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CAPÍTULO TRES

Estaba sentado en su coche, disfrutando del silencio. Las farolas proyectaban un halo fantasmal sobre la calle. No es que hubiera muchos coches en la calle a esa hora tan tardía, lo que creaba un ambiente inquietante pero sereno. Sabía que lo más seguro es que cualquiera que estuviera en esta parte de la ciudad a estas horas estaría preocupado o llevando sus asuntos en secreto. Le hacía más fácil concentrarse en lo que se traía entre manos—la Buena Obra.

Las aceras estaban oscuras excepto por el ocasional brillo de neón de establecimientos de mala reputación. La tosca figura de una mujer bien dotada resplandeció en la ventana del edificio que él estaba vigilando. Parpadeó como un faro en la mar agitada. Pero no había refugio en tales lugares— al menos no uno respetable.

Sentado en su coche, tan lejos de las farolas como podía, pensaba en el repaso que había hecho en casa. Lo había estudiado con detenimiento antes de salir esta noche. Había restos de su obra en su pequeño escritorio: una cartera, un pendiente, un collar de oro, un mechón de pelo rubio dentro de un contenedor de plástico. Eran recordatorios, recordatorios de que se le había asignado esta tarea. Y que tenía más trabajo por hacer.

Un hombre emergió del edificio en el lado opuesto de la calle, distanciándole de sus pensamientos. Vigilante, se quedó allí sentado esperando pacientemente. Había aprendido mucho sobre la paciencia con los años. Debido a ello, saber que debía operar a toda prisa le había puesto nervioso. ¿Y si no acertaba?

No tenía muchas opciones. El asesinato de Hailey Lizbrook ya estaba en las noticias. Había gente buscándole—como si fuera él el que hubiera hecho algo malo. Ellos no lo entendían. Lo que él había dado a esa mujer había sido un regalo.

Un acto de gracia.

En el pasado, había dejado que pasara mucho tiempo entre sus actos sagrados. Pero ahora, sentía una urgencia. Había mucho por hacer. Siempre había mujeres por ahí—en esquinas, en anuncios personales, en la televisión.

Al final, lo acabarían entendiendo. Lo entenderían y le darían las gracias. Le preguntarían cómo ser alguien puro, y él les abriría los ojos.

Al cabo de unos momentos, la imagen de neón de la mujer en la ventana se ennegreció. El resplandor detrás de las ventanas se apagó. El lugar se había quedado a oscuras; sus luces se apagaban porque habían cerrado por esta noche.

Sabía que eso significaba que las mujeres saldrían de la parte de atrás en cualquier momento, en dirección a sus coches y después a casa.

Cambió de marcha y avanzó lentamente alrededor de la manzana. Las farolas parecían perseguirle, pero él sabía que no había ojos curiosos que le vieran. En esta parte de la ciudad, a nadie le importaba.

En la parte trasera del edificio, la mayoría de los coches eran de lujo. Se hacía dinero exhibiendo el cuerpo. Aparcó en el lado opuesto del aparcamiento y esperó un poco más.

Tras un buen rato, la puerta del personal finalmente se abrió. Salieron dos mujeres, acompañadas por un hombre que parecía que trabajara de seguridad en el lugar. Echó una ojeada al agente de seguridad, preguntándose si podría resultar un problema. Tenía un arma debajo del asiento que usaría si no tenía más remedio, pero prefería no tener que hacerlo. No había tenido que usarla aún. De hecho, él aborrecía las armas. Había algo impuro en ellas, algo casi indolente.

Finalmente, todos se separaron, entraron en sus coches y se fueron.

Vio más gente salir, y entonces se sentó con la espalda erguida. Podía sentir cómo le latía el corazón. Ahí estaba ella.

Era bajita, de pelo rubio postizo que le caía en melena sobre los hombros. La vio entrar a su coche y no avanzó hasta que sus luces de cruce habían doblado la esquina.

Rodeó el otro lado del edificio, para no llamar la atención. Siguió detrás de ella, y notó como su corazón empezaba a acelerarse. Instintivamente, metió la mano bajo su asiento y tocó la soga. Le calmó los nervios.

Le calmó saber que, tras la persecución, llegaría el sacrificio.

Sin duda, lo haría.

CAPÍTULO CUATRO

Mackenzie iba sentada en el asiento del copiloto con varios archivos en su regazo y con Porter al volante martilleando los dedos al ritmo de un tema de los Rolling Stones. Mantenía la radio sintonizada con la misma estación de rock clásico que siempre escuchaba mientras conducía, y Mackenzie levantó la vista, molesta, ya que al final le había hecho perder la concentración. Observó cómo las luces delanteras del coche trazaban surcos en la autopista a ochenta millas por hora, y se volvió hacia él.

“¿Podrías bajar eso, por favor?” le replicó.

Normalmente, le daba igual, pero estaba intentando acceder al estado mental adecuado, para entender el modus operandi del asesino.

