Читать книгу «Antes de Que Vea » онлайн полностью📖 — Блейка Пирс — MyBook.
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CAPÍTULO DOS

A la mañana siguiente comenzó temprano y sin rodeos con entrenamiento de armas, algo que Mackenzie estaba descubriendo que se le daba muy bien. Lo cierto es que siempre había tenido buena puntería, pero con la instrucción adecuada y una clase con otros veintidós aspirantes que competían con ella, se había hecho escalofriantemente buena. Todavía prefería la Sig Sauer que había utilizado en Nebraska y le había complacido comprobar que el arma reglamentaria del Bureau era un Glock, que no era muy diferente.

Echó una buena ojeada al objetivo de papel al final del corredor de tiro. Una larga lámina de papel colgaba estacionaria de un raíl mecanizado a veinte metros de distancia. Apuntó, disparó tres veces en rápida sucesión, y entonces bajó el arma. El tronar de los disparos retumbó en sus manos, una sensación que le había acabado gustando.

Cuando la luz verde al final del pasillo le dio la señal para continuar, pulsó el botón en el pequeño panel que tenía delante y levantó el objetivo. Se acercó hacia adelante y a medida que se acercaba más, pudo ver dónde habían aparecido tres agujeros en el objetivo de papel. Era la representación de la silueta de un hombre de cintura para arriba. Dos de los disparos habían aterrizado en la parte superior del pecho mientras que el tercero le había pasado rozando el hombro izquierdo. Eran tiros decentes (pero no extraordinarios) y aunque se sentía algo decepcionada con las balas perdidas en el tórax, sabía que lo estaba haciendo mucho mejor de lo que lo había hecho durante su primera sesión de tiro.

Once semanas. Había estado aquí durante once semanas y todavía estaba aprendiendo. Estaba molesta con las balas perdidas en el tórax porque esos disparos podían ser mortales. Le habían entrenado para disparar con la única intención de derribar al sospechoso—y guardar el disparo letal al tórax o la cabeza para las circunstancias más extremas.

Su instinto estaba mejorando. Sonrió al objetivo de papel y después miró a la pequeña caja de control delante de ella en la que aguardaba una caja de munición. Volvió a cargar el Glock y después apretó el botón para sacar un nuevo objetivo. Dejó que este retrocediera veinticinco metros.

Esperó a que la luz roja cambiara a verde en el panel y entonces se dio la vuelta. Tomó aliento, se movió un poco, y disparó tres tiros más.

Una fila limpia de agujeros de bala se formó justo debajo del hombro de la figura.

Mucho mejor, pensó Mackenzie.

Satisfecha, retiró las protecciones de sus ojos y sus orejas. Entonces ordenó su estación de tiro y apretó otro botón en el panel de control que acercó el objetivo mediante el sistema de empuje motorizado que los transportaba. Descolgó el objetivo, lo dobló, y lo colocó en la pequeña bolsa de libretos que llevaba consigo prácticamente a todas partes.

Había estado viniendo a la sala de tiro en su tiempo libre para afinar las habilidades en que se sentía algo rezagada en comparación con otros en su clase. Era una de las más mayores en ella y ya habían circulado los rumores de boca en boca—rumores sobre cómo había sido catapultada de un miserable departamento de policía en Nebraska después de que cerrara el caso del Asesino del Espantapájaros. Estaba más o menos en la media de su clase en lo que se refería a armas de fuego y estaba decidida a estar entre los mejores para cuando se acabara el entrenamiento en la Academia.

Tenía que demostrar lo que valía. Y eso no le importaba demasiado.

*

Después del campo de tiro, Mackenzie no perdió el tiempo para ir a su último curso por clases, una sesión de psicología a cargo de Samuel McClarren.

