© ООО «Издательство АСТ», 2015
Estimado lector, créeme si te digo que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso y discreto que pueda imaginarse. Pero ¿qué podía surgir de mi pobre ingenio sino la historia de un hijo seco y arrugado, que nació en una cárcel donde habitan la incomodidad y el ruido?
Por el contrario, el sosiego, la paz de los campos, la serenidad de los cielos, el sonido de las fuentes y la tranquilidad del espíritu ayudan a que las musas se muestren generosas.
Sucede que un padre tiene un hijo feo y su amor por él le pone una venda en los ojos para que no vea sus faltas. Pero yo, que no soy padre, sino padrastro de don Quijote, no quiero que me suceda lo mismo; ni quiero, querido lector, pedirte que perdones las faltas que veas en este hijo mío; al contrario, di libremente todo lo que quieras de esta historia sin temor.
Quisiera dártela sin presentaciones ni explicaciones de personajes importantes ni autores famosos. Pero me siento confuso. ¿Qué opinión tendrán de mí cuando vean que ahora, a mi edad, escribo una historia pobre de estilo y de conceptos? Esto mismo le dije a un amigo mío, el cual me contestó que, si lo que pretende esta historia es acabar con la autoridad de los libros de caballerías, no hacen falta sentencias de filósofos ni de santos. Bastará con escribir empleando palabras honestas y bien colocadas, e intentar, también, que el triste, al leer la historia, se ría; que el risueño ría más; que el simple no se enfade; que el discreto goce con la invención; que el serio no la desprecie, y que el prudente la alabe.
Con estas buenas razones y consejos, me propongo, sin rodeos[1], ofrecerte, lector amigo, la historia del famoso don Quijote de la Mancha ― de quien opinan todos los habitantes del campo de Montiel[2] que fue el más puro enamorado y el más valiente caballero―, y de su escudero, Sancho Panza, en quien pongo resumidas todas las cualidades que encontrarás en los libros de caballerías. Y con esto, Dios te dé salud, y a mí no me olvide.
En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo que vivía un hidalgo de escudo antiguo, rocín[4] flaco y galgo corredor. Comía más vaca que cordero, carne picada muchas noches, huevos con tocino los sábados y algún pollo los domingos.
Vivían en su casa una ama[5] que tenía más de cuarenta años y una sobrina que no llegaba a los veinte. Había también un criado que lo mismo ensillaba el rocín que podaba las viñas.
Nuestro hidalgo tenía casi cincuenta años. Era fuerte pero flaco, de pocas carnes y cara delgada, gran madrugador y amigo de la caza. No se sabe si su nombre era Quijada o Quesada, pero lo más probable es que fuera Quejana.
Este buen hidalgo dedicaba sus ratos libres a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó la caza y hasta la administración de su casa. Vendió muchas de sus tierras para comprar libros de caballerías y juntó todos los libros que pudo. El pobre caballero perdía la razón intentando comprender todas las lecturas. Discutía con el cura de su aldea sobre cuál había sido el mejor caballero: Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula[6].
Tanto se metió en sus lecturas que se pasaba los días y las noches leyendo. Leía tanto y dormía tan poco, que se le secó el cerebro y se volvió loco. Se le llenó la imaginación de todo lo que leía sobre encantamientos, batallas, desafíos[7], amores y disparates imposibles, y para él no había nada más cierto en el mundo.
Cuando perdió la razón por completo, se le ocurrió el más extraño pensamiento que jamás tuvo ningún loco: hacerse caballero andante e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar aventuras y a hacer todo lo que hacían los caballeros andantes que aparecían en sus lecturas, poniéndose en los más difíciles peligros para lograr fama eterna.
Lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus abuelos. Fue luego a ver su rocín, que, aunque estaba nuy flaco, le pareció que ni Babieca del Cid[8] se podía comparar con él.
Pensó que debía poner un nombre a su caballo, al igual que otros caballeros famosos. Después de mucho pensarlo, decidió llamarlo Rocinante, nombre sonoro y significativo de lo que había sido antes, cuando fue rocín, porque ahora era el primero de todos los rocines del mundo.
Cuando puso nombre a su caballo, quiso ponérselo a sí mismo. En ello estuvo pensando ocho días hasta que decidió llamarse don Quijote. Pero recordó que Amadís añadió a su nombre el de su tierra y se llamó Amadís de Gaula. Como buen caballero, él también hizo lo mismo y se llamó don Quijote de la Mancha.
Le faltaba buscar una dama de quien enamorarse, porque un caballero andante sin amores es como un árbol sin hojas y sin fruto.