Con un suspiro y una sacudida de cabeza, Porter bajó el volumen de la radio. Él la miró con desdeño.

“¿Qué esperas encontrar de todos modos?” preguntó él.

“No espero encontrar nada,” dijo Mackenzie. “Estoy intentando solucionar el rompecabezas para entender mejor la personalidad del asesino. Si podemos pensar como él, tenemos muchas más posibilidades de encontrarle.”

“O,” dijo Porter, “podías simplemente esperar a que lleguemos a Omaha y hablemos con los hijos y la hermana de la víctima como Nelson nos pidió.”

Sin ni siquiera mirarle, Mackenzie podía apostar a que estaba esforzándose por hacer algún comentario inteligente. Tenía que darle algo de crédito, suponía. Cuando estaban solos los dos en la carretera o en la escena de un crimen, Porter mantenía sus bromas sarcásticas y su conducta degradante bajo mínimos.

Ignoró a Porter por el momento y miró las notas en su regazo. Estaba comparando las notas del caso de 1987 y el asesinato de Hailey Lizbrook. Cuanto más las leía, más convencida estaba de que habían sido perpetrados por el mismo tipo. Lo que le seguía frustrando es que no había un motivo claro.

Miró los documentos una y otra vez, pasando páginas y repasando la información. Comenzó a murmurarse a sí misma, haciéndose preguntas y afirmando hechos en voz alta. Era algo que había hecho desde la secundaria, una rareza que nunca se había acabado de quitar de encima.

“No hay pruebas de abuso sexual en ninguno de los casos,” dijo en voz baja. “No hay conexiones obvias entre las víctimas más que su profesión. No hay posibilidad real de motivaciones religiosas. ¿Por qué no decidirse por la crucifixión completa en vez de unos burdos postes si tienes una motivación religiosa? Los números estaban presentes en ambos casos, pero los números no muestran una clara correlación con los asesinatos.”

“No te lo tomes a mal,” dijo Porter, “pero prefiero escuchar a los Stones.”

Mackenzie dejó de hablar consigo misma y entonces se dio cuenta de que la luz de las notificaciones estaba parpadeando en su teléfono. Después de que Porter y ella se hubieran ido, le había enviado un correo electrónico a Nancy y le había pedido que hiciera unas búsquedas rápidas con las palabras poste, bailarina de striptease, prostituta, camarera, maíz, latigazos, y la secuencia con los números N511/J202 entre los casos de los últimos treinta años. Cuando Mackenzie miró su teléfono, vio que Nancy, como de costumbre, había actuado con rapidez.

El correo que había enviado Nancy de vuelta decía: No hay gran cosa, me temo. No obstante, he adjuntado los informes de los pocos casos que encontré. ¡Buena suerte!

Solo había cinco archivos adjuntos y Mackenzie pudo mirarlos bastante deprisa. Estaba claro que tres de ellos no tenían nada que ver con el asesinato de Lizbrook o el caso del 87. Pero los otros dos eran lo suficientemente interesantes como al menos tenerlos en cuenta.

Uno de ellos era un caso de 1994 en que se había encontrado muerta a una mujer detrás de un granero abandonado en una zona rural a unas ochenta millas a las afueras de Omaha. La habían amarrado a un poste de madera y se creía que el cuerpo había estado allí al menos seis días antes de ser descubierto. Su cuerpo estaba rígido y unos cuantos animales del bosque, que se creía que eran gatos monteses, habían empezado a comerle las piernas. La mujer tenía un largo historial criminal que incluía dos arrestos por prostituirse en la calle. Aquí tampoco había señales claras de abuso sexual y aunque había latigazos en su espalda, no estaban tan extendidos como los que habían encontrado en Hailey Lizbrook. Sin embargo, el informe sobre el asesinato no decía nada sobre los números encontrados en el poste.

El segundo archivo que quizá mantenía una relación con el caso trataba de una chica de diecinueve años a la que habían denunciado como secuestrada cuando no regresó a casa para las vacaciones de Navidad de su segundo año en la Universidad de Nebraska en 2009. Cuando se descubrió su cuerpo en un campo abierto tres meses después, parcialmente enterrado, había recibido latigazos en la espalda. Más tarde se filtraron las imágenes a la prensa, mostrando a la chica desnuda y participando de algún tipo de fiesta sexual violenta en una fraternidad. Se habían tomado las fotos una semana antes de que la denunciaran como desaparecida.

El último caso era un tiro a ciegas, pero Mackenzie pensó que ambos podrían estar potencialmente conectados con el asesinato del 87 y el de Hailey Lizbrook.

“¿Qué tienes ahí?” preguntó Porter.

“Nancy me envió informes de algunos otros casos que pueden estar conectados.”

“¿Hay algo bueno?”

Ella titubeó, pero después le puso al día de las dos conexiones posibles. Cuando acabó, Porter asintió con la cabeza mientras miraba hacia la oscuridad de la noche. Pasaron una señal que les dijo que Omaha estaba a veintidós millas de distancia.