McClarren era un ex-agente de sesenta y dos años y autor de éxitos de ventas, que había escrito seis éxitos de ventas del New York Times sobre las características psicológicas de los asesinos en serie más sanguinarios de los últimos cien años. Mackenzie había leído todo lo que había escrito y se podía pasar mil horas escuchándole. Era sin duda su materia favorita y a pesar de que al ayudante del director le había parecido que no necesitaba esa clase en base a su currículo y su historial laboral, ella había saltado a la posibilidad de asistir.

Como de costumbre, era de las primeras en el aula, sentada cerca de la tarima delantera. Preparó su libro de notas y su bolígrafo mientras otros cuantos más empezaron a entrar y a preparar sus MacBooks. Mientras esperaba, Samuel McClarren subió a la tarima. Detrás de Mackenzie, la clase con cuarenta y dos estudiantes esperaba con anticipación; cada uno de ellos parecía pendiente de cada palabra que salía de su boca.

“Ayer acabamos con las interpretaciones psicológicas que creemos motivaban a Ed Gein, para alivio de algunos de vosotros con estómagos más bien flojos,” dijo McClarren. “Y hoy no va a ser mucho mejor, cuando investiguemos la mente con frecuencia subestimada pero increíblemente retorcida de John Wayne Gacy. Veintiséis víctimas registradas, asesinadas ya sea mediante estrangulación o asfixia con empleo de torniquete. De los paneles debajo de su casa al río Des Plaines, esparció sus víctimas en varios lugares después de que fueran asesinadas. Y por supuesto, está lo que le viene a la mayoría de la gente a la mente al escuchar su nombre—el maquillaje de payaso. En esencia, el caso de Gacy es un caso clínico en cuestión de pistas psicológicas.”

Y así continuó la clase, con McClarren hablando mientras los alumnos tomaban apuntes sin descanso. Como de costumbre, la hora y quince minutos pasaron volando y Mackenzie se dio cuenta de que quería más. En unas cuantas ocasiones, la clase de McClarren le había traído recuerdos de su persecución del Asesino del Espantapájaros, especialmente de cuando había revisitado las escenas de los crímenes para penetrar en la mente de un asesino. Siempre había sabido que se le daban bien este tipo de cosas, pero había intentado mantener discreción al respecto. De vez en cuando le asustaba y era algo morboso, así que se lo tenía bien guardado.

Cuando la sesión terminó, Mackenzie guardó sus cosas y se dirigió hacia la puerta. Todavía estaba procesando la clase mientras recorría el pasillo y no vio al hombre de pie junto al marco de la puerta. De hecho, no le vio hasta que él la llamó por su nombre.

“¡Mackenzie! ¡Espera!”

Se detuvo al escuchar el sonido de su nombre, dándose la vuelta y encontrándose con un rostro familiar en la pequeña multitud.

El Agente Ellington le estaba siguiendo por detrás. Se llevó tal sorpresa al verle que se quedó literalmente inmóvil durante un instante, tratando de figurarse por qué estaba allí. Mientras permanecía congelada en su posición, él le lanzó una tímida sonrisa y se acercó a ella rápidamente. Venía otro hombre con él, siguiéndole por detrás.

“Agente Ellington,” dijo Mackenzie. “¿Cómo estás?”

“Muy bien,” dijo él. “¿Y tú?”

“Bastante bien. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Un curso de repaso?” le preguntó ella, tratando de inyectar algo de humor.

“No, la verdad es que no,” le dijo Ellington. Le lanzó otra sonrisa y le recordó de nuevo por qué se había arriesgado y había acabado poniéndose en ridículo con él hace tres meses. Él le hizo un gesto al hombre que venía detrás suyo y le dijo, “Mackenzie White, me gustaría presentarte al Agente Especial Bryers.”

Bryers se adelantó y extendió su mano. Mackenzie la estrechó al tiempo que se tomaba un momento para estudiar al hombre. Parecía tener unos cincuenta y pocos años. Tenía un bigote mayormente canoso y ojos azules y amigables. Podía decir de inmediato que seguramente tenía buenos modales y era uno de los auténticos caballeros del sur de los que había escuchado hablar tanto desde que se había trasladado a Virginia.