En el pueblo cerca del suyo, había una moza labradora de muy bien parecer[9] de la que él estuvo enamorado, aunque ella jamás lo supo. Se llamaba Aldonza Lorenzo, pero él creyó que debía darle un nombre que recordara el de una princesa y gran señora y la llamó Dulcinea del Toboso, porque había nacido en ese pueblo.
Acabados estos preparativos, no quiso esperar más tiempo para poner en práctica su pensamiento, porque él creía que hacía mucha falta en el mundo para deshacer agravios[10] y reparar injusticias. Así, sin decir nada a nadie, una mañana del mes de julio cogió su escudo y sus armas, subió sobre Rocinante y salió al campo, muy contento al ver que había dado principio a su buen deseo.
Pero pronto recordó que no había sido armado caballero[11] y, según la ley de la caballería, no podía ni debía utilizar las armas para enfrentarse con ningún caballero. Estos pensamientos le hicieron dudar un poco, pero pudo más su locura que otra razón y decidió que al primero que encontrara en su camino le pediría que le armara caballero, tal como había leído en sus libros de caballería.
Con estos pensamientos se tranquilizó y siguió el camino que su caballo Rocinante tomaba por los campos de Montiel. Mientras tanto, iba pensando: «Dichoso siglo aquel en que saldrán a la luz[12] mis famosas hazañas para la eterna memoria. ¡Oh, tú, sabio escritor, tú que contarás esta historia nunca vista! Te ruego que no te olvides de aventuras». Luego se decía, como si verdaderamente estuviera enamorado: «¡Oh, princesa Dulcinea, señora y dueña de mi corazón! Os ruego que os acordéis de vuestro esclavo, que tanto sufre por vuestro amor». Así iba añadiendo estos y otros disparates, como los que le habían enseñado sus libros.
Caminó todo el día y no sucedió ninguna cosa, por lo que él se desilusionaba porque estaba ansioso de demostrar su valor y la fuerza de su brazo. Al anochecer, su rocín y él estaban cansados y muertos de hambre. Iba mirando a todas partes por ver si descubría algún castillo o alguna cabaña de pastores donde alojarse, cuando vio cerca del camino una venta[13], a la que se dirigió a toda prisa. Estaban en la puerta dos mujeres mozas, de esas que llaman de mala vida, que iban a Sevilla. Como don Quijote se imaginaba que todo lo que veía era igual que en los libros de caballería, al ver la venta le pareció un castillo y las mujeres, dos hermosas doncellas[14] que estaban divirtiéndose. Las mozas, al ver venir a un hombre armado de esa forma, se asustaron y salieron corriendo. Don Quijote intentó tranquilizarlas con esas palabras:
–No huyan vuestras mercedes, pues la ley de caballería me impide hacer el mal, y menos aún a tan hermosas doncellas.
Cuando las mozas oyeron que las llamaba doncellas, a ellas que habían conocido ya muchos hombres, no pudieron contener la risa. Y cuanto más reían ellas, más se enfadaba don Quijote.
En esto, apareció el ventero y, teniendo que el enfado moviera a tan extraño caballero a usar las armas, le dijo:
–Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, aquí encontrará de todo menos cama, porque no hay ninguna.
Don Quijote le respondió:
–Para mí, señor castellano[15], cualquier cosa me basta, porque mis ropas son las armas y mi descanso el pelear.
El ventero ayudó a don Quijote a bajar del caballo y le ofreció luego algo de pescado para la cena. Le atendieron las don mujeres, que antes ya habían ayudado al caballero a quitarse las armas. Sorprendido, dijo don Quijote:
―Nunca un caballero fue
de damas tan bien servido,
como lo fue don Quijote
cuando de su aldea vino:
doncellas cuidaban de él;
y princesas, de su rocino.
Pero lo que más le preocupaba era no verse armada caballero, pues pensaba que no podría comenzar ninguna aventura sin recibir la orden de caballería.
Preocupado con este pensamiento, llamó al ventero. Se encerró con él en la caballeriza[16], puso de rodillas y le dijo:
–No me levantaré jamás del suelo, valeroso caballero, hasta que me conceda el deseo que quiero pedirle.
El ventero le dijo que así lo haría y don Quijote siguió su discurso:
–No esperaba menos de vuestra merced. El deseo que os pido es que mañana me tenéis que armar caballero. Esta noche en la capilla de vuestro castillo velaré las armas[17] y mañana se cumplirá lo que tanto deseo, para poder ir como se debe por las cuatro partes del mundo buscando las aventuras en favor de los necesitados.
El ventero enseguida se dio cuenta de que estaba loco y, para divertirse, le siguió la broma. Le hizo creer que su deseo era muy acertado, muy propio de los caballeros tan importantes como él. Le dijo también que en su castillo no había capilla donde velar las armas, pero que podía hacerlo en el patio del castillo y por la mañana se harían las debidas ceremonias.