“Creo que a veces te esfuerzas demasiado,” dijo Porter. “Te rompes el trasero trabajando y mucha gente se ha dado cuenta. Pero seamos honestos: da igual lo mucho que lo intentes, no todos los casos van a tener alguna conexión importante que vaya a crear un monstruo de caso para ti.”

“Entonces dime,” dijo Mackenzie. “En este momento, ¿qué te dice tu instinto sobre este caso? ¿Con qué estamos tratando?”

“Es un perpetrador común que tiene asuntos sin resolver con su mami,” dijo Porter con desdén. “Si hablamos con suficiente gente, le encontramos. Todo este análisis es una pérdida de tiempo. No se encuentra a la gente entrando en su cabeza. Les encuentras haciendo preguntas. Trabajo de calle. De puerta a puerta. De testigo a testigo.”

Cuando se quedaron en silencio, Mackenzie comenzó a preocuparse al ver qué simplista era su percepción del mundo, qué blanca y negra. No dejaba ni un resquicio para los matices, para nada que no encajara con sus creencias predeterminadas. Ella pensaba que el psicópata con que estaban tratando era demasiado sofisticado para eso.

“¿Qué piensas tú de nuestro asesino?” le preguntó finalmente.

Podía detectar el resentimiento en su voz, como si realmente no hubiera querido preguntarle pero el silencio hubiera podido con él.

“Creo que odia a las mujeres por lo que estas representan,” dijo en voz baja, resolviéndolo en su mente mientras hablaba. “Quizá sea un hombre virgen de cincuenta años que piensa que el sexo es vulgar—pero también existe esa necesidad de sexo en él. Matar a mujeres le hace sentir que está conquistando sus propios instintos, instintos que él considera vulgares e infrahumanos. Si puede eliminar el origen de donde parten esas necesidades sexuales, siente que está al mando. Los latigazos en la espalda indican que está casi castigándolas, seguramente por su carácter provocativo. Además, está el hecho de que no hay señales de abuso sexual. Me hace preguntarme si esto es algún tipo de intención de pureza a los ojos del asesino.”

Porter sacudió la cabeza, casi como un padre decepcionado.

“Eso es lo que quiero decir,” dijo él. “Una pérdida de tiempo. Te has metido ya tanto en esto que ya no sabes ni lo que piensas—y nada de eso nos va a servir de ayuda. Has perdido la perspectiva de conjunto.”

Un silencio incómodo se cernió de nuevo sobre ellos. Cuando parecía que había terminado de hablar, Porter encendió la radio.

Solamente duró unos minutos. A medida que se acercaban a Omaha, Porter bajó el volumen de la radio sin que se lo tuvieran que pedir esta vez. Porter habló y cuando lo hizo, sonó nervioso, pero Mackenzie también pudo escuchar el esfuerzo que estaba realizando para sonar como que él estaba al mando.

“¿Alguna vez has entrevistado a unos chicos después de que pierdan a uno de sus padres?” preguntó Porter.

“Una vez,” dijo ella. “Después de un tiroteo desde un coche. Un niño de once años.”

“También yo tuve unos cuantos. No tiene ninguna gracia.”

“No, no la tiene,” Mackenzie asintió.

“Bueno, mira, estamos a punto de hacer preguntas sobre su madre muerta a dos chicos. Va a acabar por salir el tema de dónde trabajaba. Tenemos que manejar esto con guantes de seda.”

Ella se enfureció. Él estaba haciendo eso de hablarle con condescendencia como si fuera una niña.

“Deja que me encargue de todo. Puedes ofrecerles consuelo si se ponen a llorar. Nelson dice que la hermana también va a estar allí, pero no me puedo imaginar que sea ninguna fuente confiable de apoyo. Probablemente esté tan destrozada como los hijos.”

La verdad es que Mackenzie no pensaba que esto fuera la mejor idea. También sabía que allí donde Porter y Nelson estuvieran implicados, tenía que escoger sus batallas con cuidado. Así que, si Porter quería encargarse de la tarea de preguntar a dos niños huérfanos por su difunta madre, le iba a dejar que se diera ese extraño placer.

“Como quieras,” dijo ella con los dientes apretados.

El coche enmudeció de nuevo. Esta vez, Porter dejó la radio apagada; Mackenzie pasando páginas en su regazo producía los únicos sonidos. Había una historia más amplia en esas páginas y en los documentos que había enviado Nancy; Mackenzie estaba segura de ello.

Por supuesto, para que la historia estuviera completa, había que desvelar todos los personajes. Y por el momento, el personaje central estaba escondido entre las sombras.

El coche bajó la marcha y Mackenzie elevó la cabeza cuando doblaron una manzana silenciosa. Sintió un vacío familiar en el estómago, y deseó estar en cualquier parte menos aquí.

Estaban a punto de hablar con los hijos de una mujer que había muerto.

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