayunado y desde entonces no había tenido la oportunidad de comprar comida.
Luego de más de media hora llegaron a campo abierto, bordeando el río Marne, en donde las barcazas con sus colores vivos le dieron un toque de color al gris, y algunas personas caminaban bajo los árboles envueltas en gabardinas. Algunas ramas ya estaban descubiertas, otras aún vestían hojas de color oro rojizo.
—Hace mucho frío hoy, ¿no? —observó, intentando nuevamente entablar una conversación con el chofer.
—Oui —respondió balbuceando, y esa fue su única respuesta, pero al menos subió la calefacción y ella dejó de tiritar.
Envuelta por el calor, se dejó arrastrar por una siesta intranquila mientras pasaban los quilómetros.
Un frenazo brusco y el estruendo de una bocina la despertaron sobresaltada. El chofer intentaba pasar a un camión estacionado, logrando salir de la carretera hacia una calle angosta y arbolada. El cielo se había despejado, y en la luz tenue del atardecer el paisaje otoñal era hermoso. Cassie miró por la ventana, asimilando el paisaje ondulante y el mosaico de praderas intercalado con enormes y oscuros bosques. Pasaron por un viñedo con sus filas de vides bien ordenadas rodeando la ladera.
El chofer aminoró la velocidad y se adentró en un pueblo con casas de piedra pálida, ventanas con forma de arco y tejados empinados alineando el camino. A lo lejos, vio un campo abierto y vislumbró un canal bordeado de sauces llorones mientras cruzaban un puente de piedra. La elevada aguja de la iglesia atrajo su atención, y se preguntó cuántos años tendría el edificio.
Pensó que deberían estar cerca del chateau, quizás incluso en un vecindario cercano. Cambió de opinión cuando se alejaban del pueblo y serpenteaban entre las colinas, hasta que se desorientó totalmente y perdió de vista la aguja de la iglesia. No esperaba que el chateau estuviese tan lejos. Escuchó la notificación del GPS de pérdida de señal, y el chofer exclamó con enojo, tomando su teléfono y mirando atentamente el mapa mientras manejaba.
Entonces, luego de girar a la derecha y pasar a través de unos enormes postes, Cassie se enderezó y observó la larga entrada de gravilla. A la distancia, alto y elegante, con el sol poniente resaltando las paredes revestidas en piedra, estaba el chateau.
Las cubiertas crujieron sobre las piedras cuando el automóvil se detuvo en una entrada enorme e imponente, y ella sintió una punzada de nervios. La casa era mucho más grande de lo que había imaginado. Era como un palacio, coronado con altas chimeneas y torrecillas ornamentales. Contó dieciocho ventanas, con mampostería elaborada y detallada, en los dos pisos de la imponente fachada. La casa tenía vistas a un jardín formal, con setos recortados de forma inmaculada y senderos pavimentados.
¿Cómo podría vincularse con la familia en su interior, que vivía entre tanto esplendor, cuando ella venía de la nada?
Se dio cuenta de que el chofer golpeteaba sus dedos impacientemente sobre la rueda. Claramente no la iba a ayudar con las maletas. Se bajó rápidamente.
El viento despiadado la enfrió de inmediato. Se apresuró hacia el maletero, sacó su maleta y la cargó por la gravilla hasta refugiarse bajo el porche, en donde se subió el cierre de la chaqueta.
La pesada puerta de madera no tenía timbre, solamente una gran aldaba de hierro que sintió fría al tacto. El ruido fue sorpresivamente alto, y un momento después, Cassie escuchó pasos ligeros.
La puerta se abrió y vio a una criada con uniforme oscuro y el pelo recogido en una coleta ajustada. Detrás de ella, Cassie entrevió un enorme salón de entrada, con paredes revestidas de manera opulenta, y una majestuosa escalera de madera en el otro extremo.
Inmediatamente, Cassie detectó la presencia de una pelea. Podía sentir la electricidad en el aire, como una tormenta que se acercaba. La sentía en el comportamiento nervioso de la criada, en el portazo y en el caos de los gritos distantes que se van desvaneciendo. Sintió que se le contraían las entrañas y un deseo dominante de escapar, de perseguir al chofer y pedirle que vuelva.
En lugar de eso, se mantuvo firme y forzó una sonrisa.
—Soy Cassie, la nueva niñera. La familia me está esperando.
—¿Hoy? —La criada parecía preocupada— Espera un momento.
Mientras entraba a la casa rápidamente, Cassie la escuchó llamar.
—Monsieur Dubois, por favor, venga pronto.