“Encantado de conocerte,” dijo Bryers al darle la mano.

Una vez terminadas las presentaciones, Ellington volvió al asunto que les ocupaba. “¿Estás ocupada ahora mismo?” le preguntó a Mackenzie.

“No en este momento,” respondió ella.

“Bueno, si tienes un minuto, al Agente Bryers y a mí nos gustaría hablar contigo de algo.”

Mackenzie vio una sombra de duda cruzar el rostro de Bryers mientras Ellington decía eso. La verdad es que, si lo pensaba mejor, Bryers parecía estar algo incómodo. Quizá esa era la razón de que pareciera tan tímido.

“Claro,” dijo ella.

“Vamos,” dijo Ellington, haciéndole un gesto hacia la zona de estudio en la parte de atrás del edificio. “Te invito a un café.”

Mackenzie recordó la última vez que Ellington había mostrado tal interés por ella. Le había traído hasta aquí, hasta casi lograr su sueño de convertirse en agente del FBI y vivir los altibajos de todo ello. Seguirle ahora tenía sentido. Lo hizo, echando una mirada al Agente Bryers mientras salían y preguntándose por qué parecía tan incómodo.

*

“Así que ya te queda poco, ¿no es cierto?” preguntó Ellington cuando los tres se sentaron con las tazas de café que Ellington había comprado en el pequeño mostrador.

“Ocho semanas,” dijo ella.

“Te queda antiterrorismo, quince horas de simulación, y como unas doce horas en el campo de tiro, ¿verdad?” preguntó Ellington.

“¿Y cómo sabes tú eso?” preguntó Mackenzie, preocupada.

Ellington se encogió de hombros y le sonrió. “Me he creado un hobbie de estar al tanto de ti desde que llegaste aquí. Yo te recomendé, así que mi reputación también está en juego. Estás impresionando prácticamente a todos los que importan. Llegados a este punto, todo es mera formalidad. A menos que te las arregles para colapsar y quemarte durante las últimas ocho semanas, diría que ya estás dentro.”

Respiró hondo y pareció prepararse para algo.

“Lo que nos lleva a la razón por la que quería hablar contigo. El Agente Bryers está en una situación peliaguda y puede que precise de tu ayuda. Pero voy a dejar que te lo explique él.”

Bryers aún parecía dudar de la situación. Se vio hasta en la forma en que dejó reposar la taza de café y se tomó unos segundos para empezar a hablar.

“En fin, como dice el Agente Ellington, has causado una gran impresión en la gente que importa. En los últimos dos días, me han mencionado tu nombre tres veces.”

“¿Respecto a qué?” preguntó ella, algo nerviosa.

“Ahora mismo tengo un caso que ha hecho que mi compañero de trece años se aleje del Bureau,” explicó Bryers. “Ya está cerca de la edad de retirarse, así que no me resulta sorprendente. Aprecio a este hombre como si fuera un hermano, pero ya ha tenido suficiente. Ha visto más que suficiente durante sus veintiocho años como agente y no quería que otra pesadilla más le siguiera durante su jubilación. Por tanto, eso crea un hueco para un nuevo compañero que le reemplace. No sería una asociación permanente—solo por el tiempo suficiente para cerrar este caso.”

Mackenzie sintió una ráfaga de emoción en su corazón y supo que tenía que controlarse antes de que su necesidad de complacer e impresionar se adueñara de ella. “¿Es por eso que se mencionó mi nombre?” preguntó.

“Así es,” dijo Bryers.

“Pero tiene que haber varios agentes experimentados que puedan llenar ese hueco mejor que yo.”

“Seguramente hay agentes más apropiados,” dijo Ellington con convicción. “Pero por lo que podemos decir, este caso refleja el caso del Asesino del Espantapájaros de más de una manera. Eso, más el hecho de que tu nombre está sonando mucho, ha hecho que mucha gente importante piense que tú eres la persona perfecta.”