El ventero le preguntó si traía dinero; respondió don Quijote que no llevaba nada, porque él nunca había leído en las historias que los caballeros andantes lo necesitasen. El ventero le dijo que se equivocaba, que no lo había leído porque era una cosa clara y evidente llevar dinero y camisas limpias. Además, solían llevar una caja pequeña llena de ungüentos[18] para curar las heridas recibidas en los combates, porque no siempre en los campos y desiertos donde combatían había quien los curara.
Don Quijote prometió hacer todo lo que le recomendaba con toda puntualidad y luego empezó a velar las armas en un patio grande que había en la venta.
Don Quijote recogió todas las armas y las sobre una pila[19] que había junto a un pozo. Cogió la lanza y comenzó a pasear delante de la pila. Cuando inició el paseo ya era de noche.
Uno de los arrieros[20] que allí había quiso dar agua a sus animales, por lo que tuvo que quitar las armas que don Quijote había colocado en la pila. Este, al verlo llegar, le dijo:
–¡Oh, tú, atrevido caballero que llegas a tocar las armas del más valeroso caballero andante! Mira lo que haces y no las toques, si no quieres perder la vida por tu atrevimiento.
El arriero no hizo caso de estas razones y quitó las armas allí. Entonces don Quijote levantó la lanza y dio un golpe tan grande al arriero en la cabeza que lo derribó al suelo dejándolo malherido. Luego recogió sus armas y volvió a pasearse como antes.
Los demás arrieros, que vieron lo sucedido, comenzaron a tirarle piedras a don Quijote, hasta que el ventero logró detenerlos diciéndoles que se trataba de un loco. El ventero gritaba y don Quijote gritaba más, llamando a todos traidores.
Finalmente, el ventero se acercó a él y le dijo que ya había velado las armas y que podía ser armado caballero allí, en mitad del campo.
El ventero cogió un libro. Le acompañaban un muchacho con una vela y las dos conocidas doncellas. Mandó ponerse de rodillas a don Quijote, fingió que leía una oración, levantó la mano, le dio un buen golpe en el cuello y después otro con su misma espada, siempre hablando entre dientes, como si rezara. Mandó a una de las damas que le colocara la espada a la cintura y, mientras lo hacía, ella le dijo:
–Dios haga a vuestra merced un venturoso[21] caballero y le conceda muchas victorias.
Don Quijote le preguntó su nombre; ella respondió que se llamaba Tolosa. Entonces, don Quijote quiso que, desde ese momento, se llamase doña Tolosa, como corresponde a una gran dama.
Con la otra moza sucedió lo mismo. Su nombre era Molinera, y don Quijote le rogó que pusiera el don, doña Molinera.
Terminadas las ceremonias, don Quijote preparó a Rocinante, abrazó al ventero, que no le pidió ningún dinero por su servicio, y salió de la venta.
Salió don Quijote de la venta al amanecer, tan contento por verse ya armado caballero que la alegría se le veía en la cara. Sin embargo, decidió volver a su casa para coger camisas y dinero y buscar un escudero[22]. Pensó en un labrador vecino suyo, que era pobre y con hijos, para que le ayudara en el oficio de la caballería.
Con este pensamiento guió a Rocinante hacia su aldea, y el caballo comenzó a caminar con tanta gana, que parecía que no ponía los pies en el suelo.
No había caminado mucho, cuando oyó unas voces que salían del bosque. A don Quijote le pareció que alguien se quejaba.
–Doy gracias al cielo ―se dijo don Quijote―, pues pronto voy a poder cumplir con lo que debo hacer por mi profesión. Estas voces son, sin duda, de alguien que necesita mi ayuda.
Dirigió a Rocinante hacia el lugar de donde salían las voces. A pocos pasos encontró a un muchacho de unos quince años que gritaba; estaba desnudo de cintura para arriba y atado a un árbol.
Y es que un labrador estaba azotando al chiquillo mientras le decía:
–La lengua callada y los ojos listos.
Y el muchacho respondía:
–No lo haré otra vez, señor; prometo tener más cuidado del rebaño.
Viendo esto don Quijote, dijo muy enfadado:
–Bien podéis pegar a quien no se puede defender. Subid a vuestro caballo y tomad vuestra lanza, así os enseñaré que es de cobardes lo que hacéis.
El labrador, que vio aquella figura moviendo la lanza sobre su cara, creyó que lo iba a matar y con buenas palabras respondió:
–Señor caballero, este muchacho a quien estoy castigando es mi criado, y es tan descuidado que cada día me falta una oveja del rebaño que tiene a su cargo.[23] Y miente cuando dice que no le pago su salario..
–Él que no puede mentir delante de mí ―dijo don Quijote―. ¿Cómo podéis decir tal cosa? Desatadlo y pagadle ahora mismo si no queréis que os atraviese con mi lanza.