Un minuto después, un hombre fornido, de pelo oscuro y canoso, entraba a zancadas al vestíbulo con el rostro como un trueno. Cuando vio a Cassie en la puerta, se detuvo.
—¿Ya estás aquí? —preguntó—. Mi prometida dijo que llegabas mañana en la mañana.
Se dio vuelta para lanzar una mirada fulminante a la joven de cabello rubio decolorado que lo seguía. Llevaba un vestido de noche y sus atractivos rasgos estaban tensos por la presión.
—Sí, Pierre, imprimí el correo electrónico cuando fui a la ciudad. La agencia me dijo que el vuelo llega a las cuatro de la mañana.
Volviéndose a la ornamentada mesa de madera del vestíbulo, empujó un pisapapeles de vidrio veneciano y blandió una hoja de papel de forma defensiva.
—Aquí, ¿ves?
Pierre echó un vistazo a la hoja y suspiró.
—Dice a las cuatro de la tarde. No de la mañana. El chofer que contrataste obviamente entendió bien, y aquí está ella.
Se giró hacia Cassie y le extendió la mano.
—Soy Pierre Dubois. Ella es mi prometida, Margot.
No presentó a la criada. En su lugar, Margot le gritó que fuera a arreglar el dormitorio que estaba enfrente a los de los niños, y la criada se alejó apresurada.
—¿En dónde están los niños? ¿Ya están en la cama? Deberían conocer a Cassie —dijo Pierre.
Margot sacudió la cabeza.
—Estaban cenando.
—¿Tan tarde? ¿No te dije que tienen que cenar temprano cuando tienen clases? Aunque estén de vacaciones, ya deberían estar acostados para cumplir con los horarios.
Margot lo miró y se encogió de hombros con enojo, antes de dirigirse hacia una puerta a la derecha haciendo resonar sus tacones altos.
—¿Antoinette? —Exclamó— ¿Ella? ¿Marc?
La respuesta fue un estruendo de pasos y fuertes gritos.
Un niño de cabello oscuro entró corriendo al vestíbulo, con una muñeca agarrada del cabello. Lo seguía de cerca una niña más pequeña y regordeta, en un mar de lágrimas.
—¡Devuélveme mi Barbie! —le gritó.
El niño se detuvo, patinándose al ver a los adultos, e hizo una carrera hasta la escalera. Al precipitarse hacia allí, rozó con el hombro el lado curvo de un jarrón azul y dorado.
Cassie se tapó la boca con las manos, horrorizada al ver como el jarrón se balanceaba en el pedestal y caía destrozado en el piso. Las esquirlas de vidrio colorido se desparramaron por las tablas de madera oscura.
El silencio ante el impacto se rompió con los rugidos furiosos de Pierre.
—¡Marc! Devuélvele la muñeca a Ella.
Arrastrando los pies y con el labio inferior hacia afuera, Marc retrocedió pasando por los escombros. Le tendió la muñeca a Pierre de mala gana, y este se la devolvió a Ella. Los sollozos se apagaron mientras arreglaba el cabello de su muñeca.
—Ese era un jarrón de vidrio durand art —Margot le dijo, entre dientes, al niño—. Una antigüedad. Irremplazable. ¿No tienes respeto por los objetos de tu padre?
Un silencio hosco fue la única respuesta.
—¿En dónde está Antoinette? —preguntó Pierre, con cierta frustración.
Margot levantó la vista y Cassie, siguiendo su mirada, vio a una niña delgada de cabello oscuro en lo alto de la escalera. Parecía ser la mayor de los tres por unos años. Estaba vestida de manera elegante en un traje perfectamente planchado, y esperaba con su mano en la barandilla hasta que obtuvo toda la atención de su familia. Luego, con el mentón hacia arriba, comenzó a descender.
Cassie, ansiosa por causar una buena impresión, aclaró su garganta e intentó saludarlos de manera amistosa.
—Hola, niños. Mi nombre es Cassie. Estoy encantada de estar aquí y feliz de poder cuidarlos.
Ella respondió con una sonrisa tímida. Marc no levantó la vista del suelo, enojado. Y Antoinette la miró a los ojos por un buen rato, desafiante. Luego, y sin decir una palabra, le dio la espalda.
—Si me disculpas, papá —le dijo a Pierre—, tengo que terminar la tarea antes de acostarme.
—Por supuesto —dijo Pierre, y Antoinette subió la escalera contoneándose.
Cassie sintió que le ardía el rostro de vergüenza ante el intencionado desaire. Se preguntó si debía decir algo, tratar de aclarar la situación o intentar disculpar el comportamiento grosero de Antoinette, pero le era imposible encontrar las palabras adecuadas.