“Pero todavía no soy una agente,” señaló Mackenzie. “Quiero decir, con algo como esto, ¿realmente os podéis permitir esperar ocho semanas?”

“No estaríamos esperando,” dijo Ellington. “Y a riesgo de sonar pedante, esta no es una oferta que el Bureau le haría a cualquiera. Una oportunidad como esta—en fin, creo que cualquiera de los alumnos en esa clase de la que acabas de salir mataría por tenerla. No tiene nada de ortodoxo y unos cuantos peces gordos están haciendo la vista gorda.”

“Es que parece… poco ético,” dijo Mackenzie.

“Lo es,” dijo Ellington. “Es técnicamente ilegal de unas cuantas maneras. Pero no podemos pasar por alto las similitudes entre este caso y el que cerraste en Nebraska. O te metemos de extranjis ahora mismo o esperamos tres o cuatro días y esperamos a emparejar al agente Bryers con un nuevo compañero. Y no hay tiempo que perder.”

Sin duda, quería la oportunidad, pero le parecía demasiado pronto. Le parecía apresurado.

“¿Tengo tiempo para considerarlo?” preguntó.

“No,” dijo Ellington. “De hecho, cuando termine esta reunión, voy a hacer que te lleven los archivos sobre el caso a tu apartamento. Te daré unas cuantas horas para que los repases y después me pondré en contacto contigo al final del día para que me des una respuesta. Pero Mackenzie… te ruego encarecidamente que lo aceptes.”

Sabía que lo haría, pero no quería parecer demasiado ansiosa o atrevida. Además, había cierto grado de nerviosismo que estaba empezando a aparecer. Esta era su gran oportunidad. Y que un agente tan experimentado como Bryers quisiera su ayuda… en fin, era realmente increíble.

“Esta es la situación,” dijo Bryers, inclinándose sobre la mesa y bajando la voz. “Hasta el momento, tenemos dos cadáveres que han aparecido en el mismo vertedero. Las dos eran mujeres jóvenes; una tenía veintidós años, la otra diecinueve. Las encontraron desnudas y cubiertas de moratones. La más reciente mostraba señales de abuso sexual pero no hay ni rastro de fluidos corporales. Los cadáveres aparecieron con una diferencia de dos meses y medio, pero el hecho de que lo hicieran en el mismo vertedero con los mismos tipos de moratones…”

“No es una coincidencia,” dijo Mackenzie, pensando en voz alta.

“No, seguramente no,” dijo Bryers. “Así que dime… digamos que este fuera tu caso. Te lo acaban de pasar. ¿Qué es lo primero que harías?”

Le llevó menos de tres segundos responder a la pregunta. Cuando lo hizo, sintió cómo entraba en una especie de zona—donde sentía que sabía que tenía razón. Si había albergado alguna duda sobre si iba a asumir esta responsabilidad, se disipó en cuanto enunció su respuesta.

“Empezaría por el vertedero,” dijo ella. “Querría ver el área por mi cuenta, con mis propios ojos. Después querría hablar con los familiares. ¿Alguna de las mujeres estaba casada?”

“La de veintidós,” dijo Ellington. “Llevaba casada dieciséis meses.”

“Entonces sí,” dijo Mackenzie. “Empezaría por el vertedero y después hablaría con el marido.”

Ellington y Bryers intercambiaron una mirada certera. Ellington asintió y martilleó las manos en la mesa. “¿Contamos contigo?” preguntó.

“Podéis contar conmigo,” dijo ella, incapaz de aguantarse la emoción durante mucho más rato.

“Genial,” dijo Bryers. Rebuscó en su bolsillo y deslizó un manojo de llaves a través de la mesa. “No tiene sentido perder más tiempo. Pongámonos en marcha.”