El labrador bajó la cabeza y desató a su criado. Luego dijo a don Quijote:
–Lo malo, señor caballero, es que no tengo aquí dinero. Que se venga conmigo Andrés, que así se llama el chico, que yo le pagaré todo.
–¿Irme yo con él? ―dijo el muchacho―. No, señor; porque cuando esté solo me arrancará la piel.
–No lo hará ―dijo don Quijote―, basta con que yo se lo mande para que me tenga respeto y me lo jure por la ley de caballería.
–Mire, vuestra merced ―dijo el muchacho―, que mi amo no es caballero ni ha recibido ninguna orden de caballería. Que es Juan Haldudo el rico, vecino de Quintanar[24].
–Eso importa poco ―respondió don Quijote―, porque puede haber Haldudos caballeros. Cada uno es hijo de sus obras[25].
–Es verdad ―dijo Andrés―; pero mi amo ¿de qué obras es hijo si me niega el salario ganado con mi sudor?
–No lo niego, hermano Andrés ―dijo el labrador―, venid conmigo, que yo os juro por todas las órdenes de caballerías que os pagaré.
–Así lo haréis ―dijo don Quijote―; si no, os juro yo también que os buscaré para castigaros. Sabed que yo soy el valeroso don Quijote de la Mancha, el que deshace todas las injusticias y las ofensas.
Y dicho esto, se alejó montado sobre Rocinante.
El labrador se volvió hacia su criado y le dijo:
–Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo que os debo como me ha mandado aquel deshacedor de ofensas.
–Hará bien vuestra merced en cumplir el mandamiento de aquel buen caballero; si no, volverá y hará lo que dijo.
El labrador cogió del brazo al muchacho y lo volvió a atar al árbol, donde le dio tantos azotes que lo dejó medio muerto.
–Llamad ahora ―decía el labrador― al deshacedor de ofensas, veréis que no deshace esta.
Por fin, lo desató y le dio permiso para que fuera a buscar a su juez. El muchacho se fue llorando y el labrador se quedó riendo.
Así deshizo esta injusticia el valeroso don Quijote; el cual, muy contento con lo sucedido, y satisfecho con el inicio de su nueva vida caballeresca, iba diciendo:
–¡Oh, dichosa tú, Dulcinea del Toboso!, por tener a tu servicio a tan valiente y famoso caballero como es don Quijote de la Mancha.
Iba andando tranquilamente cuando descubrió un numeroso grupo de gente. Eran unos mercaderes[26] toledanos que iban a comprar seda a Murcia. En cuanto los vio, don Quijote se imaginó que aquello era otra aventura y quiso imitar todo lo que había leído en sus libros.
Pensando que eran caballeros andantes, se puso bien derecho sobre el rocín, sujetó el escudo, y con lanza en la mano se colocó en medio del camino. Cuando los mercaderes estuvieron cerca de él, don Quijote levantó la voz y con un tono autoritario dijo:
–Todo el mundo se detenga y nadie pase de aquí si no afirma que no hay en el mundo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par[27] Dulcinea del Toboso.
Al ver y oír a aquella extraña figura, los mercaderes se pararon, y uno de ellos dijo:
–Señor caballero, nosotros no conocemos a esa buena señora. Mostrádnosla, pues si es de tanta hermosura como decís, de buena gana afirmaremos la verdad que nos pedís.
–Si os la mostrara ―contestó don Quijote―, ¿qué mérito tendríais vosotros en afirmar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo tenéis que creer, afirmar y defender; si no, conmigo habéis de pelear.
–Señor caballero ―respondió un mercader―, ruego a vuestra merced que para no equivocarnos afirmando una cosa jamás vista ni oída por nosotros, nos muestre algún retrato de esa señora. Que aunque en su retrato aparezca tuerta[28], por complacer a vuestra merced diremos en su favor todo lo que quiera.
–No es tuerta, canalla ―respondió don Quijote lleno de ira―; no es tuerta ni encorvada[29], sino bien derecha. Pero ¡vosotros pagaréis esta mentira que dicho contra una belleza como la de mi señora!
Terminó de decir esto y atacó con la lanza al mercader con tanta furia que si Rocinante no tropieza y cae, lo hubiera pasado mal el atrevido comerciante.
Cayó Rocinante y su amo fue rodando un gran trecho[30] por el campo. Mientras intentaba levantarse decía:
–No huyáis, gente cobarde, que estoy aquí tendido por culpa de mi caballo.
Uno de los mozos de mulas, cansado de oír tantos insultos, se acercó a él, rompió la lanza en pedazos y le dio tal paliza que ya no le fue posible levantarse de lo dolorido que tenía todo el cuerpo.
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