—Te lo dije, Pierre. Ya empezó con el temperamento de adolescente —murmuró Margot furiosamente, y Cassie se dio cuenta de que no había sido la única a la que Antoinette había ignorado.
—Al menos estaba haciendo su tarea aunque nadie la ayudara —respondió Pierre—. Ella, Marc, ¿por qué no se presentan correctamente?
Hubo un breve silencio. Claramente las presentaciones no iban a ocurrir sin una pelea. Pero quizás ella podría aliviar la tensión con algunas preguntas.
—Bueno Marc, ya sé tu nombre pero me gustaría saber tu edad —dijo ella.
—Tengo ocho —murmuró.
Mirándolo a él y a Pierre podía ver que eran parecidos. El cabello alborotado, el mentón firme, los ojos color azul profundo. Hasta la forma en que fruncían el ceño era similar. Las niñas también eran morenas, pero tenían rasgos más delicados.
—Y Ella, ¿cuántos años tienes?
—Casi seis —dijo la pequeña con orgullo—. Mi cumpleaños es el día después de Navidad.
—Es un buen día para cumplir años. Espero que por eso recibas mucho más regalos.
Ella sonrío sorprendida, como si fuese una ventaja que aún no había considerado.
—Antoinette es la mayor. Tiene doce —dijo ella.
Pierre golpeó las manos.
—Bien, es hora de ir a la cama. Margot, luego de llevar a los niños a la cama, ¿puedes mostrarle la casa a Cassie? Le será útil saber dónde están las cosas. Hazlo rápido. Debemos partir a las siete.
—Aún debo terminar de aprontarme —respondió Margot en un tono ácido—. Tú puedes llevar a los niños a la cama y llamar a un mayordomo para que limpie este desorden. Yo le mostraré la casa a Cassie.
Pierre respiró con enojo y miró a Cassie con los labios apretados. Ella supuso que su presencia había hecho que él se tragara sus palabras.
—Arriba y a la cama —dijo él, y los dos niños lo siguieron de mala gana por las escaleras.
Cassie se animó al ver que Ella se dio vuelta para darle un pequeño saludo con la mano.
—Ven conmigo, Cassie —le ordenó Margot.
Cassie siguió a Margot por una entrada a la izquierda hacia una sala formal con muebles exquisitos y excepcionales, y tapices revistiendo las paredes. La sala era enorme y fría, y la gigantesca chimenea no estaba prendida.
—Esta sala se usa muy poco y los niños no tienen permiso para entrar aquí. El comedor principal está al lado y se aplican las mismas reglas.
Cassie se preguntó con qué frecuencia se utilizaba la enorme mesa de caoba, pues parecía inmaculada, y contó dieciséis sillas con altos respaldos. En el aparador pulido de color oscuro había tres jarrones más, parecidos al que había roto Marc. No se podía imaginar una alegre conversación durante la cena en un espacio tan austero y silencioso.
¿Qué se sentiría crecer en una casa así, en la que espacios enteros estaban prohibidos porque los muebles podían ser dañados? Supuso que eso podía hacer que un niño sintiera que los muebles eran más importantes que él.
—A este lo llamamos el salón azul.
Era una sala más pequeña, empapelada en azul marino con enormes puertas francesas. Cassie supuso que se abrían hacia un patio o jardín, pero todo estaba completamente oscuro y lo único que podía ver eran las luces tenues de la sala reflejadas en el vidrio. Hubiera querido que la casa tuviese lámparas de mayor potencia, pues todas las habitaciones eran oscuras y las sombras acechaban las esquinas.
Una escultura atrajo su atención…su pedestal de mármol se había roto, por lo que la escultura yacía sobre la mesa. Sus rasgos parecían vacíos e inmóviles, como si la piedra cubriera el rostro de una persona muerta. Las extremidades eran gruesas y esculpidas toscamente. Cassie tiritó y miró hacia otro lado, pues la vista era espeluznante.
—Esa es una de nuestras piezas más valiosas —dijo Margot—. Marc la derribó la semana pasada. La llevaremos a reparar en breve.
Cassie pensó en la energía destructiva del niño y la forma en que había rozado el jarrón con su hombro. ¿Había sido totalmente accidental? ¿O había un deseo subliminal de destrozar el vidrio, de llamar la atención en un mundo en el que los objetos parecían tener más prioridad?
Margot la guió por el mismo camino que habían entrado.
—Las habitaciones en ese pasaje se mantienen cerradas. La cocina es por aquí, a la derecha, y después están las habitaciones de los sirvientes. A la izquierda hay una pequeña recepción y un salón en donde cena la familia.
Al volver, se cruzaron con un mayordomo de uniforme gris que llevaba una escoba, una pala y un cepillo. Él se apartó para que ellas pudieran pasar, pero Margot ni siquiera le agradeció.
El ala oeste era un reflejo del ala este. Habitaciones inmensas y oscuras con mobiliario exquisito y obras de arte. Silenciosas y vacías. Cassie tiritó, ansiaba una luz intensa y hogareña o el sonido familiar de un televisor, si algo de eso siquiera existía en esta casa. Siguió a Margot por las magníficas escaleras al segundo piso.
—El ala de huéspedes.
Tres dormitorios inmaculados con camas con dosel, separados por dos salas de estar. Los dormitorios eran tan pulcros y formales como una habitación de hotel, y la ropa de cama parecía haber sido planchada.
—Y el ala familiar.
Cassie se iluminó, contenta de llegar finalmente a la parte de la casa donde vivía gente.
—El cuarto de bebés.
Para su desconcierto, esta era otra habitación vacía con una cuna con altos barrotes.
—Y aquí están los dormitorios de los niños. Nuestro dormitorio está al final del corredor, a la vuelta de la esquina.
Tres puertas cerradas, una al lado de la otra. Margot bajó la voz y Cassie supuso que no quería entrar a ver a los niños, ni siquiera para decir buenas noches.
—Este es el dormitorio de Antoinette, este es el de Marc y el más cercano al nuestro es el de Ella. Tu dormitorio está enfrente al de Antoinette.
La puerta estaba abierta y dos criadas estaban haciendo la cama afanosamente. El dormitorio era enorme y muy frío. Estaba amueblado con dos sillones orejeros, una mesa y un enorme ropero de madera. Pesadas cortinas rojas cubrían la ventana. Su maleta había sido ubicada a los pies de la cama.
—Podrás escuchar a los niños si lloran o te llaman, por favor atiéndelos. Mañana en la mañana necesitan estar vestidos y prontos a las ocho. Van a estar a la intemperie, así que elige ropa abrigada.
—Lo haré, pero… —Cassie se armó de coraje—. Por favor, ¿podría cenar? No he comido nada desde la cena de anoche, en el avión.
Margot se la quedó mirando perpleja y luego sacudió la cabeza.
—Los niños comieron temprano porque nosotros vamos a salir. Ahora la cocina está cerrada. Mañana el desayuno estará listo desde las siete. ¿Puedes esperar hasta entonces?
—S…supongo que sí.
Se sentía mal de tanta hambre que tenía. El dulce prohibido en su bolso, que había pensado darles a los niños, se convirtió de pronto en una tentación irresistible.
—Y debo enviar un correo electrónico a la agencia, para avisarles que estoy aquí. ¿Podría darme la contraseña del Wi-Fi? Mi teléfono no tiene señal.
La mirada de Margot se volvió inexpresiva.
—No tenemos Wi-Fi y no hay señal para teléfonos celulares aquí. Hay un teléfono de línea en el escritorio de Pierre. Para enviar un correo electrónico tienes que ir a la ciudad.
Sin esperar a que Cassie respondiera, se dio la vuelta y se dirigió al dormitorio principal.
Las criadas ya se habían ido, dejando la cama de Cassie en un estado de perfección espeluznante.
Cerró la puerta.
Nunca imaginó que sentiría nostalgia, pero en ese momento ansiaba escuchar una voz amigable, el murmullo de la televisión, el desorden de un refrigerador lleno. Los platos en la pileta, los juguetes en el piso, el sonido de los videos de YouTube reproduciéndose en un celular. El alegre caos de una familia normal, la vida de la que esperaba formar parte.
Por el contrario, sentía que ya estaba envuelta en un conflicto amargo y complicado. Nunca debió haber esperado hacerse amiga de estos niños inmediatamente, no con la dinámica familiar que se había desarrollado hasta ahora. Este lugar era un campo de batalla, y aunque encontrara en Ella una aliada, temía que ya se había hecho una enemiga con Antoinette.
La luz del techo, que había estado titilando, se apagó de repente. Cassie buscó su mochila a tientas para sacar su teléfono, y desempacó lo mejor que pudo con la luz de la linterna. Lo enchufó en el único tomacorriente visible al otro lado del dormitorio, y en la oscuridad arrastró los pies hasta la cama.
Con frío, preocupación y hambre, se trepó entre las frías sábanas y se cubrió hasta el mentón. Esperaba sentirse más esperanzada y optimista después de conocer a la familia, pero estaba dudando de su capacidad para lidiar con ellos y temía lo que ocurriría al día siguiente.
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